La historia de España
se resume en la condena moral de un par de personajes por década. Así, en la
lista patria de la infamia, nos encontramos con individuos como el conde Don
Julián, Torquemada, Fernando VII, Godoy, los Primo de Rivera, Franco, Felipe o
Zapatero, Aznar, Rajoy, Urdangarin, Rato, Blesa, el pequeño Nicolás… Dianas, todos ellos,
de las filias y fobias de la piel de toro. Lo importante aquí es la culpa, que
se dispara hacia unos cuantos, dejando a salvo la conciencia de la gran tribu
nacional. El discurso político e informativo favorece esta actitud. Sitúa al,
digamos, español medio en un terreno de serenidad y sueño plácido. De
indignación.
Por ese motivo, las constantes homilías mediáticas, que tratan de convencer al espectador de su inocencia -mientras señalan, con dedo acusador, únicamente a determinados representantes institucionales o financieros-, pueden ser útiles a corto plazo, pero peligrosísimas para el futuro del país. Y, por supuesto, terriblemente cínicas. Muchos robaron o se beneficiaron del robo. O suplicaron por él. Y otros, callaron en la comodidad de las vacas gordas. Quizás estamos confundidos y no seamos buenos vasallos que no tienen buen señor. Es posible que, lamentablemente, lo peor de España seamos, en fin, lo españoles.
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