sábado, julio 22, 2006

No Tuvimos Elección


- No acabo de ver la repetida fórmula: “la pena de muerte supone un trato inhumano al condenado” aplicada en la vida real. Cualquier crítica que se vierte sobre aquélla insiste en mostrar la aparente animalización del ejecutado. Como si eso fuera posible. Se trataría de alejar tanto a un sujeto de una vida plena y satisfactoria que éste, presionado y nervioso, se dejaría llevar hacia la tumba perdiéndose en el camino. No creo que sea ahí donde vale la pena ahondar. Yo creo, más bien, que la deshumanización, el alejamiento expreso de los hombres de cualquier moral y elemento digno viene produciéndose entre la comunidad y el grupo de hombres concreto que lleva a cabo una ejecución. A saber, la experiencia de ver a un hombre sufrir hasta expirar y no hacer nada para impedirlo. Fíjense bien que no hablo de accionar el botón de la silla eléctrica o de encontrar la vena apropiada que acoja la inyección letal. Me refiero al momento de la agonía, al acto de atar al condenado, de cubrir su rostro con una capucha negra. Ahí viene lo inhumano: nadie entre el público o entre los policías; ni siquiera el sacerdote habitual en esos casos o los familiares de las víctimas del crimen mueven un solo dedo para sacar al ejecutado de su “Gólgota”. Es la diferencia fundamental entre ser hombres y no serlo. El asesinato, la eliminación de la vida cabe en todas las expresiones animales de nuestro planeta. Así, un león africano que se hace con el poder de la manada tras vencer a un opositor, dará muerte a los cachorros de éste. Por no hablar de la Mantis Religiosa y otros insectos repugnantes. El hombre se diferencia de estos otros seres en su capacidad de sobreponerse a la muerte desde la solidaridad. No sería, ésta, otra cosa que la pura ayuda de unos hacia otros. Echar una mano al que está en dificultades. Al que se muere. Todo eso brilla por su ausencia en el espectáculo de una ejecución. El silencio obligado de los asistentes, la atmósfera de falso respeto, de repugnancia hacia lo que se va a ver, suple al instinto primero que obligaría a liberar de sus ataduras al moribundo y tratar de reanimarlo…No sé. Es difícil rodear una vida de andamiajes legales, religiosos, comunitarios para terminar con su existencia. Es monstruoso. Pero quizás este último calificativo no sea apropiado a la hora de hablar desde la “civilización”. Todos los que pagan con sus impuestos al verdugo, los que, desde la indiferencia, permiten que se establezca como normal y moralmente defendible la pena de muerte, los que miran hacia otro lado…Todos ellos son los cómplices de una victoria de lo más miserable que tenemos sobre lo más bello. Y es la pena de muerte, en efecto, y es la guerra, y es el hambre. Cada vez que se defiende un “daño colateral” que nos hace un poco más viejos. Y que nos deshumaniza. Porque permanecer sentado viendo cómo un hombre patalea hasta morir sin hacer nada, sin romper los cristales, sin arrancarle la capucha que le impide respirar es estar jodido. Muy jodido.

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