Según un informe de la editorial inglesa Cambridge University Press, el 31% de los jóvenes españoles
no cree en Dios, pero sí en “energías que nos influyen”. Enigmático y
sorprendente. Dos milenios de teología y magisterio, de guerras por imponer una
perspectiva de detalle sobre la trascendencia, para cerrar el asunto con una
respuesta de jardín de infancia. Los cántabros descreídos, sin tantos
miramientos, se cuentan entre quienes afirman más contundentemente que el
Altísimo no existe “en absoluto”.
Lo de las energías tiene su punto, eso no lo duda
nadie. No en vano, se trata de un elemento de sustitución que persevera en la rebeldía
contra la muerte, sin caer en la trampa del fanatismo. La energía es semejante
al espíritu, pero con un toque respetable, como si hablásemos del cambio
climático o del bosón de Higgs. Permite sobrevivir a la duda sin angustiarse
demasiado. Es un gran avance. Hace siglos, un matiz incómodo sobre determinadas
virginidades podía llevar al exégeta derechito al cadalso. La cosa iba en
serio. Hoy, marcados por la crisis prerrevolucionaria y por los gustos de clase
media, todo pasa por no perder comba en el camino del placer. Energía, la que
usted quiera, pero no me hable de catecismos, por favor se lo pido.
Quien echa mano de la energía conserva intacto su
prestigio. No entra en pormenores y eso se agradece; es el dios privado, el
fruto de una intuición más o menos sostenida en el ejercicio racional. Pero,
ojo, también atrae peligros. El ser humano es capaz de perder toda creencia,
pero no quiere renunciar a la celebración. Y ahí se contradice. Los grandes acontecimientos
de la vida aún se proyectan a través de las estructuras eclesiales. Uno puede
creer en las energías y bautizar al niño, por ejemplo, en la catedral de
Burgos. Ni siquiera hay en ello tensión o mala conciencia.
No es, sin embargo, el capítulo espiritual el más
afectado por esta mudanza. La Iglesia y las demás instituciones religiosas
pueden seguir adelante gracias a la inercia de la tradición y al sustento del
dinero público. No están en peligro. La persona es otro cantar. La confianza en
las “energías que nos influyen” inyecta en el sujeto una gran dosis de ilusión,
sin el freno, esta vez, de la moral. Históricamente, el amor al prójimo
permitía rebajar el orgullo de quien se entrega a la adoración de los atributos
divinos. Eso ya se terminó.
En la actualidad, las energías proporcionan al
contribuyente una nueva esperanza. Bajo su influjo, uno puede creerse Lenin o
Steve Jobs, Spielberg o Cristiano Ronaldo. El poder estimula el ansia del
individuo por liberarse del anonimato y aspira a convertirlo en empresario de
sí mismo. Las escuelas de negocios hacen su agosto y el autónomo es la nueva
figura salvífica, venerada por los medios. Cualquier mediocre con pretensiones
se cree ya un líder que avanza, enérgico, contra los demás.
*Columna publicada el 9 de mayo de 2015 en El Diario Montañés.
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