Una plaza santanderina,
cercana a mi casa, se ha engalanado para recibir la nueva acometida navideña.
Como ahora somos modernos y cosmopolitas, preferimos Manhattan al pesebre, una pista
de patinaje sobre hielo a la presencia familiar de la castañera. Para nuestras
benditas autoridades, somos protagonistas de una ‘sitcom’ yanqui. Ya no hay
panderetas ni zambombas. En su lugar, los altavoces escupen villancicos
en inglés, entonados por algún crooner sofisticado. Todo es limpieza y
luminosidad. Vaya, como si Tom Hanks fuera a declararse a Meg Ryan en cualquier
momento.
Sin embargo, sucede que la perfección es fría e impersonal. A un lado
de la plaza, se ha dispuesto un carrusel, donde los más pequeños dan vueltas en
enormes caballos de latón. Los padres los animan y fotografían desde la
barrera, pero los niños no ríen ni emiten ningún gesto de felicidad.
Simplemente, están ahí, dando vueltas, a horcajadas sobre un amago de animal
que no respira. Reconozco que esto es peliagudo -sobre todo, tras la muerte de un asno en Córdoba a manos de un anormal-, pero creo que en el
equilibrio está la razón. Vivimos bajo una constante efervescencia pública donde
cualquier asunto se nos presenta como reflejo de algo mucho más profundo. Es
decir, la lucha de este país por alcanzar la modernidad. Pero, en mi opinión, el tema interesante es otro: decidir qué tipo de relación deben mantener los
seres humanos con los animales. Hay respuestas válidas e indiscutibles. No
pueden tolerarse ni el maltrato ni los espectáculos crueles. Cierto. Lo que no tengo tan claro es que
nuestro único vínculo con los animales deba ser su mera observación lejana,
como si entre nosotros no pudiera existir contacto más allá de la admiración
desde la vitrina. Como si cualquier contacto, desde la monta al ordeño, fuera, en definitiva, agresión. Quizás, esa
humanidad respetuosa, a la que se aspira, esté dejándose jirones de realidad en el camino,
por ese afán suyo por alcanzar una limpieza moral exagerada. He pensando en ello
cuando he visto a esos niños, serios y aburridos, que jamás conocerán algo distinto del asfalto, dando vueltas sobre caballos de mentira.
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