El fiscal jefe de Marsella,
Brice Robin, parece un tipo listo y gris que cumple con su deber. Ese perfil
alopécico y funcional lo hemos visto muchas veces, activo en las más diversas
ramas del conocimiento. A Robin podemos imaginarlo abogado, dentista o ingeniero.
Se trata del esfuerzo que da fruto, de la voz que todos escuchan durante las
cenas en familia: “Haced lo que Brice os diga”. Es posible que nada de lo
humano le sea ajeno y que sea capaz también de aflojarse la corbata y de
emocionarse, encontrando en el arte la pasión que falta en las compilaciones
legislativas. Sin duda, no es una víctima de la moda, pero le gusta ir bien
vestido, por respeto a la institución que representa.
Pero, Brice Robin no está
solo. También usted se levanta temprano e intenta hacer bien sus tareas. Sirve
el desayuno a los niños, limpia la casa y acude a su puesto de trabajo. Cuando
las cosas se tuercen, evita que su familia lidie con la tristeza y se traga los
juramentos. “¿Todo va bien, cariño?”. “Sí, no te preocupes”. Así avanzan los
países.
Por ese motivo, cuando el
fiscal desveló el misterio que escondía la caja negra del Airbus 320 de
Germanwings estrellado en Los Alpes, usted lo comprendió perfectamente. El
relato de Robin iba dirigido a usted. No fue convenientemente adaptado por los
medios. No hacía falta. Fue la concisión sin extravagancias, la verdad en paños
menores. El fiscal no sobreactuó. Se limitó a explicar lo que había, a exponer
el sinsentido. Habló como un asalariado y redujo la locura al dato.
El miedo emerge entre
oficinistas que intercambian información. La normalidad de Robin y la del
espectador convergieron en un episodio trágico: el del mal que invade lo
cotidiano y amenaza con corromper el equilibrio de la responsabilidad. El avión
que no se cae, sino que es derribado. La conexión europea, refinada y emprendedora,
interrumpida por la decisión de alguien que ha perdido. Robin y usted concluyen
su jornada laboral y se relajan un rato en el sofá antes de irse a dormir. El
copiloto Andreas Lubitz pensó distinto. No sabemos en qué punto del vuelo
decidió que continuar adelante era mucho peor que precipitarse contra la
montaña. Robin tuvo que sacudirse todo su orden para ponerse a escuchar la
dramática conversación de la cabina. Y se lo contó a usted, su semejante, sin
la pretensión de incorporar argumentos científicos o antecedentes más o menos
oportunos. En su discurso, no hubo exnovias, historiales médicos, o desprendimientos
de retina. Todo eso vino más tarde. Con Brice Robin, sólo hubo tiempo para los
gritos tras la puerta y un sonido de respiración serena en la cabina. El
copiloto Andreas Lubitz, alemán de 28 años, escuchó las súplicas del comandante
mientras veía la montaña hacerse cada vez más grande. Y respiró tranquilamente.
Ese fue el hecho. El horror.
*Columna publicada el 9 de abril de 2015 en El Diario Montañés.
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