El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, se
pasea por Europa como un vendedor de chubasqueros en una plaza de toros. Podrá
indignar su dramática oferta de refugio a los judíos amenazados en el
continente, pero el caso es que llueve. En 2014, se registraron 851 actos
antisemitas en Francia, más del doble que el año anterior. En ese ambiente
crispado, 7.231 personas emigraron a Israel. Los recientes atentados de París y
Copenhague elevan la inquietud a la categoría de emergencia. “El lugar de los
judíos franceses es Francia”, protestó el jefe del Ejecutivo galo, Manuel
Valls, tras el reciente ataque al cementerio de Sarre-Union. A estas alturas, la
idea de un éxodo definitivo no parece descabellada.
La crisis, sin embargo, estimula el discurso. Los
gobiernos europeos, vacunados contra el pogromo, recuperan empaque desde la
serenidad del orden liberal. Para defender la sociedad abierta, piensan, no
basta con apelar al cumplimiento de las leyes. Es necesario dar un paso más y
recordar que las posibilidades de libre expresión emergieron de la batalla
contra el totalitarismo y de la reivindicación del otro. Tan sencillo e
inspirador como eso.
España, por su parte, está a otra cosa. Aquí, se mira
a los judíos como las vacas al tren. El antisemitismo y los ataques contra la
prensa crítica han precedido siempre a la catástrofe en la vieja Europa. En
nuestro país, la libertad de palabra aún conserva parte de su prestigio, y el
‘Je suis Charlie’ impactó a los ciudadanos. Lo de los judíos, no obstante, es peliagudo.
Un asunto, digamos, exótico.
Quizás, las dificultades para adaptarnos a la
modernidad pasan por la inexistencia, aceptada y cotidiana, del diferente. Y, como
diferente, el judío ha sido y es paradigmático. La memoria sefardí permanece en
la Península como un reclamo políticamente correcto para la defensa del
patrimonio cultural, pero ha dejado una huella a medio camino entre la amargura
y la indiferencia. Auschwitz, directamente, no le dice nada al español,
acostumbrado más bien al discurso antijudío clásico, con su profanador de
hostias y su torturador de cristianos imberbes.
El compatriota medio, católico o espectador de series,
se pregunta qué habrán hecho estos cafres para ser perseguidos durante tanto
tiempo. Y siempre encuentra respuestas para la discriminación: que no se
integran, que controlan las finanzas, que están muy cerca del poder, los
bombardeos de Gaza, o la crucifixión de Jesucristo. Desde el cinismo, todo se
justifica. Y seguimos a lo nuestro. A las masacres de París respondimos con sobreactuadas
manifestaciones en contra de la islamofobia y quejándonos del poco caso que se le
hace a Nigeria. La tradicional osadía española cerró en falso el capítulo
terrorista para poder seguir hablando de la Gürtel o de la próxima revolución,
que es lo que en verdad nos gusta. Mientras Europa vuelve a quedarse sin
judíos, aquí se vive permanentemente a las puertas del Paraíso. O del
precipicio, que viene a ser lo mismo.
*Columna publicada el 26 de febrero de 2015 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario