La
noticia del fallecimiento de Ernesto Cardenal parece llegar desde otro milenio.
La biología tiene estas cosas. Si uno vive mucho y resiste las acometidas de la
enfermedad y de los años corre el riesgo de convertirse en reliquia; en monumento
para visitar los días de fiesta. Definitivamente, no era éste ya un mundo para el
padre Cardenal, ni quizás para nadie que pretenda ajustar su época y su entorno
desde un compromiso de ingenuidad ética. La justicia languidece hoy bajo la
tiranía de la pose digital.
La
poesía de Cardenal puede ser discutida. La suya no es, desde luego, una obra
rotunda que se imponga entre las más altas. Tuvo el nicaragüense sin embargo la
virtud de componer una vida según criterios propios, aun con vocaciones en liza que quiso conciliar a su manera. El primer tomo de sus memorias, ‘Vida
perdida’ (1999), presenta al joven poeta enamoradizo del que brota la querencia
mística y que renuncia a la literatura para enrolarse en la orden trapense.
Dios o poesía, dilema que más tarde dará lugar a otro más polémico: Dios o la
revolución.
Las
memorias de Ernesto Cardenal, completadas con otros dos tomos, enuncian una
personalidad infantil, posiblemente errada en la elección de los compromisos,
pero muy atrayente en su franca expresividad. El sacerdote avanza en el siglo dejándose
guiar por ese Dios que una vez lo llevó de Managua al monasterio de Nuestra
Señora de Getsemaní, en Kentucky -donde conoció a su maestro Thomas Merton-,
para más tarde conducirlo a través de la guerrilla sandinista y el Ministerio
de Cultura hasta la última disidencia contra el otrora bendecido Daniel Ortega.
Lo dijo Cardenal en la primera
página de ‘Vida perdida’: “Fue como si de pronto ya todo el universo se me
llenara de Dios”. Así ha sido.
* Columna publicada el 03 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario