El padre y el hijo suben por la Alameda
de Oviedo hacia Cuatro Caminos, mientras el sol se filtra con cuentagotas entre
las ramas de los plátanos. Van con tiempo de sobra, paseando sin fatigarse. La
tarde promete ser larga y no se han olvidado de las almohadillas que la madre
les compró en un antipático comercio. La pareja viandante no quiere ser
público, sino afición; por eso, no se deja seducir por las charangas
que también a esa hora se dirigen a la plaza de toros. El ritual se repite cada
mes de julio. Primero, el Tour de Francia. Luego, la Feria de Santiago. En el
camino, la conversación suele comenzar con la última etapa gala para pasar
pronto al asunto taurino. El padre menciona alguna crónica del gran Joaquín
Vidal, o evoca aquella tarde en la que vio a Curro Romero torear de verdad en
León. La corrida, generalmente, decepciona, pero el padre y el hijo tienen buen
paladar y siempre aprecian algún detalle, por pequeño que sea: una media
verónica, un natural profundo cargando la suerte, un buen par de banderillas
asomándose al balcón…
Han pasado muchos años y el padre y el
hijo ya no van a los toros. Las cosas cambian muy rápidamente, a pesar de la
legendaria quietud santanderina. La madre no está y las almohadillas
permanecen a la espera sobre una estantería de la biblioteca. El padre prefiere
ver las corridas de toros por televisión. El hijo no suele ver corridas de
toros. No hay manera de conciliar, piensa, el gusto por lo que acontece en el
ruedo, siempre sujeto a interpretaciones y a demasiados adjetivos, y el hecho
incontestable de que lo que ahí se produce es la muerte de un animal que siente
y padece. Ante esto, la tauromaquia no tiene defensa.
Reflexiona sobre todas estas cosas y se
convence sin demasiado entusiasmo de las bondades del progreso. Es más, el
joven -porque sigue siendo joven- se enorgullece de su madurez y sentido común,
a pesar de los muchos años en compañía de taurinos y aficionados, y de todas
aquellas tardes de felicidad junto a su padre en la plaza.
Eso sí, el hijo nunca pronunciará los
eslóganes más radicales de la crítica a las corridas de toros. Los más
celebrados niegan su aportación cultural, y reducen la fiesta a una simple
carnicería con pretensiones. Resulta imposible matizar la cruzada del
militante. Pero el hijo echa la vista atrás y recuerda a Joselito cuajando a
‘Flamenco’, de Buendía, mientras él, muy niño, lo disfrutaba desde el tendido.
De su memoria, emerge también el embrujo del capote de Julio Aparicio. Y queda
espacio para los naturales superlativos de José Tomás, o para la bravura de un
Victorino. Y sabe que durante esos instantes de pureza y de verdad, de emoción
compartida, se paraba el tiempo. Eso no se lo podrá negar nadie.
*Columna publicada el 18 de julio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS.
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