El
centenario de Miguel Delibes, como las muertes de José Jiménez Lozano y de
Ernesto Cardenal, nos alcanza en un tiempo nada propicio para las conversaciones
del espíritu. Delibes cumpliría cien años en plena globalización de economías y
costumbres; en un presente señalado por la extrema dependencia planetaria y por
un virus vengador. No sé qué pensaría el escritor de todo este jaleo tan ajeno
a su cotidianidad.
Delibes
nació hace un siglo pero murió en 2010. Ya se habían instalado entonces los
cimientos de este tinglado de propaganda y dólares cuya voluntad única pasa por
reprogramar la humanidad en un sentido, a la vez, emprendedor y militante. Delibes,
por el contrario, era la palabra que brota de la tierra compartida, del trabajo
y su humildad. Y también de una preocupación por sus gentes.
Suya
es, por ejemplo, la experiencia de Daniel, el Mochuelo, protagonista de ‘El
camino’, novela paradigmática en la ruptura del hombre con su entorno. En esta
obra temprana, el castellano de los personajes se pronuncia como antídoto
contra el olvido que impone la vida urbana. Los nombres de las cosas, de los
animales y de las plantas quieren permanecer en el mundo, piensa
Daniel/Delibes, y reclaman su uso para no perecer en la uniformidad. Decir el
nombre de las cosas, no limitar el lenguaje a lo artificial; integrarse en la
naturaleza sin avidez. Esa es la receta de Delibes: la virtud de quien prefiere
conservar la palabra exacta frente a tantas realidades desiguales que se dicen
hoy de la misma forma.
¿Cumpliría
hoy el escritor con las exigencias que la sociedad impone a cualquier personaje
público? No parece. Miguel Delibes fue un católico sin exageraciones, contrario,
eso sí, al aborto; amante de la naturaleza pero también, ay, cazador. Nada de
pose ‘malasañera’, ni vida desordenada. Su compromiso fue con los más
desfavorecidos desde la compasión, nunca desde el dogma. ¿Podría ser esto asumido
por ‘las redes’ que buscan siempre ese descafeinado añadido rebelde para que un
autor quepa en el molde?
A Delibes le importa la tierra
castellana, que no ha sabido proporcionar a sus habitantes un hogar amable
(‘Las ratas’), pero sí una impronta poderosa, definitiva. Hay nostalgia del
paisaje áspero. Pero la tierra no es el simple escenario; también forja el
carácter del personal.
Hay
en Delibes, en su obra y en su biografía, algo que se retiene a este lado de la
felicidad. Frente a las promesas del progreso permanente, el nuevo consenso
social no penetra la vida en la dimensión más íntima que propone el
vallisoletano. Esa fidelidad hacia lo que la cursilería reinante ha bautizado
como “los de abajo” no se proyecta en una abstracción más o menos próxima a la
realidad, sino en la composición de historias hondas y bellas.
La
ficción hoy está proscrita y el consumidor prefiere la proliferación de datos,
vídeos y réplicas; breves textos con los que colmar las redes sociales de
munición partidista. Habiendo tertulias y tuiteros, los relatos se relegan como
lujos innecesarios, inútiles para el arreglo del mundo. ¿Pero qué puede ofrecer
la literatura en los tiempos de la conexión? Quizás, irónicamente, un encuentro
mucho más cercano con aquello que importa. Lo que se cuenta en la distancia
corta, el disparo del señorito al ave de Azarías y su posterior ahorcamiento en
‘Los santos inocentes’, dice más de la vida en su manifestación brutal que docenas
de informativos tratando a diario el tema de la “España vaciada”.
Tolerancia
Como
Jiménez Lozano, la religiosidad de Delibes estuvo muy alejada de la dogmática
cerril. Su última obra, ‘El hereje’, tiende la mano al distinto, lo reivindica
frente al poderoso. El suyo es un cristianismo entendido como pleno humanismo.
En referencia a Jiménez Lozano, el poeta Jon Juaristi decía compartir su
“escueta concepción pascaliana de Dios y de la fe”. Lo mismo podría atribuirse
a Delibes. Dios, como cualquier otro concepto, cualquier otra idea -y más si
hablamos de la divinidad bíblica- surge de lo pequeño y abandonado; de la
tristeza y la derrota. El boato del ceremonial languidece frente al rostro que
sufre.
Así, no tuvo reparos en
compartir también Delibes su dolor por la pérdida. En concreto, la de su
esposa, muy joven, Ángeles de Castro, a quien homenajearía en ‘Señora de rojo
sobre fondo gris’. Ese no querer recuperar del todo el ánimo; el atarse al
sufrimiento más inconsolable en la época del optimismo lo sitúa en ese espacio
de sabia privacidad de quien no se deja arrastrar por la moda. Como el viejo
Cayo que relató Delibes, al que su época quiso convencer sin conseguirlo.
* Artículo publicado el 16 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés
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