Permítame recordarle,
querido lector, que la banda terrorista ETA mataba mucho. Estoy seguro de que
usted no lo olvida aunque haya pasado algún tiempo y la actualidad, como suele
decirse, mande. Hasta hace apenas seis años, ETA desplegaba su actividad
criminal a través del asesinato, el secuestro y la extorsión. En el homicida
día a día, sus esbirros colocaban bombas debajo de los coches y estrellaban
furgonetas cargadas de explosivos contra las casas cuartel de la Guardia Civil.
A menudo, sus pistoleros esperaban a que algún político, periodista o juez
bajase a comprar el pan y los periódicos para descerrajarle un tiro,
preferentemente por la espalda. Cuando la infraestructura le era propicia, ETA
habilitaba un agujero, colocaba una colchoneta y un par de cubos, y raptaba a algún
funcionario de prisiones o a algún autónomo que no se decidía a cumplir
puntualmente con el “impuesto revolucionario”. A la víctima se le quitaban
todas las dudas, le crecía la barba y se le atrofiaban las extremidades
mientras avanzaba el calendario.
De vez en cuando, a ETA el
tú a tú le sabía a poco, y se ponía a pensar a lo grande. En 1987, por ejemplo,
la explosión de un coche bomba en el aparcamiento del centro comercial Hipercor
de Barcelona acabó con la vida de una veintena de personas, entre ellas varios
niños. Pero, francamente, eso era raro. Lo más habitual era la selección
cuidadosa del objetivo, la individualización del crimen. No todo el mundo constituía
una víctima potencial. En el País Vasco, sin ir más lejos, los cargos públicos
del PSOE y del PP debían salir a la calle acompañados de escolta. El hecho de
que la oposición necesitase de protección armada mientras los gobernantes nacionalistas
vivían despreocupadamente supuso una anomalía que, tras el secuestro y
asesinato en 1997 de Miguel Ángel Blanco, concejal popular en Ermua, fue
contestada a través de la movilización de plataformas ciudadanas y de la
consolidación de una crítica intelectual del terrorismo. Todo suena hoy a
pasado remoto.
En la actualidad, con ETA en
suspenso y sumergido bajo toneladas de corrupción, el PP echa mano de su expediente
antiterrorista para tratar de soportar la marea electoral que amenaza con
tragarlo. El personal se burla de su tendencia a identificar al adversario
político con el pasamontañas. Ciertamente, ese discurso devalúa cualquier
posible heroicidad. Sin embargo, tan injusto es acusar a diestro y siniestro de
complicidad con el tiro en la nuca como reducir el terrorismo a la crueldad de
cuatro descerebrados. Mientras actuó, ETA contó con la aceptación o la cobardía
de amplios sectores de la política española que hoy sacan pecho y presumen de
compromiso frente a todas las castas. A sus elocuentes portavoces no se los vio
precisamente activos en la defensa de la democracia cuando hacerlo suponía un
riesgo. Más bien, al contrario. Donde hoy brilla el descaro, hubo tibieza en
altas dosis.
*Columna publicada el 5 de junio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS.
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