El escritor
Jack Kerouac, autor de ‘En el camino’ y patrón de la Generación Beat, murió hace
medio siglo, a los 47 años, víctima del abuso del alcohol
En su
extensa biografía sobre Jack Kerouac, el escritor Gerald Nicosia recoge las
últimas palabras del autor de ‘En el Camino’, el 20 de octubre de 1969, un día
antes de su muerte: “Stella, te quiero”. Una escueta despedida, dirigida a su esposa,
aunque cabe temer que a esta frase le siguieran otras menos dulces, fruto de la
angustia y el dolor. Tenía 47 años.
Dice Nicosia
que, minutos antes de sufrir la crisis definitiva, Kerouac se había sentado de
buena mañana frente al televisor, con un cuaderno, un bolígrafo y una lata de
atún. El novelista quería trazar el guión para su nuevo libro. A mano, como
solía ser habitual en los últimos tiempos, una botella de whisky y otra de
licor. La escena resulta interesante para los mitómanos. Kerouac reproducía en
sus horas finales la imagen que más claramente lo definió durante toda su vida:
la del estereotipo americano de clase media, abandonado a la rutina menos compatible,
en principio, con la creatividad, y, sin embargo, poseedor de un talento único para
la escritura. En resumen, algo así como un Peter Griffin ilustrado, en permanente insatisfacción con
su sistema de creencias.
Kerouac,
heredero de una estirpe de inmigrantes franco-canadienses, no pudo desligarse
nunca de aquella primera etapa familiar, en Lowell, Massachusetts, repleta de
acontecimientos luctuosos: la temprana muerte de su hermano mayor, Gérard, que
supuso la pérdida de un importante asidero existencial, unida al peso de la
figura materna, Gabrielle -la famosa ‘Mamêre’-, extendieron sobre él un manto
lúgubre de culpabilidad. La presencia de su madre, la excesiva dependencia de su
magisterio siempre tenaz e inmisericorde con sus parejas (“ella es la única
mujer a la que amo”) impidieron un alejamiento total de sus orígenes.
De ahí, por
ejemplo, que el budismo que el escritor comenzara a estudiar en la primera
mitad de los años cincuenta del siglo pasado (tras la inspiradora lectura de la
‘Biblia Budista’ de Dwight Goddard) no lograra desanudar del todo su intenso y declarado
catolicismo, fuertemente enraizado en su mala conciencia por haber escogido una
vida nómada, a muchos kilómetros de aquellas almas de las que se consideraba
responsable.
Compasión y Bebop
La vocación
de Kerouac es, a un tiempo, la del joven y hermoso jugador de fútbol americano a
quien se concede una beca para estudiar en Columbia y la del bebedor profesional
que desperdicia el alba del talento artístico. Tras lesionarse en una pierna y
abandonar la práctica del deporte, el autor deja también la universidad y
comienza una errática vida en Nueva York, donde conoce a las personalidades
que, más tarde, conformarían la llamada Generación Beat: Allen Ginsberg,
William S. Burroughs y, sobre todo, Neal Cassady.
Después de
una brevísima experiencia en la Marina y más de un choque con la ley, su
espíritu errante se relata en la obra más célebre, ‘En el camino’, publicada en
1957 pero escrita seis años antes. En este catecismo Beat, Kerouac narra el
viaje por el territorio estadounidense de dos amigos: Sal Paradise y Dean
Moriarty -en realidad, pseudónimos del propio Kerouac y de Cassady, un
‘hipster’ de primera hornada, nada que ver con los contemporáneos de Malasaña-.
Ambos experimentan el sueño americano de la libertad y los grandes paisajes
silvestres; un itinerario iniciático más allá de la respetabilidad conservadora
y profundamente conectado con la gracia aventurera que siempre ha palpitado en
la nación.
Cassady
funcionó, para los escritores beat, como una manifestación mesiánica de la
América verdadera, más carnal y compasiva que la de las corporaciones y el
consumo; aquella que no puede mostrarse en los medios, que progresa lejos de los
campus y permanece en un derrotismo irónicamente vital. Cassady es el hedonista
impenitente, el ladrón sin fortuna animado por un halo de beatitud infantil.
Hablamos,
claro, de la América del Jazz (del Bebop con el que Charlie Parker o Dizzy
Gillespie espolearon a los aficionados más rebeldes) y la del descubrimiento de
otras realidades posibles y, por qué no, accesibles. Kerouac, como cronista de
su generación, refleja en sus novelas la vía espiritual, la búsqueda del placer
y el restablecimiento de una ingenuidad de origen que suponga la religación de
los estadounidenses con sus propias vidas, la naturaleza, el sexo y la poesía.
No es la suya una revuelta política (eso vendría más tarde sin apoyo por su
parte), sino la intuición de que algo se estaba moviendo bajo los pies del
Imperio; que el cambio era inminente.
La protesta
Los beat
(que no ‘beatnik’) sembraron una nueva filosofía que, finalmente, se recogió en
forma de gran protesta en los años sesenta. Kerouac, cada vez más desconectado
del mundillo cultural y embarrado en la lucha contra sus demonios, renació en
la nueva década como un adulto conservador, convencido de la vigencia de los
valores tradicionales, acaso en una versión propia, contradictoria e
inclasificable. Su forma de ver el mundo acabaría enfrentada con la nueva era
de la comunión lisérgica, pero también con la querencia del budismo por el
desprendimiento y el control de los deseos. Nunca rechazó Kerouac las
tentaciones mundanas; la carnalidad del arraigo y el consumo de alcohol como elemento,
a la vez, autodestructivo y social. Hay documentación gráfica al respecto. La
biografía de Nicosia aporta fotografías privadas de Kerouac, sudoroso y
desencajado, levantando orgullosamente un vaso, brindando por no se sabe qué o
quién. La camisa de cuadros desabrochada, el exhibidor colmado de botellas, dan
la imagen de un trabajador manual que reposa en el bar después de una larga
jornada en el taller o en el bosque.
Se
encontraba lejos el novelista de comprometer su destino al de aquellos animadores
de clase media que poblaban las capitales de la vanguardia intelectual: Nueva
York y San Francisco. Kerouac se decidió siempre por la concreción de los
pequeños espacios; las comunidades indiferentes a la competición. Pero, el
abandono de la trinchera no fue del todo libre. El escritor basculaba al
principio entre ambas opciones; unas veces se creía el practicante budista,
capaz de alcanzar la cumbre del éxito literario y, otras veces, avergonzado por
su mediocridad, evitaba la compañía de camaradas que sí se habían tomado en
serio el asunto oriental, como Alan Watts o Gary Snyder.
No fue la
suya una bohemia cínica. Jack Kerouac dijo buscar la santidad del momento real,
de la América viva. Fue, quizás, una impostura largamente estirada, pero la
inmadurez de base, ese encanto que siempre funcionó en los momentos de zozobra,
fue debilitándose al no querer (o no saber) reconvertirse, como se reconvirtió
Ginsberg, en la figura totémica del movimiento contracultural. En 1968, durante
su última aparición televisiva en el programa ‘Firing Line’ dirigido por el periodista
conservador William F. Buckley Jr., el autor mantuvo un tenso (y etílico)
debate sobre el movimiento ‘hippy’. Kerouac se declaró entonces un católico identificado
con el “orden, la ternura y la misericordia”, al tiempo que acusaba a su
interlocutor, el cantante y activista Ed Sanders, de “lanzar huevos” y de
“hacerse famoso con la protesta”.
Indignado
con la Nueva Izquierda y con la actitud “pro-Castro” de Ginsberg (quien, pese a
todo, fue expulsado en 1965 de Cuba tras hablar abiertamente de su
homosexualidad en un contexto revolucionario nada inclusivo), su itinerario
intelectual le llevó a escoger un patriotismo a prueba de manifestantes y a
enarbolar la bandera del capitalismo “de estilo occidental”, sin el cual,
afirmó en un texto publicado póstumamente, hubiera sido imposible “hacer
autostop a través de cuarenta y siete estados de esta Unión y ver la escena con
mis propios ojos”.
El creador
de ‘Los Vagabundos del Dharma’ o ‘Los subterráneos’, el autor que marcó las
coordenadas del cambio social en Estados Unidos, fue también (las opiniones están
divididas) el taciturno bebedor que, según apuntaba maliciosamente Truman
Capote, no hacía literatura, sino “mecanografía”. El budista y el católico, el
revolucionario y el conservador -en definitiva, todas las máscaras de Kerouac- dejaron
pasar el éxito en la farándula, apostándolo todo a su refugio familiar y a su
fe, que nunca dejó de ser la de un niño atemorizado.
Muerto Neal Cassady, desencantado por la crítica y
la incomprensión, Kerouac se quedó solo. Seguramente, tal y como escribió en la
última página de ‘En el camino’, pensaba intensamente en Cassady, “ese padre al
que nunca encontramos”, recordando las horas vividas en la libertad de la
carretera y en la juventud de las promesas. No obstante, Jack Kerouac,
asumiendo que la suya no fue nunca una ruptura, sino un vuelo rápido para
volver enseguida al nido -un paseo de simple exploración por los alrededores de
su casa y de su mente- se despidió de su esposa, Stella, como lo haría
cualquier hombre familiar recio y parco en palabras, a la espera de la confirmación
de un destino trágico.
* Artículo publicado el 25 de Octubre de 2019 en el suplemento cultural Sotileza, de El Diario Montañés