sábado, octubre 04, 2014

Xavi





Xavi es un catalán menudo y vivaracho. Tan delgado, que parece descoyuntarse a cada gesto, pero sorprendentemente ágil como un duende revoltoso, como Raúl en el área. Desde hace cuatro años, ejerce de guía español en Ámsterdam. Trabaja para una compañía turística, con presencia en toda Europa, cuya filosofía es la gratuidad. A saber, los trabajadores viven únicamente de las propinas que sus clientes tienen a bien entregarles al finalizar las tres horas de recorrido. Es cierto que, en principio, resulta difícil concebir que alguien pueda tener la desvergüenza de hacer mutis sin pagar, pero Xavi no quiere sorpresas y se empeña en ofrecer un servicio trepidante. El barcelonés, lejos de contentarse con escupir datos, reviste sus explicaciones de anécdotas y chascarrillos, en una ciudad que da para eso y para más. El Barrio Rojo, los legendarios coffeeshops’, la peculiar arquitectura de la ciudad -con fachadas estrechas y ligeramente inclinadas hacia adelante-, las beguinas, los canales, el mercado de las flores, el queso, el comercio… Todo es motivo de fiesta y chiste, sin obviar la información pura y dura. Bien está.

Lo interesante para nosotros llegó, sin embargo, casi al final de la ruta. Partimos de la plaza Dam y desembocamos junto a la casa-museo de Ana Frank. Xavi se situó, entonces, junto a uno de los triángulos que conforman el Homomonument -diseñado por Karin Daan y dedicado a los homosexuales que han sido víctimas de persecución- y pronunció su último discurso. Cabe la posibilidad de que sus palabras tuvieran el objetivo de enternecernos para que soltáramos la guita, pero no seamos cafres. El caso es que el chico consiguió tocarnos la fibra sensible. Ahí, de pie, en recogimiento, bajo el esquivo sol holandés, nos habló de los judíos, de las minorías sexuales y de la rebelión de la ciudadanía de Ámsterdam contra el nazismo durante la ocupación. No hubo chistes, ni anécdotas escatológicas.  



El joven guía finalizó con una bella referencia a los valores de la ciudad. En Ámsterdam, dijo, nadie juzga, ni desprecia al prójimo por el color de su piel, su orientación sexual o sus creencias religiosas. El respeto al otro, que ha sido bandera de esta sociedad comercial y abierta desde hace siglos. La voluntad de superar la extranjería, las fronteras viscerales que oprimen y separan. La confianza en la libertad y la convivencia. Todo lo que hoy nos parecen lujos en un discurso ibérico tomado por los que exigen control y diferencia, de un lado o de otro.     

Qué afortunada la ciudad que propicia siempre el encuentro de sus habitantes en un legado común de lucha por el bien; que es capaz de celebrar la derrota del odio. En los momentos de zozobra, imagino, los ciudadanos pueden detenerse un instante, volver la mirada a la casa de los Frank, al Homomonument, al respeto que riega su vida. Y enorgullecerse de las batallas libradas y de la construcción de una sociedad libre. Alegrarse de haber vencido.  

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