- El relativismo propio del actual devenir político español clama al cielo. Los acontecimientos que podrían nutrir los debates y las propuestas, tan necesarias para ir construyendo la democracia, rara vez los palpamos desde la ciudadanía y se quedan estacionados en manos de la clase dirigente. La ausencia general de “estadistas” en el poder impide de facto cualquier avance de la sociedad desde la ciudadanía. Ejemplo evidente de esta actitud es la última polémica con lo que llamamos la “memoria histórica”. Algo tan evidente como la rehabilitación y reivindicación de los hombres y mujeres que lucharon por la libertad en este país, se ve truncada por una mezcla de discurso político del PP y su avanzadilla mediática. Ahora se vuelve imposible un análisis sereno y constructivo del asunto. Así también, las críticas al estatuto catalán del PP (y Ciudadanos de Cataluña) se han tomado como una muestra evidente de anticatalanismo sin que nadie se concentrara en la posibilidad de que los argumentos de aquéllos tuvieran algo de razón. Yo lo veo y no quiero creerlo. Sé que este texto puede tomarse como un ejercicio de “buenismo” intolerablemente equidistante. Pero no es mi intención. Quiero, sin embargo, mostrar la palpable realidad de que los políticos españoles, prácticamente en ninguna ocasión, abren debates, elaboran propuestas, toman iniciativas. Es lo más caro de la democracia y ellos optan por lo barato: el mantenimiento permanente del poder como última expresión. Nada más que eso. Podemos verlo en las votaciones del congreso: ni unos ni otros votan nunca en contra de su partido aún cuando la ley los ampara. El caso de Irak por el PP o del Estatut por el PSOE es tristemente paradigmático. No digo que tuvieran que hacerlo sino que extraña que ninguno lo haga.
La figura a reivindicar (con todos sus defectos y limitaciones) podría ser Adolfo Suárez. Un hombre que se la jugó de verdad: legalización del PCE, la autodisolución de las Cortes franquistas, la convocatoria de elecciones…todo ellos con la oposición del ejército y de los sectores de la izquierda que, a priori, se negaron a mostrarle un apoyo explícito. Su intento de reforma política da una muestra de lo que significa tomar decisiones e intentar crear un sistema cómodo para todos.
El asunto nacional de España es lo que interrumpe cualquier posible cohesión del país, interfiriendo gravemente en el avance unitario de la sociedad. No ha habido un único presidente tras Suárez que haya abordado ese asunto desde la coherencia y la responsabilidad que el cargo merece. El miedo, el terror que inspira la posibilidad de que un asunto de ese calibre dañe la figura política de un presidente y de un gobierno ha paralizado tradicionalmente una salida pactada al problema. Aznar, pese a sus logros antiterroristas, fue incapaz de solucionar este tema e incluso lo agudizó, remarcando la distancia entre los españoles. El asunto no necesita de extremismos ni de trileros (de esto último, Zapatero sabe un rato). Yo espero que más temprano que tarde aparezca en el televisor la figura de un estadista de verdad que acepte la existencia de un conflicto identitario grave en nuestro país y que muestre su voluntad de solucionarlo. Así además le arrebataría al nacionalismo su postura tradicionalmente victimista. Pero eso no es la negociación a escondidas, el regateo. Es la mayoría de edad. Lo más urgente. Primero la paz, desde luego, pero después, por favor, la política, el diálogo y la creatividad.
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