“Queremos un hijo tuyo”, le
gritaban las señoras al Felipe González de la pana. Eran años analógicos y toreros.
La política se descubría entonces como una forma de diversión al aire libre,
con profusión de himnos y banderas, como quien se despereza tras dormir
demasiadas horas. El franquismo había caducado y el poder sustituía las
capillas por el albero. El mitin y el bocadillo: eso fue la Transición. No es
poca cosa. Fue la época del diseño de un nuevo país, sostenido por renovados
cimientos democráticos. Para triunfar en la flamante batalla electoral, se
exigía la presencia de los partidos en cada rincón del territorio patrio. Así,
emergieron los aparatos, como la alergia en primavera.
Los cambios sociales
incorporan siempre un relato mítico, que resume la efervescencia revolucionaria
en un único episodio. Los franceses tienen su toma de la Bastilla. Los
estadounidenses, su bostoniano motín del té. Los rusos, el asalto al Palacio de
Invierno. Podría decirse que la España actual se explica por la movilización del
15M, una protesta dirigida contra el centro neurálgico del sistema político,
contra el bipartidismo y el poco espacio que se deja para la participación del
ciudadano. Pero, no. Eso sería engañarse. Hoy, España es Mariano Rajoy
dirigiéndose a la prensa desde una pantalla de televisión. El plasma, como
herramienta política, el final del contacto y del matiz.
De hecho, el 15M, las mareas
ciudadanas y las grandes manifestaciones contra el Gobierno han capitulado ante
un claustro de profesores. Pablo Iglesias y sus compañeros de departamento han
devuelto la ilusión a muchos votantes, pero han despejado las calles. No puede
negarse la influencia definitiva del audiovisual sobre las conciencias, de la
tertulia sobre la ideología. Ningún político emergente puede aspirar ya al
triunfo sin liberarse la de corbata y sin pisar los platós. Bastan un par de
comentarios, unas cuantas emisiones para hacer zozobrar a las encuestas. Desde
Albert Rivera a Alberto Garzón, los aspirantes se reparten acusaciones de
favoritismo en la pequeña pantalla y aprovechan los minutos en el aire para
vender el género. Los partidos dominantes, por su parte, prefieren no
participar en una discusión que, en resumen, va en su contra.
Pese a su tendencia a lo
simple, la nueva situación no puede provocar amargura. Al fin y al cabo,
asistimos a la confirmación de los nuevos políticos, antes del reparto de su marca
entre los aparatos autonómicos. Iglesias y Rivera, sin ir más lejos, han atado
corto a sus respectivos círculos, limitándose cualquier actividad a un duelo
mediático entre tres o cuatro individuos. Tiene todo, en definitiva, un aroma
americano: la reivindicación del carisma. Pero, ay, esto es España. Y no se
comprende el país sin la batalla de máximos, sin la mención del pecado.
La inédita fiesta
democrática apenas alegra al personal. La ortodoxia es, ante todo, una actitud.
El otro no es un adversario, sino un representante del mal. El ciudadano se
convierte en feligrés, las redes sociales estallan en la descalificación. Las
acusaciones de culpabilidad y la defensa del sospechoso igualan a los
contendientes. La necesaria reforma política del país corre el riesgo de
cristalizar, de nuevo, en una fractura social irreparable. Muchos confunden
política y teología. Algo habitual en la historia de España, por otra parte.
*Columna publicada el 12 de marzo de 2015 en El Diario Montañés. Fotografía de la agencia EFE.
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