A partir del 15M, esa gran
eucaristía madrileña, se activó en España un discurso, en principio marginal
que, poco a poco, ha ido conquistando los corazones patrios. La cosa empezó en
la Puerta del Sol con aquello del “No nos representan”. Éramos más jóvenes y más felices. La
tienda de campaña dio paso a Mariano Rajoy y, claro, los acontecimientos se
precipitaron. El siguiente movimiento no exigía demasiado esfuerzo. Este país,
que carece de cultura democrática -y ha sustituido el dogma que llega del
púlpito por el eslogan que se grita en el mitin y se reproduce en Twitter-, es
permeable a cualquier cosa, con tal de que suponga ortodoxia secular en estado
de gran pureza. Lo importante es no pensar, no matizar. La facilidad, en
definitiva. Pronto, convencieron al personal de que la derecha en España no representa “otra
opción ideológica”, sino el mal absoluto, y de que el Partido Popular no es un
grupo organizado de incompetentes, sino una mafia travestida de fuerza
política.
Una vez que la crispación
callejera alcanzó sus últimos objetivos mediáticos, la intensidad rebelde
cristalizó en un nuevo partido político. Desde entonces, ya sólo quedaba el
PSOE como enemigo a batir. Al ser un partido socialdemócrata, que se alimenta de
cierta demagogia obrerista, desdibujada por la necesidad de atraer a las clases
medias ‘progres’ -es decir, útil-, encajó mal el golpe. Su decisión de jugar la carta radical le
ha salido rana. Hubo un momento en el que resultaba difícil distinguir a los
revolucionarios de los de Ferraz. En las redes sociales, compartían las mismas
fotos, el mismo desprecio por el neoliberalismo voraz. El mismo odio a Dolores de Cospedal.
Pero, ¡ah amigo!, la
siguiente fase no ha sido en absoluto agradable. Los radicales necesitan ahora
pescar en el caladero del PSOE. Les sobran el puño y la rosa. Hoy,
curiosamente, los socialistas lloran por las esquinas la “injusta” comparación
que los comisarios políticos de nuevo cuño establecen entre ellos y la terrible derecha. “No somos lo mismo”,
replican. Lamentablemente, como en el poema del pastor luterano Martin
Niemöller (equivocadamente atribuido a Brecht), “ya no queda nadie que pueda
protestar”.
Lo cual no deja de ser
curioso.
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