Xavi es un catalán
menudo y vivaracho. Tan delgado, que parece descoyuntarse a cada gesto, pero
sorprendentemente ágil como un duende revoltoso, como Raúl en el área.
Desde hace cuatro años, ejerce de guía español en Ámsterdam. Trabaja para una
compañía turística, con presencia en toda Europa, cuya filosofía es la
gratuidad. A saber, los trabajadores viven únicamente de las propinas que sus
clientes tienen a bien entregarles al finalizar las tres horas de recorrido. Es
cierto que, en principio, resulta difícil concebir que alguien pueda tener la
desvergüenza de hacer mutis sin pagar, pero Xavi no quiere sorpresas y se
empeña en ofrecer un servicio trepidante. El barcelonés, lejos de contentarse
con escupir datos, reviste sus explicaciones de anécdotas y chascarrillos, en
una ciudad que da para eso y para más. El Barrio Rojo, los legendarios ‘coffeeshops’, la peculiar arquitectura de la ciudad
-con fachadas estrechas y ligeramente inclinadas hacia adelante-, las beguinas,
los canales, el mercado de las flores, el queso, el comercio… Todo es motivo de
fiesta y chiste, sin obviar la información pura y dura. Bien está.
Lo interesante
para nosotros llegó, sin embargo, casi al final de la ruta. Partimos de la plaza Dam
y desembocamos junto a la casa-museo de Ana Frank. Xavi se situó, entonces, junto a uno de
los triángulos que conforman el Homomonument -diseñado por Karin Daan y dedicado a los homosexuales que
han sido víctimas de persecución- y pronunció su último discurso. Cabe la
posibilidad de que sus palabras tuvieran el objetivo de enternecernos para que
soltáramos la guita, pero no seamos cafres. El caso es que el chico consiguió tocarnos
la fibra sensible. Ahí, de pie, en recogimiento, bajo el esquivo sol holandés,
nos habló de los judíos, de las minorías sexuales y de la rebelión de la
ciudadanía de Ámsterdam contra el nazismo durante la ocupación. No hubo
chistes, ni anécdotas escatológicas.
El joven guía finalizó con una bella referencia a los valores
de la ciudad. En Ámsterdam, dijo, nadie juzga, ni desprecia al prójimo por el
color de su piel, su orientación sexual o sus creencias religiosas. El respeto
al otro, que ha sido bandera de esta sociedad comercial y abierta desde hace
siglos. La voluntad de superar la extranjería, las fronteras viscerales que
oprimen y separan. La confianza en la libertad y la convivencia. Todo lo que
hoy nos parecen lujos en un discurso ibérico tomado por los que exigen control
y diferencia, de un lado o de otro.
Qué afortunada la ciudad que propicia siempre el encuentro de sus
habitantes en un legado común de lucha por el bien; que es capaz de celebrar la
derrota del odio. En los momentos de zozobra, imagino, los ciudadanos pueden
detenerse un instante, volver la mirada a la casa de los Frank, al Homomonument,
al respeto que riega su vida. Y enorgullecerse de las batallas libradas y de la
construcción de una sociedad libre. Alegrarse de haber vencido.
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