Tuve
el privilegio de entrevistarlo hace casi ya seis años, por nada en especial; en
aquel tiempo me apetecía, aunque fuese por un instante, cruzar mi camino con el
suyo, tan rotundamente sabio. José Jiménez Lozano me dijo que no le gustaban
las entrevistas, que prefería abordar por escrito el cuestionario porque, en
una conversación, su timidez le hacía apresurarse en las respuestas y que,
teclado mediante, era capaz de darle a cada pregunta una contestación precisa.
De
tal manera que, un día, a vuelta de mi correo electrónico, me encontré con el
mensaje; un texto ordenado, colmado de frases apetitosas, profundas, en su
castellano perfecto. Yo no merecía tanto. Tuve incluso la osadía de pedirle que
matizara algo y volvía a formularle preguntas para que aquella breve relación
no se interrumpiera tan tempranamente. Él, armado de paciencia, contestaba
siempre con gran respeto cuando volvía a casa en el autobús que lo traía de
Valladolid a Alcazarén.
Hoy
he vuelto a leer esa entrevista. El titular elegido establece, creo, la gran
queja de Jiménez Lozano, la falta imperdonable del mundo moderno: “el hombre ya
no es hijo de la historia”. Ahora se cultivan, dijo, los ‘elotianos’ hombres
huecos; seres sin otra identidad que la impuesta por la política y la economía
y “condenados a vivir en un mundo sin significado”. Precisamente, para
encontrar el significado, para no desistir en su búsqueda, Jiménez Lozano se
rodeó de la compañía de otros autores de los márgenes: Spinoza, Flannery
O’Connor o Simone Weil emergían de su obra como emblemáticos portadores de una
actitud reivindicativa de humanidad plena, no condicionada por la hostilidad de
su época.
La pérdida de José Jiménez
Lozano es otra herida que se inflige a la cultura como compromiso de libertad
creadora, de relato que se transmite para no perdernos.
* Columna publicada el 10 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés
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