La ciudad es, ante todo, una espera. Quizás, su perfil
de puerto de mar, de umbral que promete acción al habitante, aventuras o
reposo, confiere personalidad, significado. Santander no es una plaza fácil, en
la que uno pueda estar seguro de las cosas. No se trata, por ejemplo, de Estocolmo,
donde la llegada del invierno estipula nieve en el calendario. De ninguna
manera. Aquí, uno tiene siempre la impresión de que el buen tiempo llegará
pronto, aun en los peores días de lluvia torrencial o simple calabobos.
“¿Cuándo saldrá el sol?”, se preguntan los vecinos, mientras abren cuidadosamente
los paraguas y se abrochan los abrigos. “Dan bueno a partir del viernes”,
interviene algún optimista mejor informado, orgulloso, como quien reparte
dulces en una fiesta.
La lluvia en Santander parece siempre algo inesperado,
pasajero. Pilla de improviso y acaba con el verano -o lo interrumpe- en el peor
momento. No obstante, esa humedad que, poco a poco, forma charcos y disuade al
paseante de salir de casa es también la que nos vincula con la memoria, la que
nos devuelve a los años primeros. La mano de una madre que conduce al niño,
cuidando de que no se cale hasta las rodillas. O los antiguos sábados de paz y
aperitivo en el Chiqui, especialmente en invierno, cuando la mar embravecida
evoca algo distinto al paisaje ocioso y playero. Las conversaciones que se han
perdido, las palabras que no llegaron a pronunciarse. Ésa es la razón de las
ausencias.
Y, sin embargo, la noche, en su quietud falsamente
iluminada por las farolas, es también una promesa: no acaba aquí la cosa. Otros
niños pasearán, quizás mañana mismo, de la mano de sus padres, o en el asiento
de atrás de un coche, maravillándose de las olas que estallan contra la ciudad,
elevándose muy alto para posarse, mansamente, sobre el asfalto. Las calles
preparan de noche el escenario para la vida que se despliega de buena mañana,
esperan la emoción o el tedio del deportista y de las parejas. Quizás, la
melancolía del jubilado, que se deja llevar por el recuerdo, cachava en mano y
boina bien calada, observando ensimismado el horizonte.
Todo está como debe. Pero uno lo comprende mucho más
tarde, no de joven, cuando quería escapar de ese viento interminable, de esa
humedad puritana y fatal, para explorar nuevos territorios. Para desafiar al
tiempo y a este espacio que siempre aguarda una lluvia nueva.
*Publicado el 8 de marzo de 2015 en El Diario Montañés. Primer número de la serie 'Con nocturnidad'. Fotografía de Andrés Fernández.
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