El camino, como la ceguera
de Saramago: un páramo blanco, interminable. La carretera desaparece bajo la
nieve, el progreso se interrumpe. Madrid se aleja. El estallido del invierno da
sentido a los kilómetros. Estamos aislados. O lo están ellos, depende de dónde
situemos la acción que verdaderamente importa. Una espesa blancura nos separa
de la capital del reino. Es, sin duda, una mala noticia. La carretera reúne y
comunica, establece vínculos y promete negocios. ¿Cómo despreciarla? Y, sin
embargo, resulta imposible no honrar la distancia, no acurrucarse en la costa.
Madrid es hoy una gestión y una protesta. La ciudad acoge al forastero, cierto,
pero se engalana para la revolución. Y para su condena.
Hay que protegerse. Ésa fue
la razón del siglo XVIII: elevar al hombre, defenderlo de la discrecionalidad
del poder. No resulta fácil. Las castas que se disputan la hegemonía española
se baten en Madrid por ganar los corazones y por llenar las calles. Poco queda
ya del discurso y del programa. Es complicado destilar lo positivo de la marea
acusatoria. España adopta el mensaje de la ilusión y de la rabia. Hay pocas
actitudes más peligrosas en política. La ilusión se desplaza por la península,
acomete a las provincias con voluntad de gobierno. La rabia se empodera. El
espacio se reduce.
Pero, uno tiene la impresión
de asistir siempre a la misma batalla, con los mismos soldados inflexibles. La
discusión empequeñece la vida en sociedad, la resume en trincheras. Protagonistas
no faltan: Bárcenas, Tania Sánchez, Monedero, Esperanza Aguirre, Susana Díaz…
El verdadero desafío consiste en asumir que el país es un duelo de partidos que
se presentan como portadores de soluciones únicas. En definitiva, el peligro de
la secta, de la exclusión. Madrid, fiel a su tradición, impone hoy un argumentario
de enfrentamiento.
*Columna publicada el 12 de febrero de 2015 en El Diario Montañés.
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