Son muchos los recuerdos, el recorrido es
largo. El espectador se detiene un instante, observa con interés y repasa los
textos. Las cifras se acumulan, los mapas facilitan la comprensión geográfica
del fenómeno. Efectivamente, como apunta el título de la exposición madrileña,
Auschwitz sucedió “no hace mucho, no muy lejos”.
La sala Arte Canal acoge la muestra
organizada por el Museo Estatal de
Auschwitz-Birkenau y la compañía española Musealia. El resultado es abrumador no
sólo por el contenido, sino en la escalofriante plasmación de la secuencia. El funcionamiento
cínicamente burocrático, criminal en toda su extensión, de los campos de
exterminio quebró la humanidad de las víctimas, reduciéndolas a una carne
propicia para el gas. Pero eso ya lo hemos visto y leído muchas veces.
De ahí que el equilibrio
entre la información proporcionada y el material exhibido se mantenga sin
necesidad de bombardear al visitante con equipajes sin dueño o raídos trozos de
tela. Hay, desde luego, una gran cantidad de objetos y se reconoce esa desnudez
indiferente de la posesión abandonada. Los vídeos repartidos en varias estancias
completan la solemnidad de la visita con los sobrecogedores testimonios de los
supervivientes. La emoción es, entonces, inevitable.
Pero hay una tristeza sutil que
acompaña al espectador, una idea incómoda, apenas verbalizada,
que resume la atroz experiencia del Holocausto; a saber, todo lo contemplado,
lo escuchado, lo comprendido existió realmente. Auschwitz fue la concreción en
la historia de un movimiento político, de una ideología que instituyó el odio como
doctrina oficial, estimulando conscientemente la querencia asesina del
nacionalismo étnico. En esta ocasión, contra judíos, gitanos, homosexuales y
opositores.
La exposición avanza desde la
caricatura: impresionan, claro, la teoría de la “puñalada por la espalda” para
justificar la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, las grotescas
publicaciones antisemitas, los venenosos libros infantiles que instruían en la
aversión al prójimo y los carteles a la entrada de los pueblos orgullosamente
despiadados con mensajes como: “Los judíos no son bienvenidos”. Por lo visto,
la contemporánea proliferación en nuestro país de personas “non gratas” tampoco
es un producto original.
Lo terrible de Auschwitz continúa
siendo su posibilidad y la permanente actualidad de su amenaza. El lenguaje
político arrastra el estigma del mal. Resulta imposible asistir a un mitin o
escuchar una declaración pública sin detectar el tono grueso y excluyente, sin
percibir el ansia de dominio y la reducción de lo real a un mensaje único. La
infalibilidad del líder, el poder idolatrado que demanda sacrificios en nombre
de la utopía, se oponen a la búsqueda de un ámbito de error y de humanidad.
Quizás, de esa divinidad bondadosa e imperfecta de la que hablaba
Hans Jonas en su célebre discurso ‘El concepto de Dios después de Auschwitz’ y
a la que honraron los deportados encendiendo las velas del Shabat también en los
lúgubres vagones que los conducían hacia la muerte.
* Columna publicada el 15 de diciembre de 2017 en El Diario Montañés.