La primera vez que me topé con un conservador fue en 1999
en Lancaster, Pennsylvania. Me refiero a que conocí a alguien orgulloso de
serlo, que se definía a sí mismo como tal y que, en definitiva, respetaba los
valores familiares de la ‘mayoría moral’ estadounidense. Imagino que en España
habría también conservadores por aquella época -primera legislatura Aznar-,
pero creo recordar que el PP aún transitaba el delirio de los
‘centro-reformistas’, con un presidente que hablaba catalán en la intimidad y
leía a Azaña. El conservadurismo, o, para ser más exactos, la derecha patria
representaba ya un tabú político, capaz de ganar elecciones pero inútil para
oponer ideas y valores a la izquierda mediática dominante.
El orgulloso en cuestión era el padre de familia del
hogar donde me hospedaba en verano para aprender inglés. Su esposa y él
abordaban con total desparpajo en mi presencia todo tipo de asuntos espinosos.
Un día me dijeron que el pastor de su iglesia les había animado a utilizar
métodos anticonceptivos tras el nacimiento de su quinto hijo. De lo contrario,
me aseguraron sonrientes, habrían seguido echando el resto en la procreación a
la espera de la Segunda Venida.
Yo pasaba largas horas en la cocina, charlando con la
mujer de esto y de aquello, mientras el marido afrontaba interminables turnos
en el trabajo. Como manda el estereotipo, se trataba de una gran señora
extrovertida y simpática. Debí de caerle bien, porque, en cierta ocasión, me
dijo que, pese a ser yo católico, podría salvarme si era buena gente. A veces,
pelábamos maíz en el porche, o le ayudaba a preparar la comida. Era un hogar
humilde, basado en principios intensamente religiosos. Creo que me consideraban
una especie de indígena de un país extraño, pero con posibilidades de conversión.
En aquellos años, yo me las daba de sabelotodo ‘comecuras’
y visceral antiamericano, por lo que escuchaba a mis anfitriones con cierta
condescendencia. Su forma de vida me parecía cómicamente desfasada. Eran, me
parece, presbiterianos. Los domingos me llevaban a la iglesia, que no era como
la española (media hora y para casa). Allí uno podía pasarse toda la mañana, en
la ‘Sunday school’, una especie de catequesis en la que hablaban del diablo y
de los peligros del satanismo. Nada de “Jesús es tu colega”, tan habitual en la
educación católica posterior al Vaticano II. Allí la cosa iba en serio.
Uno de sus compañeros feligreses que, a diferencia de
ellos, tenía claro que España era un país “cercano a Portugal”, me relató, una
tarde, su conversión a esa rama del protestantismo, tras abandonar la Iglesia
Católica. Su testimonio, imagino, quisieron utilizarlo para demostrarme que
ancha es América. El tipo, muy serio, confesó que uno los motivos para su
tránsito religioso fue el descubrimiento de que los presbiterianos creían en el
sexo “también por diversión”, y no únicamente para poblar la tierra de
creyentes.
Me sorprendió mucho su discurso. Yo venía de un país
donde sólo había católicos, excatólicos, y católicos a su manera. En España,
uno podía encontrarse gente del Opus, o de la Teología de la Liberación.
Creyentes que veían a Jesús como un cruzado matamoros o como al Che Guevara. En
realidad, se justificaba todo: el uso del preservativo, el matrimonio
homosexual, el aborto, el Alzamiento Nacional… sin prestar demasiada atención
al magisterio de la Iglesia. En Pennsylvania, por el contrario, las cosas se
tomaban con responsabilidad. Al menos, había ofertas. Uno podía ser cuáquero,
amish, luterano… Los conflictos religiosos se encaraban con rigor, sin caer en
la soberbia del que ignora la pluralidad del mundo.
Esta mañana, asistí en el autobús a una conversación
entre dos hombres que hablaban del bautismo. Uno de ellos decía, muy serio, que
no se puede recibir ese sacramento de cualquier manera, por lo que era
imprescindible que el creyente llegase a él con pleno conocimiento de su
significado. “Así lo dice la Biblia”, aseguró. Es interesante escuchar diálogos
de este tipo en una sociedad tan secularizada como la española, en la que el
debate religioso no tiene ninguna operatividad pública más allá del folclore.
Por supuesto, su discurso no era católico. Pese a no serlo yo tampoco, me sentí
incómodo. La falta de costumbre, pensé, o, quizás, algún rastro de mi educación
teresiana que me lleva inconscientemente a rechazar propuestas protestantes.
Lo que me tranquilizó después fue la idea de que, en
realidad, mi malestar se debe, más bien, al proselitismo activo de la religión,
no tanto a su filosofía o valor moral. Esa pretensión de liderazgo espiritual,
que lleva, en este caso a los cristianos, a considerarse la élite del mundo; a
creer que conocen a Dios mejor que los demás. No lo sé… Es posible que esté
tratando de justificarme porque yo también soy víctima de esta sociedad
uniforme que padecemos, donde no hay protestantes, ni judíos, ni musulmanes, ni
budistas, ni conservadores, ni nada. Donde todo el mundo está indignado y, a la
vez, enamorado de la socialdemocracia. Donde uno bebe ginebra y ve series como
‘Juego de tronos’ o ‘Breaking Bad’, tras compartir en Facebook el último vídeo
canalla de Wyoming. En la que, en resumen, el Otro no existe más como espejismo
amenazante que nos hará caer si le abrimos paso. Ese miedo a la libertad, esa
ortodoxia, que aún avanza bajo palio.
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