Salvo el miedo, nada
parece haberse conservado de la otrora brava civilización occidental. El miedo
es un rasgo evolutivo que impide, entre otras cosas, la atracción del ‘balconing’
o las negligencias incorregibles. Los temores, sin embargo, parecen
multiplicarse en la era digital, acaso provocados por la presencia cotidiana,
constante, incansable, de los otros.
Que ya nadie hable de
la libertad en los discursos públicos, ni se reivindique la autonomía
individual en la relación con los poderes, anuncia una nueva era de colectivismo
a la que ya sólo queda elegirle color. Las palabras pesan cada vez más, el
matiz se deshace antes de ser dicho para no chocar con el muro de las
militancias. ¿Miedo? Claro, mucho.
El asesinato de Laura
Luelmo, por ejemplo, ha despertado, junto a la justa ira de las personas de
bien, una querencia por el espectáculo más necrófilo: a Luelmo un miserable le
arrebató la vida, pero otros se apropian hoy de esta trágica historia con fines
propagandísticos. La pérdida de la identidad, la expropiación de los nombres
propios, privados, convertidos en munición, es un preludio de la voladura total
de la convivencia.
Ante eso, poco puede
hacer ya nadie para salvaguardar la escasa legitimidad de las instituciones.
Pervertidos por la corrupción y la mediocridad de los partidos políticos, los
fundamentos democráticos languidecen; los esfuerzos por reivindicar la
presunción de inocencia, la libertad de expresión y la posibilidad de disentir
de los mantras dominantes son en vano ante los abanderados de la
“transformación social”.
La
proliferación de portavoces políticos autoproclamados -los nuevos catequistas
de las redes-, guardianes del mensaje supuestamente más puro, siembra el
terreno público de eslóganes y campañas que dirigen el foco en un sentido o en
otro. Hay cosas que pueden decirse; elementos identitarios o sexuales que vale
la pena destacar. En definitiva, fobias bien vistas en este nuevo siglo que
prometía terminar con todas ellas. Ojalá pronto la familia de Laura Luelmo
pueda recoger su nombre como Príamo recogió el cadáver de Héctor, arrastrado
públicamente por su verdugo, Aquiles, exhibido como un trofeo o una
advertencia. Y puedan ellos, por fin, llorarla.
* Columna publicada el 26 de Diciembre de 2018 en El Diario Montañés
Algo ha debido de
pasar en el planeta que nos hemos quedado sin dictadores. Poca broma. Quizás
sea cosa del cambio climático, que habría borrado a los tiranos como hace con
todas las especies vulnerables. ¡Cuántas veces nos habrán avisado los
científicos del apocalipsis que vendrá por la extinción de las abejas! Con
ellas aún hay esperanza, pero lo de los dictadores tiene peor pinta.
Como no soy un experto,
sólo puedo quejarme de este paisaje yermo. Sin un Fidel o un Pinochet domando a
las fieras, como que falta algo, ¿no les parece? La rectitud del mostacho, esas
gafas oscuras, el sable del coronel. Y no me negarán la emoción de un buen
desfile y del paso de la oca con el que los uniformados nos decían “mirad cómo
aplastamos el ‘habeas corpus’”. Era muy emocionante.
Lo he dicho en alguna
otra parte: qué lástima no haber podido vivir los tiempos de los dictadores.
Teníamos uno en España, pero se nos marchitó de viejecito. Nuestros padres y
abuelos lo vieron menguar hasta casi desaparecer en el balcón del Palacio de
Oriente. Hoy no hay dictadores; no los busquen. ¡Jesús, María y José, si los
hubiera o hubiese! ¿Se imaginan a los políticos de ahora en la trinchera,
defendiendo la libertad de todos? Yo tampoco.
El inolvidable Franco
lo expresó, al menos, una vez: no hay mal que por bien no venga. Pasaron los
días de zozobra. Ahora todo es gestión y negocios. Insisto, lo más cercano a un
dictador, ya lo saben, descansa, exactamente, a cincuenta y ocho kilómetros de
Madrid; en el Valle de los Caídos, esa fortaleza desde donde, según dicen, el pequeño
cruzado aún inspira al personal.
Nada
queda del estilo Tapioca de San Theodoros. El planeta, finalmente, se ha
civilizado y no es un crimen confortarse con la amabilidad de los nuevos jerarcas:
esa venerable presencia de Alí Jamenei, la sonrisa de Mohamed bin Salmán o el
empaque de Xi Jinping, que bien merece la llave de la capital que le ofrece
doña Manuela. Oiga, pero, ¿y la represión? Calle, no se me ponga ‘vintage’.
* Columna publicada el 12 de Diciembre de 2018 en El Diario Montañés
Para contemplarlo, hay
que recorrer antes todo el enorme recinto del Museo del Vino, en Briones.
Comparte espacio con otras obras de postín y no destaca entre el resto de
homenajes al fruto de la vid y del trabajo del hombre. Adrián, el guía, nos ha
explicado el sentido de la institución; un tributo, desde La Rioja, a la
cultura vinícola del mundo. Yo, que iba más o menos a la aventura, quedé
gratamente sorprendido del sólido orden de lo expuesto para la comprensión del
neófito.
Pero estaba hablando
del final del recorrido, cuando la información sobre el funcionamiento mecánico
de la bodega deja paso al estudio del impacto del vino en la civilización.
Esculturas dedicadas al dios Baco y elementos funerarios egipcios preceden a la
colección de arte contemporáneo, en la que, junto a pinturas de Juan Gris, Chagall o Tàpies, descubrimos la
obra ‘Entre dos luces’, un óleo de Sorolla fechado en 1898.
Frente a sus cuadros más
emblemáticos, que reflejan de manera incomparable la luz mediterránea, este
óleo solitario corresponde, según nos relata el guía, a su etapa costumbrista,
donde Sorolla se centra en la reproducción exclusiva de tipos humanos. La
visión de la escena no deja lugar a dudas; lo que brota del lienzo es, en
verdad, casi un arquetipo: un hombre sonriente y desdentado sostiene con firmeza
un porrón de diseño levantino -con el pitorro, a diferencia de la rectitud
conocida en otras partes del país, levemente curvado-.
Pensando en el
hombrecillo del porrón, y en la muestra que prepara el Thyssen para el mes de
febrero de 2019 sobre Balthus, recuperé, de pronto, mi intermitente querencia
por el arte figurativo; esa atracción por el misterio de la representación del individuo
en los cuadros mejores. Balthus, al igual que otros artistas, como Lucian Freud,
plasmó la perturbadora individualidad del siglo XX y la extrañeza ante el
contradictorio desafío de la carne. En el documental ‘Painted Life’, producido
por la BBC, Esther, una de las muchas hijas de Freud, que sirvió como modelo
ocasional de su padre, definía de esta forma el trabajo del creador: “no
pintaba una imagen de mí, sino lo que yo era en realidad”.
Quizás, el arte cumple
su función al permitirnos imaginar lo que esconde. La posibilidad, en
definitiva, de la invención, del camino propio más allá de la propaganda o el significado
puramente comercial. Un hombre, desde luego, conserva algo de todos los
hombres, pero el artista tiene la obligación de rescatarlo del rebaño.
Escribió
el poeta Goytisolo: “Un hombre sólo, una mujer/ así, tomados de uno en uno,/
son como polvo, no son nada”. ¡Quién pudiera decirle hoy a José Agustín que no,
que lo son todo; que no hay nada más sagrado que una persona única! Podríamos
decírselo también a Yolanda Domínguez, directora de la campaña ‘Hola, soy tu
machismo’, que renuncia a la individualidad por la revolución.
* Columna publicada el 29 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés
Resulta sorprendente,
y a la vez perturbador, comprobar cómo las experiencias políticas fallidas y el
escandaloso número de muertos no han privado a la utopía de su funcionalidad y
prestigio en este aún púber siglo XXI. Muchos opinan, a este respecto, que la
querencia utópica siempre ha formado parte de la naturaleza del ser humano,
incapaz de conformarse con los límites y decepciones de la vida. El individuo,
simplemente, no puede dejar de proyectar una respuesta más limpia y justa a la
mediocridad del mundo.
Quizás, precisamente
por ese ir en contra del caos que parece traer consigo la obsesión por el
crecimiento económico descocado -sueldos precarios, inseguridad familiar, falta
de asideros espirituales-, la sociedad mantiene bien sujetas las ideas
antiguas, es decir, el romanticismo de la placidez rural, aquella estampa de
vecinos que se conocen y se tratan en pequeños ámbitos no contaminados.
La contaminación es
importante para comprender la utopía. Las fantasías de la política-ficción
pasan, en general, por el rescate del municipio (cuanto más pequeño, mejor)
como espacio que compartir frente a la maquinaria del estado y las grandes
fábricas. El gusto, en definitiva, por las costumbres de perfil bajo al más
puro estilo Hobbiton.
Para alcanzar el
territorio de la utopía es necesaria, por supuesto, una ruptura. Todas las
grandes propuestas de organización social requieren, al parecer, violencia y
piedras que vuelen, beligerantes, en una misma dirección. Al otro lado, sin
embargo, suelen estar quienes, hasta fechas recientes, han sido conciudadanos,
previa y convenientemente deshumanizados. La reacción -o la revolución que, en
este caso, viene a ser lo mismo- no escatima en armas ni en cadalsos.
El programa máximo se
resume, por tanto, en la primera persona del plural; en un “nosotros” depurado
de elementos provocadores. En la historia tenemos ejemplos a puñados. No citaré
ninguno por aquello de no banalizar. La reacción revolucionaria (o la revolución
reaccionaria) dirige su rabia contra la ciudadanía, concepto incompatible con
la parálisis ideológica. Esa parálisis incuba orgullosos monstruos, como
tuvieron ocasión de comprobar los organizadores del acto de España Ciudadana en
Alsasua. Los Savater y compañía fueron recibidos con insultos, piedras y
campanas parroquiales, en un talante medieval muy de leyenda negra (en esta coyuntura,
antiespañola). Las imágenes despertaron, una vez más, la envidia de los
militantes de la izquierda transformadora en el resto del país, que ven en
Alsasua la pequeña e ideal localidad utópica, libre de contaminación “estatal”,
donde se cumplen sus sueños más inconfesables de limpieza y mando.
Desde
luego, estas preferencias patológicas se parecen mucho a las de cualquier
genocida con pedigrí. Pero eso ellos ya lo saben y no les importa en absoluto.
¿Sobrevivirá la ciudadanía a los envites de estos viejos totalitarismos que
pretenden ignorarse gracias a la proliferación de la incultura? La cosa está
difícil porque el ciudadano es siempre un extraño y, en realidad, el poder
político prefiere a los lugareños.
* Columna publicada el 14 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés
Uno echa de
menos, a veces, la misa. Dicen que es lo más normal del mundo porque la vida
adulta se justifica hoy en un alejarse de las rutinas del pasado. La eucaristía
no se sostiene, para la fe del carbonero, sobre páginas de teología o
encíclicas romanas, sino en el drama que se representa insistentemente contra
el tiempo. Los cristianos acuden a las parroquias para dar cuenta de los años
vividos y entregar su parte del botín de la salud conquistada. Como cualquier vehículo
que avanza sin obstáculos con el piloto automático puesto, así el cristiano
reserva la mañana del domingo para el Señor.
Los
pensadores modernos han destacado siempre la supuesta hipocresía del feligrés. La
prueba del fraude, según esta crítica, radicaría en el comportamiento gregario
del personal, en las prisas por irse a tomar el vermú. Había razones para la
sospecha: las oraciones dichas rápido y mal, la paz que se da sin ganas, ese
padrenuestro de carrerilla o la homilía somnífera, repleta de tópicos y guiños
incomprensibles al enrevesado dogma. Yo, sin embargo, pienso que la palabra era
entonces -quizás lo siga siendo- lo de menos. La atención al mensaje no era imprescindible,
por ejemplo, en la misa de doce (¿o era de las doce y cuarto?) en la Compañía.
Lo importante era estar; interrumpir las apetencias del cuerpo el día de
descanso, entregar media hora a las Alturas y al recogimiento. Luego, eso sí,
el sándwich de jamón y queso en La Madrileña, que quedaba enfrente.
La derrota
de la Iglesia en las ciudades occidentales coincide con el regreso voraz de las
palabras. El papado había sido, durante siglos, enemigo declarado de la palabra
como fundamento de falsos profetas. La Sola scriptura protestante había roído el compromiso
católico contra la verborrea y la memorización integristas. En Estados Unidos,
país fundado por disidentes religiosos, la proliferación de iluminados y
fanáticos fue, desde siempre, motivo de cachondeo general, pero aquí, en
Europa, las cosas tienen mucho menos brillo.
La renuncia del viejo
continente a sus raíces judías y cristianas -y, por lo tanto, a la sacralizacióndel tiempo- crea
las condiciones para que las palabras contraataquen. Las redes sociales, esos
templos virtuales sin cimientos pero con gárgolas, proyectan las
manifestaciones más descaradas de la fanfarria. Y, entre col y col, totalitarismo:
control del lenguaje, relatos supremacistas, voladura de la presunción de
inocencia, yihad y naciones sin estado; en resumen, un nuevo adanismo
perturbador. Yo, lo confieso, cuando tiendo la ropa o plancho, me pongo YouTube
de fondo con alguna conferencia de Zakir Naik, de Pedro Varela, o de Cao de
Benós -o alguno de los ‘Fort Apache’ pendientes-, y se me caen los calcetines del
asombro por encontrarme ante tantísimos discursos sin moral. Pero, rápidamente,
me repongo y vuelvo a echar de menos aquellos mediodías de domingo en la
Compañía, con homilías perfectas para no prestar atención.
* Columna publicada el 31 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés
El
cantante belga murió el 9 de octubre de 1978 tras publicar ‘Les Marquises’, su
legado artístico y moral
“Me largo,
eso es todo”. En 1966, Jacques Brel anunció su retirada de los escenarios. No
dio ninguna explicación. Un año más tarde, el 16 de mayo de 1967, tras cumplir sus
compromisos profesionales, cerró la gira de despedida con un concierto en el
Casino de Roubaix, en el norte de Francia, cerca de la frontera belga. Fue la última
vez. Muchos han querido descifrar desde entonces el misterioso mutis del
cantante; algunos -es el caso de su amigo Georges Brassens-, destacando el
agotamiento de Brel como preludio de la enfermedad que acabaría derrotándolo.
Otros, más perspicaces, interpretan su decisión como un acto de ruptura. Es muy
posible que la seguridad de haber alcanzado el pleno dominio de sus facultades
artísticas lo convenciera para no acomodarse en una fama plácida.
Ya había
dado muestras Brel de su talento para rebelarse contra cualquier espejismo de
respetabilidad. Así, en 1953, después de tres años de matrimonio con Thérese
Michelsen, ‘Miche’, siendo padre de dos hijas (la tercera nacería en 1958) y
bien colocado en la empresa familiar, abandona Bruselas y se traslada a París.
Atrás quedan la vida medida y la inercia del deber. La celosa y, a menudo,
cruel defensa de su libertad lo devuelve a la intemperie en 1967; pero esta vez
ya no supone un riesgo. Los derechos sobre su obra le proporcionan pingües
beneficios. Es el sueño del rentista.
Tras algunos
años probando fortuna como actor de cine y teatro musical (‘El hombre de La
Mancha’), las cosas acaban torciéndose. En 1973, rueda su segunda película como
director, ‘Far West’, que será un fracaso. Pésimamente recibida en Cannes, de
su banda sonora emerge, sin embargo, una de las perlas del cancionero breliano,
‘L’enfance’, que reivindica la niñez como ámbito de la imaginación
irreductible: “… los adultos son desertores,/ todos los burgueses son
indios”. En su biografía del cantante, publicada en 1987, José Luis Atienza
Merino recoge unas declaraciones de Brel al respecto: “Pienso que hay
cantidad de hombres de mi edad que tienen una auténtica falta de infancia que
compensan, en general, con el éxito o con las mujeres. Pero creo que ya no
juegan a los ‘cowboys’ ni a los indios y eso se echa en falta”.
La decepción
se hace patente. Su obra discográfica parece definitivamente concluida y sus
pinitos en la interpretación no terminan de dar fruto. Por otra parte, ‘Miche’ y
sus hijas se han convertido en perfectas desconocidas. En plena madurez, otra
mujer ha llegado, mientras tanto, a su vida: la actriz guadalupeña Maddly Bamy.
Ella será, a partir de 1971, la última pareja del cantante.
Paraísos
Sueltas las
amarras familiares y profesionales, sin proyectos a la vista, Jacques Brel
quiere catar la vida del aventurero. En compañía de Maddly y, al principio, de
su hija France, embarca en julio de 1974 en el ‘Askoy II’, un velero con el que
pretende dar la vuelta al mundo. Poco dura, sin embargo, la brega en el océano.
Al atracar en Canarias, experimenta los primeros síntomas del cáncer de pulmón.
En esos
días, escribe una intensa carta a su esposa ausente. Hay frases que no tienen
desperdicio: “Es cierto que, aun estando demasiado enfermo, me queda
toda una salud que no me autoriza a vivir como burgués” (…) “Estimo
tener derecho a perecer en el mar antes que sucumbir en el salón”. Después
de este ejercicio de verborrea adolescente ya está todo dicho. Es la hora,
parece, de morir.
Siguiendo
las huellas de Paul Gauguin, Brel y Maddly escogen el Pacífico como su último
destino, instalándose en Atuona, isla de Hiva Oa (Las Marquesas). Allí,
el cantautor se ajusta al ritmo insular, asumiendo conscientemente su quietud
paradisiaca. Pero la rutina no enmudece al artista. Resulta inverosímil creer
que Brel, tan sensible a las cosas sutiles, no vaya a exprimir todas sus
recientes experiencias. Han sido demasiadas las aventuras y los sinsabores de
los últimos años; demasiado sugerente también el paisaje de Las Marquesas, que
se erige frente a él como un dios benefactor. Con la guitarra como único
acompañamiento, Brel da a luz una veintena de canciones y decide volver a París
para vestirlas. Será su primer disco en diez años; el decimotercero y último de
su carrera.
Su regreso a
la capital francesa, en el verano de 1977, intenta ser discreto. Se hospeda,
con nombre falso, en un hotel cercano al Arco del Triunfo y el 5 de septiembre
comienza, en secreto, las sesiones de grabación. Mucho se ha escrito sobre la
atmósfera enlutada de aquellos días de trabajo, los últimos de Brel que, tras
varias visitas al quirófano, ya sólo conserva un pulmón y, además, irradiado.
Los músicos, presa de la emoción, son conscientes del frágil estado del
artista, pero él trata de quitarle hierro al asunto: “¿Alguien ha visto
un pulmón?”. El 1 de octubre de 1977, tras concluir la última canción de su
carrera -‘Les Marquises’, que da título al álbum-, Jacques Brel se retira.
La despedida
Lo que
transcurre a continuación es, simplemente, su último año. De vuelta a la isla
polinesia -mientras en Francia el disco llega a lo más alto de las listas-,
Brel sólo disfruta unos meses de salud sostenida. A principios de 1978, el
cáncer ataca de nuevo y sucede lo inevitable: pruebas médicas, visitas al
hospital, discusiones contra los fotógrafos que acechan… Hasta su muerte, en
París, el 9 de octubre de 1978, después de pedir una Coca Cola y dirigir a sus
acompañantes un irónico “no os abandonaré”. Sus restos reposan en
Atuona. Se han cumplido cuarenta años.
Sin duda,
fue su última obra la que, como un resumen de excelencia contenida, da cuenta del
carácter de Brel. El belga quiso resumir como mejor supo -a través de la
música- todo lo aprendido en sus 48 años de inconformismo. Este disco, de
apenas una hora de duración, recoge eternas obsesiones: el odio anti-burgués, el
compromiso con los desfavorecidos (‘Jaurès’); con los ancianos (‘Vieillir’);
contra sus compatriotas flamencos (“nazis durante las guerras y católicos
entre ellas”); o en favor del hombre común frente a ideas inverosímiles de
la divinidad (‘Le Bon Dieu’).
Pero también incide en las escenas cotidianas del amor
(‘Orly’) y en la amistad, que celebra en ‘Voir un ami pleurer’ -y, sobre todo,
en ‘Jojo’, su amoroso canto al camarada perdido-. El Jacques Brel áspero de las
entrevistas e, incluso, del hogar, envuelve su palabra con la ternura que
encontró en Las Marquesas y en su gente. Así cierra su obra, saboreando cada
verso en esta última canción a la que apenas llega por la fatiga y que sólo
pudo grabar una vez antes de irse para siempre: “Hablan de la muerte
como tú hablas de un fruto./ Miran el mar como tú miras un pozo. (…) El corazón
es viajero, el porvenir pertenece al azar…”.
* Artículo publicado el 19 de Octubre de 2018 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés
Como dicen que Franco vuelve a Madrid,
todo adquiere de nuevo un sabor a caudillaje, a mando en plaza. Es lo habitual
cuando se nombra al dictador en determinados ambientes político-mediáticos;
alguien dice Franco y el cerebro compone lúgubres imágenes de aquella España de
la posguerra y de sus cunetas convertidas en osarios.
Pero hay también un Franco débil,
crepuscular. Nos lo muestra Victoria Prego en su célebre y celebratoria serie
de 1995 sobre la Transición. En los primeros capítulos, el general aparece
transfigurado en una presencia trémula que, con sus crueles balbuceos, ya sólo
constituye una molestia para los tecnócratas. Prego escoge la fecha del
asesinato de Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, para fijar
cronológicamente el principio del fin. Es un lugar común vincular la
desaparición del santoñés con el nacimiento de un periodo dirigido por las
corrientes más aperturistas del régimen. En este punto, debemos fiarnos de la
narradora, que sugiere avances apenas perceptibles, supuestamente heroicos, de
franquistas y opositores constructivos. Si uno se atiene al relato oficial, la
Transición se consolidó a medio camino entre el hito que proclaman sus
partidarios y el fango que denuncian los críticos -esa idea según la cual la
derecha, al ver que se apagaban las luces del franquismo, pidió un vaso de
plástico para apurar su copa con otra música de fondo-.
Sin embargo, algo ocurrió entonces que
ha marcado la evolución de la derecha española en estos últimos cuarenta años:
a Carlos Arias Navarro se le puso, de pronto, una cara de susto que ya no logró
borrarse. Primero, como continuador de Carrero, aunque con torpes movimientos liberalizadores
-nunca se recuperó del “gironazo”-, y, después, como máximo responsable de los
destinos del país en el momento de la muerte de Franco y en el primer Gobierno
del reinado de Juan Carlos, el pobre Arias no supo armarse de valor para
interpretar el espíritu de la época y acusó su incapacidad para desligarse de
las querencias genuinamente autoritarias. Pese a que han sido otros los
elevados a los altares (los Fraga, Suárez o Fernández-Miranda), es Arias
Navarro el arquetipo de la derecha española; irremediablemente desideologizada,
vacilante y sujetada por el franquismo.
La derecha lo ha intentado
todo: desde la camisa azul y la democracia cristiana, hasta la conclusión
neoconservadora que tampoco ha enamorado al personal. Pero jamás ha dejado de añorar
el territorio del orgullo. De ahí que sus compromisos parezcan siempre camuflaje
de ocasión, disfraces de última hora. Hoy, por ejemplo, pone su fe en Vox, la
flamante versión ibérica (con permiso de Torra) del nacionalismo identitario. Vox
ha logrado que la derecha diga “sí, esto es lo que echábamos en falta” y que se
le borre por ahora la cara de susto de Arias Navarro, situándose en una
peligrosa estrategia que amenaza con seducir a los sectores más combativos de
la oposición a Sánchez. No aprenden.
* Columna publicada el 17 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés
Un país se mide por el peso de
su historia. No conviene equivocarse; la historia es lo contrario de la
ideología e implica, para empezar, un acogerse a referentes posibles,
existentes en un tiempo y sobre un mismo territorio. Imaginamos que la ciudadanía
no es, al fin y al cabo, una comunión con pan de ayer. Pero, a menudo,
encontramos consuelo a los sinsabores del presente en las huellas de un pasado
que nos parece más noble, más lúcido.
Para un español, resulta
extraño el interés de otros occidentales por sus respectivas fuentes. Sobre
todo, cuando este interés no se concreta en una apelación hagiográfica, pero
tampoco en un ataque despiadado contra sus cimientos. Vale la pena recordar
aquí los versos de Eliot, aún hoy de plena actualidad: “si ha de ser derribado
el Templo/ primero tenemos que edificar el Templo”.
Los estadounidenses, por
ejemplo, celebran la memoria de su fundación sin renunciar a un acercamiento profundo
a su raíz. Una serie de televisión como ‘John Adams’ (HBO, 2008) es posible
únicamente en una comunidad pletórica de confianza sobre su historia. La
sociedad abierta evita la reproducción de unanimidades, sin dejarse llevar por
la desmesura. John Adams’ narra los años decisivos; desde los primeros
conflictos del continente con la metrópoli hasta la muerte del que fuera
segundo presidente del país. Llama la atención la fuerza del enfoque humano
frente a las tendencias sobrenaturales. Los protagonistas en la construcción de
Estados Unidos son retratados en la absoluta plenitud, sin artificios ni infalibilidad.
Es posible que el aplomo
americano ante el análisis de su revolucionario santoral se deba, precisamente,
al hecho de que los ‘padres fundadores’ han estado presentes en todo momento,
inspirando a los políticos o siendo señalados a causa de sus excesos. Hoy,
gracias a esa transparencia, conocemos las tribulaciones de Adams, las
correrías de Jefferson con su esclava Sally Hemings o los vicios de Franklin en
las cortes europeas.
La serie de HBO muestra algo
tranquilizador: la realidad del poder como mar donde van a morir todos los
principios. El camino de la independencia no confluye en una imparable marea rebelde
que avanza al son de la libertad, sino en tediosas negociaciones entre los
representantes de las colonias donde afloran las artes menos presentables. Y
nos tranquiliza, pienso, porque convence al personal de la inevitable caída de
la política en la mentira o la traición, sin que eso elimine por completo la
posibilidad de la grandeza.
El
progresivo vaciamiento del espacio público por parte de las mentes más
brillantes se explica en el ocaso de la historia como instrumento vertebrador y
en la propagación de militancias mucho más religiosas que cívicas. La gestión
de lo público ya no atrae a los mejores, perfectamente cómodos en las
multinacionales y en el anonimato doméstico para defenderse de la nueva
Inquisición y eludir la sumisión mafiosa, que es la madre del cordero.
* Columna publicada el 3 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés
Ustedes recordarán,
sin duda, cómo eran las cosas antes. No hablo del pasado remoto y analógico,
sino de los primeros tiempos del absolutismo digital; cuando las redes sociales,
aún sin desvelar su naturaleza tóxica, irrumpieron en nuestras vidas como
inofensivos divertimentos. Evoco la etapa de aquel temprano postureo; de la indiscreción
o las canciones. Sospechábamos, claro, que tras la engañosa gratuidad había
truco. Con cada clic, estimulábamos el tráfico de la información y abríamos, un
poco más, las puertas del almario. Pero, ¿era aquella exposición pública un
peligro del que protegerse renunciando a la gran charla? Simplemente, no lo
veíamos de ese modo.
En los albores de
Facebook, abundaron las páginas y los grupos dedicados a las simpáticas
vivencias de las señoras mayores. Fue el último homenaje -desde el tópico pero
no desde el estigma- por parte de aquellos jóvenes (¿se dice ‘millennials’?) destinados a las más
altas cotas; a la revolución. Hagan memoria: “Señoras que siguen los consejos
de Saber Vivir y ahora son inmortales”, “Señoras que confunden el LSD con el
ADSL” o, la tajante, “Señoras que se cuelan en la cola del súper”. Todo eso se
terminó con el 15M y su mensaje infantil autoindulgente. Según el nuevo
discurso tribal, los adultos no merecían miramientos al haber estafado a la
“generación mejor preparada de la historia”.
De ahí también, por
supuesto, la flamante estética de los partidos del siglo XXI. Ya sin el empaque
de la experiencia, los políticos explotan hoy su faceta moderna y transgresora,
más o menos aseada en función del electorado a enamorar. Las parsimoniosas
tertulias de Balbín, con aquellos apellidos inolvidables con regusto a cátedra -Tierno
Galván, García Trevijano o Fernández de la Mora-, son sustituidas por debates
de metralleta y escaso fuste.
No es extraño que el
sectarismo acote el campo de batalla. Lidiar con la historia exige honradez
intelectual y profundidad en el estudio. Resulta mucho más útil maquillar el
pasado en portadas de periódicos, elaborando eslóganes que sirvan para la guerra
mediática de hoy, olvidando los matices en lo realmente sucedido.
Tampoco
sorprende, en este sentido, el desprecio de Podemos -especialmente, del ínclito
Juan Carlos Monedero- al vídeo celebratorio de los cuarenta años de
Constitución proyectado hace unos días en el Congreso de los Diputados. En él,
como sabrán, dos ciudadanos centenarios, José Mir y Germán Visús, que lucharon,
cada uno en un bando, en la batalla del Ebro de 1938, mantienen una
conversación civilizada. La película sitúa el acontecimiento al nivel adecuado:
el dolor de los españoles, víctimas del estallido de la violencia política;
obligados a matar y a morir en plena juventud. Monedero se apresuró a llamar
nazi a Visús. No sabríamos decir qué resulta más ofensivo; si el insulto o la
estrategia que esconde: el rechazo a las muestras de reconciliación y orgullo
de un país que, mal que bien, ha querido contar con todos para reconstruirse.
* Columna publicada el 19 de septiembre de 2018 en El Diario Montañés
Dos Franciscos, el Papa y
Franco, están en el punto de mira. Uno de ellos, para su fortuna, ya ha muerto.
El otro arrastra consigo la decadencia de la Iglesia Católica; aquella institución
monumental que dominó la vida y sus tribulaciones, y que hoy, sin embargo,
languidece en la humillación mediática de la pederastia y el sectarismo. No
comparo itinerarios; Roma, en palabras de Jiménez Lozano, defendió una vez “el
honor de la belleza y la humanidad en este mundo”, pero Franco fue simplemente un
dictador que impuso su mando de cuartel a todo un país durante cuarenta años.
Resulta interesante observar
cómo se prepara hoy el ser humano para el vaciamiento de las cosas que siempre
estuvieron colmadas de significados a favor y en contra. De la misma manera que
uno percibe lo descontextualizadode
un cuadro de temática bíblica en un museo -la ausencia del ámbito espiritual o
el intento de la cultura contemporánea por destacar únicamente el aspecto
formal de la obra artística-, se puede intuir la oquedad en edificios e
instituciones que ya cumplieron su función histórica. Cabe preguntarse si la
tumba de Franco, por ejemplo, será siempre la tumba de Franco, aunque se vacíe
de restos biológicos y se tapien o derriben sus aledaños.
No es tan sencillo, claro.
Piensen en las leyes contra el tabaquismo: la prohibición de fumar en lugares
públicos fue la consecuencia lógica en una sociedad en la que el cigarrillo
había perdido su papel en el rito de paso a la vida adulta. Del mismo modo,
Franco puede salir del nicho porque ya no es el mismo que entró en él (el
caudillo “por la gracia de Dios”) sino lo que queda del pequeño tirano que,
todavía hoy, obsesiona a las élites. La política sobre el franquismo gestiona
el vacío que ha dejado; la reconstrucción ideológica de lo que significa hoy
para los españoles.
Si cada generación tiene el
derecho a elegir sus símbolos y a rendir tributo a las figuras que han
participado de su forma de entender la realidad, urge la elaboración de un
relato histórico veraz y riguroso, no sujeto a las necesidades coyunturales de
los gobiernos de turno, que denuncie, por supuesto, la violencia de los
totalitarismos de distinto signo (todos ellos, hoy, felizmente superados por la
historia) que regaron de sangre las tierras de España durante los años treinta
del siglo pasado. Es decir, que se reivindique como víctimas de las tropas
liberticidas a Antonio Machado, a Federico García Lorca y a Miguel Hernández,
tanto como a Pedro Muñoz Seca, José Robles Pazos o Pedro
Poveda.
Es
posible que en unos años contemplemos El Vaticano o el Valle de los Caídos como
contemplamos ahora el Coliseo y Pompeya: rescatándolos con la mente de sus
ruinas, imaginando su vitalidad de antaño; el fervor que erigió sus muros.
Disfrutando, en definitiva, del vacío que hemos heredado.
* Columna publicada el 5 de septiembre de 2018 en El Diario Montañés
No sabemos cómo empieza, pero, de
pronto, nos vemos sacudidos por las urgencias del verano; la toalla enorme, el
bañador florido, quién sabe si crema suficiente para soportar tantas horas de
sol. No hay placidez vacacional que no se conquiste con el mismo esfuerzo de
siempre, con las astucias de una especie condenada a la carrera. La playa
obliga a una reflexión mínima, no vale la pena extenderse en el análisis: somos
muchos y preferimos un espacio propio, aunque su dominio nos exija permanecer
en guardia. Como una nación acomplejada, pasamos de la protección celosa de los
límites a una expansión ciegamente imperial -tumbonas y sombrillas-. No
inventamos nada, ni siquiera semidesnudos.
La arena tiene sus reglas y no
suele llegar la sangre a la orilla. El personal mantiene las hostilidades
dentro de lo razonable e, incluso, el vecino, que hace un momento trataba de
ganar espacio a nuestra costa, ahora nos pide que vigilemos sus cosas mientras
va a bañarse. Y lo hacemos, claro, gustosamente. No voy a engañarlos: yo me
quejo mucho antes de pisar la playa. Peleo contra la pereza, no paro de
rezongar y, cuando supero mi propia resistencia, me enfundo gorra y gafas,
agarro mi silla plegable, la sombrilla de tamaño medio y sufro los avatares del
transporte urbano. Hay mucho contacto durante el verano, mucho roce indiscriminado.
La playa es, quizás, el último reducto de la piel como instrumento de ocio. La
playa y, por supuesto, el Erasmus.
Con el tiempo, he ido cogiendo
gusto a la secuencia de baño y bocadillo que tantas pasiones levanta entre la
multitud local o foránea. Y a la lectura en la sombra cálida del verano. Estos
días, ha tocado ‘Jersualén, ida y vuelta’, crónica del viaje de Saul Bellow en
1976. Lo leo y quedo decepcionado. Yo pensaba enfrentarme a la visión personal
de un intelectual judío diaspórico en su contacto con Israel y me encuentro con
una recopilación de opiniones variadas sobre la eterna crisis de Oriente
Próximo. El libro pierde la capacidad de atracción en el momento en que los personajes
principales -autor incluido- ya están muertos. Los Rabin, Hussein de Jordania o
Breznev, junto al eterno Kissinger, representan el drama de aquel tiempo que, por
desgracia, y eso es lo espeluznante, no dista mucho de este. Han caído
imperios, se han modificado los mapas, pero allí todo permanece en un mismo
bucle mediático.
Leer
en la playa supone avanzar lentamente por el texto, a menudo dejándose distraer
por el paisaje o la modorra de esta época del año. Una frase o un párrafo golpean
al lector que digiere despacio, con el mar por delante. También conforta
observar la capacidad humana para adaptarse a las exigencias de cada estación.
Ahora, nos bañamos en el mar; más tarde, volveremos fielmente a los despachos.
Esta rutina de perfil bajo nos ennoblece mucho más que una guerra civil.
* Columna publicada el 22 de agosto de 2018 en El Diario Montañés
Todos los fanáticos de
Vetusta Morla se parecen; sus detractores lo son cada uno a su modo. No soy
ningún especialista en la materia, pero la apuesta de los madrileños por
triunfar sobre las barreras más opacas del ‘indie’ me parece, en principio,
digna de elogio. La fórmula, sin embargo, no convence a todo el mundo. Algunos
reprochan la querencia de la banda por las palabras de tahúr que, afirman sus críticos,
parecen decir pero no dicen, escogiéndose unas cuantas, las más coloridas, para
provocar el entusiasmo del respetable, la entrega desaforada en el estribillo.
Hay muchos ejemplos. La letra de ‘Valiente’, por mencionar uno, donde la
incoherencia del mensaje y la solemne impostura del cantante, Pucho, desembocan
en dos versos insólitos: “Porque ser valiente/ no sólo es cuestión de suerte”.
¿Qué quiere decir eso? Lo que ustedes quieran.
La discusión es,
quizás, innecesaria. Las letras de las canciones no han sido nunca relatos de absoluta
coherencia. En los festivales contemporáneos, es más importante su conversión
en himnos que la posibilidad del análisis. Se trata de establecer, supongo, un
vínculo que funcione sobre el escenario y que ayude a expresar una identidad. Con
Vetusta Morla, la digestión no es fácil. Lean otros de los versos del grupo: “Quién
lo vio/ bailar como un lazo en un ventilador./ Quién iba a decir que sin
carbón/ no hay reyes magos” (‘Los días raros’). Tampoco aquí seguimos bien la
pretenciosa sucesión de imágenes, muy bella, pero inverosímil.
Y es que pienso en
Pucho y me viene la imagen de Pablo Casado. También los políticos con vocación
de gobierno parten de la existencia de una música de fondo que no debe
concretarse y que sirve, en realidad, para establecer las coordenadas de la
actitud. Como Pucho, Casado tenía el deber de mantener ese fondo de
inconcreción, pero quiso ir más allá. Esto en la derecha es peligrosísimo,
mucho más que en la izquierda. En España, el PP dice representar a un amplio
porcentaje de la población identificado con principios ‘liberal-conservadores’.
Casado ha venido -o eso cree él- a quitarse los complejos, recuperando el
orgullo del carné, los valores del partido, etc.
Parece
mentira que la derecha no sepa aún que su única posibilidad de éxito electoral
ha pasado siempre por la vía gris de la gestión económica y por una sola
palabra: España. ¿Qué más quiere añadir Casado? ¿El elogio de la
heterosexualidad? ¿La religión en las escuelas? ¿La negativa a la eutanasia?
Pero, hombre, si eso es pólvora en mal estado, quejas de mazmorra. ¿Cómo
defender un discurso contra la inmigración ilegal o el aborto en un contexto como
el actual? La derecha cree que su problema es la comunicación; en esa
ingenuidad palpita su deseo de mando. Pero el problema es la voz que se escoge
para destacar de la música de fondo, como hacen Pucho y compañía, pero sin que
desentone.
* Columna publicada el 10 de agosto de 2018 en El Diario Montañés
A mí no me gusta
volar, pero vuelo. Esto me convierte, creo, en un personaje gris. Mis experiencias
aeronáuticas comienzan siempre con un no muy acusado temor a la catástrofe y
terminan con el alivio del viaje plácido y el aterrizaje sin contratiempos. El
mundo moderno pretende enseñarnos que la gestión del miedo exige una decisión contundente
que no comprometa el brillo de la identidad. Sujetarse con fuerza al asiento (o
al vecino) durante el despegue sería una actitud ridícula e irracional, pero
decidir no pisar un aeropuerto es un rasgo pintoresco del carácter. Mi amigo Paco, hombre sabio, suele decir que
la genialidad divide a los seres humanos en dos grandes grupos: los donjuanes y
los castos. Es decir, que la persona brillante necesita de la exageración en
cualquiera de sus formas y que de nada sirve la esperanza del mediocre antes de
entrar en el Malaspina.
Quienes preferimos el
escenario prosaico nos forzamos -y nos esforzamos- por superar la fobia a la
cotidianidad. Por eso, volamos o vamos al Lupa, avanzando del modo más torero
posible por este valle de lágrimas y ventanillas. Es justo reconocerlo: esto no
satisface a todo el mundo. Los hay que abusan del lenguaje adolescente hasta
acabar envenenados por él. Pienso en Patricia Aguilar, la joven alicantina embaucada
por un estafador pseudo-espiritual que, locura a locura, la incluyó en su
siniestro harén en la selva peruana. Recientemente, han transcendido algunas de
las publicaciones de Aguilar en las redes sociales que dan una idea de su
personalidad impresionable; de ese sello presuntamente místico que, sin
embargo, rompe los lazos con la sociedad y con los otros.
La
aceptación de la realidad tiene que ver con el aprendizaje, tedioso y agotador,
de que vale la pena partir de una rutina antes que emprender la huida hacia
ninguna parte. Con la huida, uno se alivia poniendo el marcador a cero. Es un
espejismo. La cotidianidad, sin embargo, supone un riesgo mayor. Nosotros, el
común de los mortales, nos enfrentamos a diario al peligro del desequilibrio.
La llegada del verano agudiza, además, el rol de consumidores desamparados,
confundidos entre otros muchos. Las compañías ‘low cost’ son expertas en
recordarnos nuestra condición de rebaño con equipaje de mano. Yo, sin ir más
lejos, tuve que asumir la semana pasada el papel de intérprete de los pasajeros
olvidados por easyJet en el aeropuerto londinense de Stansted. Durante mi labor,
aprendí, para empezar, que, en situaciones de crisis, el discurso radical es
extraordinariamente útil; que debe evitarse la división de clase y, sobre todo,
que la solución se alcanza más fácilmente después de un par de gritos. También
hay populismo ‘low cost’. Pero, como no existe buena acción sin castigo, la
vuelta a Santander trajo consigo la intoxicación de casi todo mi grupo de amigos
en las casetas. Eso sí que es, como decía Belmonte, “olvidarse del cuerpo”.
* Columna publicada el 26 de Julio de 2018 en El Diario Montañés
Termino la primera
temporada de ‘The Handmaid's Tale’ el
mismo día de la muerte de Claude Lanzmann. Una fecha, por lo tanto, para el recuerdo.
Aunque es inevitable indagar en los contenidos, tratando de detectar similitudes,
no pretendo tender puentes, ojo, entre el testimonio de los supervivientes del
Holocausto -registrado por el director francés en su monumental ‘Shoah’- y lo
que no deja de ser una entretenida obra de ficción. Pero, ambos, Lanzmann,
desde la memoria, y Margaret Atwood (autora del relato y coproductora de la
serie para HBO), desde la imaginación, logran transmitir el peso del mal, la
atmósfera pringosa que se genera alrededor de los desgraciados que no disfrutan
de los privilegios del poder.
Resulta interesante reflexionar sobre el tiempo acotado que se les impone
a un drama o a un documental, obligando a sus artífices a destacar el lado pinturero
del totalitarismo; los episodios más sanguinarios y heroicos. Es un recurso
eficaz que limita, no obstante, la comprensión del fenómeno. ‘The Handmaid's Tale’, quizás, precisamente, por haberse
estrenado durante la gran burbuja de las series, profundiza en el itinerario de
una ideología cruel, incorporando componentes casi inéditos que son fundamentales
en una producción sobre conflictos políticos. A saber, la represión
parsimoniosa envuelta en palabrería y en eufemismos, la evolución de los
poderosos desde la militancia marginal hasta la victoria incontestable o el
equilibrio entre la propia convicción a contracorriente y la hipocresía de los
opresores.
Desde luego, el elemento epatante de ‘The Handmaid's
Tale’ es la destrucción de la humanidad de las mujeres; la pérdida absoluta de
su libertad, en un futuro cercano, y su conversión en esclavas paridoras a
tiempo completo. Sin embargo, bajo este patriarcado escandaloso descubrimos un
asunto apenas mencionado por los medios de comunicación y por los críticos: la
escasez. La implantación de un régimen fanático religioso (gobernado en buena
parte por oportunistas) se lleva a cabo como consecuencia de una fortísima
crisis climática y de fertilidad. Para combatirla, brotan los dogmas
sacrificiales que reclaman la gestión comunal de los bienes limitados; como ya no
nacen niños y son pocas las mujeres capaces de dar a luz, se las
nacionaliza.
Cualquier discurso inflamado funciona en la escasez
hasta el punto de activar los odios durmientes. La sociedad es permeable a los
programas que confirman los prejuicios y proponen el control (o el
aniquilamiento) de los vulnerables. En la serie, tanto los hombres como las
mujeres sufren la infertilidad, pero ellos salen ganando en el reparto. El padecimiento
de unos cuantos y el mando de los peores son, dicen, perfectamente asumibles en
un contexto de necesidad generalizada. Por eso, cuando las aguas se retiran,
uno se encuentra con la verdad desnuda y decepcionante: todo era un cuento.
Como lo han sido siempre los movimientos políticos que pasan del exilio al
amiguismo; de la acampada a los consejos televisivos o del poder al censo
menguante.
* Columna publicada el 10 de julio de 2018 en El Diario Montañés
Toda ideología guarda
celosamente su programa máximo. Es un ejercicio de discreción, palabras que se
protegen como antídotos. El veneno, por supuesto, es el crimen de estado, en
todas sus variantes militares y económicas. No sé cómo contarán ahora la fábula,
pero en el antiguo libro del afiliado del Partido Socialista, ya con Felipe González
a los mandos, se establecía como horizonte la “conquista del poder por la clase
trabajadora”. Así, sin paños calientes y sin visos de contradicción. Los
defensores de la democracia liberal, por su parte, han preferido siempre una
utopía de vuelo bajo, embridada y prosaica. La fórmula atrae únicamente a los
más sensatos; a aquellos que no se han dejado seducir por las alhajas del sector
privado y creen aún en la sociedad como cuerpo existente y, por lo tanto, necesitado
de razón y de ley.
La quimera liberal
-en su versión menos delirante- despliega visiones a retazos, actitudes y modos
más que argumentarios. Se trata, en resumen, de la vida justa y sin amenazas,
respetuosa con la separación de poderes y orgullosa de haber aparcado los
dramas ideológicos. La comunidad, mejorada por la libertad y la cultura,
alcanza por fin su mayoría de edad, rechaza los mesianismos y convive en un
escenario muy semejante al de una pequeña ciudad de provincias donde los señores
se saludan por la calle quitándose el sombrero.
La gestión, y no el
discurso extremista, se convierte en la vía más fértil. Si la cosa funciona, es
decir, si la economía no da problemas y el dinero viene y va en grácil danza,
la despolitización del personal se celebra como una apendicectomía en la casa del doliente. En el mercado, dicen sus
apóstoles, confluyen todas las esperanzas, todas las posibilidades del ser
humano. La fe, el terruño, la raza o la clase claudican frente a la vida buena
del crecimiento y el progreso. ¿No son encantadores?
Nunca, ni siquiera en
sus momentos más sublimes e igualitarios, la opción de la democracia
representativa y de la economía de mercado ha logrado desactivar completamente
las preferencias revolucionarias. Mientras algunos disfrutaban de aquel “fin de
la historia” anunciado por Fukuyama
mirándose en el próspero espejo californiano, otros resistían en los cuarteles
de invierno, descubriendo atajos para la ruptura. ¡Qué arrogancia la de dar por
enterrado el compromiso del inquisidor!
Hablamos
de la debilidad institucional y de sus supuestos defensores, así como del desprestigio
de los símbolos constitucionales, izado insulto a insulto por los enemigos del
estado. El panorama es desolador pero irrebatible: los totalitarios dominan la
escena y espolean a sus feligreses, convertidos en orgullosos comisarios
políticos. Las redes se inundan así de proclamas en favor de “los chicos de Alsasua” -una forma macabra de
referirse a los agresores que evoca cine y bicicletas-, mientras se insinúan
linchamientos contra ‘La Manada’. Cualquier matiz aquí, ojo, es fascismo. Sí,
utilizan la palabra fascista, precisamente ellos.
Columna publicada el 27 de junio de 2018 en El Diario Montañés