‘La cúpula’ es una
serie de televisión, basada en la novela homónima de Stephen King, que Antena 3
emite semanalmente para el público patrio. Su argumento es simple e inquietante:
una misteriosa cúpula cae repentinamente sobre un pueblo estadounidense,
aislándolo del resto del país. Los intentos del ejército para destruirla resultan
estériles y sus habitantes deben acostumbrarse a convivir con la posibilidad de
que su encierro sea permanente. Sobra decir que uno no debe entregarse a las
teorías ‘conspiranoicas’ y afirmar que la emisión de este producto se debe a la
postura oficial del Grupo Planeta -gestor de Atresmedia y, por lo tanto, máximo
responsable de la cadena- ante el desafío soberanista catalán. Lara no hilaría
tan fino.
Más allá de la discusión
sobre la calidad de ‘La cúpula’, resulta difícil obviar el paralelismo que
existe entre ambas ficciones y, por supuesto, no destacar las sustanciales
diferencias en su tratamiento. En principio, el desarrollo de la serie (como sucede con 'Perdidos' o 'The Walking Dead') empuja
al espectador a enfrentarse a un hecho terrorífico: la fractura de la
civilización, el retorno a un estado político primitivo, donde la ley pierde toda
eficacia. El poder, habitualmente contenido por el respeto al orden legal,
demuestra carecer de escrúpulos y se convierte en caciquismo sin diques de
contención.
Los guionistas, todo
hay que decirlo, se esfuerzan para no apostar por un comunismo de supervivencia.
La forma de ordenar los escasísimos recursos con los que cuenta la población se
explica de manera confusa y contradictoria, remarcando siempre la lucha contra
los saqueos y la ley del más fuerte.
Pero, lo interesante, es
que, en ‘La cúpula’, el llamado ‘derecho a decidir’ se asume como una
maldición. En una escena de la primera temporada, se aborda este asunto de forma
explícita. “Aún somos ciudadanos de los Estados Unidos”, dice uno de los
héroes. “Desde que cayó la cúpula, ya no lo somos”, le responde un personaje derrotado
por el cinismo. De lo que se trata, en resumen, es de descubrir la vía para
reintegrarse en el país, huyendo de la excepción. Con ese objetivo, se libra
una batalla -física y moral- contra aquéllos que se aprovechan del aislamiento.
Como verán, la analogía ha dado de sí.
Lamentablemente, como
cualquier símil, éste no deja de ser un intento vano de forzar la realidad, de
empequeñecerla. La vida es siempre más rica, más terrible, incluso, que la
ficción. Los ingredientes que manejamos en España serían, sencillamente,
impensables en una obra como ‘La cúpula’. Al espectador no se le puede privar
de asideros.
Se trata de aceptar lo irrebatible:
frente a los estadounidenses que esperan más allá de la cúpula, los españoles
no existen. Ésa es la principal diferencia. Ya no queda lugar al que volver,
espacio donde reencontrarse. Ahora hay catalanes independentistas, madrileños
de la Botella, vascos abertzales, vecinos de Gamonal, profesionales del ámbito
educativo o sanitario, católicos de Rouco, gallegos, “andaluces de Jaén,
aceituneros altivos”, mineros, cántabros de Regüelta, gente del Opus,
espectadores de Cuatro o 13TV… Pero, españoles, no. Por ese motivo, cuando algún
político o articulista bienintencionado cita la constitución, afirmando que la “soberanía
nacional reside en el pueblo español”, sus palabras se reciben con recochineo o
indiferencia. ¿De qué pueblo español hablará este hombre?, parecen preguntarse los periodistas.
Ya sea engañados o
dejándonos hacer, el caso es que el país ha desaparecido -¿ha existido alguna
vez?- bajo la caricaturización interesada que se le opone. El discurso dominante
defiende que, hoy, España es, a grades rasgos, Mariano Rajoy y el ejército, el
toro de Tordesillas y los becerros de Algemesí, la corrupción y el ladrillo,
Iniesta y La Roja. España te deja sin sanidad y educación y te desahucia.
España te roba.
En fin, la política. A
estas alturas, ya deberíamos saber que sin un cuerpo ciudadano del que,
realmente, emanen los poderes del estado, todo es equilibrio sobre la nada, una
caja pública de la que enriquecerse. Lo han sabido bien los mandatarios, pero
da la impresión de que la alternativa rebelde contra la ‘partitocracia’ no valora
la unión, sino la fractura. A todos los niveles. En este contexto, quizás la
cúpula sea, como diría el griego, “una solución, después de todo”.
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