martes, noviembre 25, 2008

Los Datos Verdaderos Del Mundo

No existe nada más que tu temperatura
resumiendo los datos verdaderos del mundo.
Juan Antonio González Iglesias.

Soledad no se lo explica. Alza la cabeza y contempla el cielo limpio, despejado de nubes y coronado por el fuerte sol del mediodía. Soledad no comprende. Los golpes del trabajo del albañil, que cierra el nicho recién ocupado por su hermana Elvira, la sacan de su ensimismamiento. El ruido de los golpes se confunde con el rezo del sacerdote. Soledad, desde su sitio, observa a su cuñado que parece hoy más pequeño y más débil. Se moja los labios secos de sed y de tristeza, y se frota las manos enguantadas en luto.

El sacerdote da la bendición y concluye la ceremonia. Los asistentes al sepelio permanecen quietos aún, sin mostrar prisa o impaciencia. Poco a poco, van acercándose a Luis y le dan el pésame. Soledad también se acerca. Lo toma del brazo.

- Hoy te vienes a casa.
- Bueno.
- No te puedes quedar solo.
- No.

Los gritos de unos chiquillos que juegan en un campo cercano quiebra el silencio respetuoso del cementerio. Cuando abandonan el lugar, el albañil aún no ha terminado.

En casa de Soledad, el almuerzo es triste. No le ha dado tiempo a comprar nada. La agonía de su hermana y su posterior fallecimiento la han tenido ocupada durante semanas. Abre unas latas de sardinas y espárragos, que no van a comerse. Pasan la tarde casi sin hablar. A las siete deciden dar un paseo.

Anochece lentamente sobre la ciudad. Las aceras van tomando un tono ocre. Las ramas de los árboles se mecen más violentamente. Los dos cuñados avanzan cogidos del brazo, sorteando a la multitud que abarrota el centro. De vez en cuando, se encuentran con algún conocido que los para y les ofrece sus condolencias. Luis se espabila poco a poco del letargo en el que se ha sumido desde la muerte de su mujer. Tiene frío y estrecha su cuerpo con el de Soledad. Ella le sonríe.

- ¿Quieres un café?
- Bueno.

Se sientan en una terraza y piden. No tardan mucho en servirles. El camarero observa las ropas de luto de la pareja, y dibuja una mueca que trata de ser condescendiente. Luis coge la taza con las dos manos y la deja ahí unos instantes sin llevársela a la boca. Soledad bebe un sorbo de su té.

- ¿Mejor?
- No.

Luis quiere volver a su casa. A Soledad no le parece una buena idea, pero acaba por ceder.

- Al menos déjame acompañarte.
- Ven.

Agarrados del brazo, se dirigen a la casa de Luis. Ya es noche cerrada en la ciudad veraniega. Se cruzan con grupos de jóvenes, que no reparan en su tristeza.

Luis introduce la llave en la ranura, pero no abre enseguida. Apoya su cabeza en la puerta. Soledad le pone la mano sobre el hombro.

Nada más abrir, llega desde el interior de la casa un fuerte olor a cerrado. Soledad corre al dormitorio.

- Quédate en el salón. Voy a ventilar.

Soledad entra en la habitación donde, tan sólo dos días antes, ha muerto su hermana. Es una habitación pequeña, ocupada por dos camas sencillas, separadas por una mesilla de noche. El desorden es el mismo que dejaran cuarenta y ocho horas atrás. Las sábanas revueltas, la persiana bajada, dan a la estancia un aspecto como de batalla perdida. Hay un olor familiar y reciente que a punto está de hacerle flaquear. Se arma de valor y sube la persiana y abre la ventana. No llega aire suave de la calle. Irrumpe una oleada de calor. Soledad cambia las sábanas de la cama de su hermana Elvira.

Luis llega sólo unos minutos después. Soledad lo mira. La oscuridad de la habitación es interrumpida por las luces del edificio de enfrente.

- Quiero dormir. Voy a acostarme.

Soledad le mira compasiva y cariñosamente.

- Me quedaré un ratito en el salón y luego me iré a casa.

Luis asiente. Soledad le deja solo.


*


Soledad se ha quedado dormida en el salón. El calor de junio ha empapado su blusa negra y se la ha pegado al cuerpo. Se incorpora y mira hacia los lados, desorientada. Se dirige al dormitorio.

Luis respira profundamente. Soledad se queda a los pies de la cama, observándolo. Poco a poco, y sin dejar de mirar a su cuñado, la mujer se desata los botones de la blusa. Se la quita y también el sujetador. Hace lo mismo con la falda y las medias. Echa una mirada a la mesilla de noche, donde descansan un vaso de agua y una tableta de somníferos. Soledad no lo piensa y se mete en la cama. Acostada sobre su lado izquierdo, siente el aliento de Luis sobre su rostro. Poco a poco, vuelve a dormirse.

Un rayo de sol ha asomado por entre las rendijas de la persiana. Soledad se despierta. Luis sigue dormido. Lentamente, la mujer se levanta y abre el armario. Coge una de las batas de Elvira y se la pone. Respira el perfume de su hermana que empapa aún la prenda. Se marcha al salón tras recoger su ropa del suelo.

Soledad mira por la ventana. Un grupo de niños ha salido casi con el sol a repartir juegos y risas por las calles todavía desiertas.

Unos minutos más tarde oye a Luis que camina por el pasillo y la llama.

- ¡Soledad!
- Aquí, Luis, aquí.

Los dos se encuentran a medio camino. Luis parece nervioso, desencajado. Se acerca. Soledad retrocede. Una mirada distinta se ha dibujado en el rostro del viudo.

- ¡Elvira!

Luis agarra a su cuñada por el cinturón de la bata. Ella intenta zafarse. El nudo se desata.

El cuerpo de Soledad asoma bajo la bata de su mujer muerta. Luis toma a Soledad de la cintura. Acaricia su vientre y sus senos. Arrodillado, la besa alrededor del ombligo. Luego se detiene y se incorpora. Las miradas de los cuñados se cruzan en un instante que parece deshacerlos. Finalmente, Luis se aleja y se sienta en una silla del salón. Soledad, confusa, vuelve a anudarse el cinturón y va reunirse con él.

Los rayos del sol atraviesan impúdicamente el cristal. Soledad, de cuclillas frente a su cuñado, le toma de la mano. La luz del nuevo día ilumina la piel de la mujer. Luis sonríe.

- Ya es tarde… Elvira…

La mujer asiente y sonríe también. Se tapa el escote con su mano libre.

sábado, noviembre 08, 2008

Las Mujeres En Invierno

El viejo seguía en sus trece. Se levantaba a ratos la venda y echaba un ojo, y volvía a taparla rezongando. Unas veces decía “Ya estoy bien”; pero luego se quedaba quieto, como previendo un latigazo del dolor y no decía nada. O cambiaba de tema y me decía:

- Dios conoce cada tábano.

Y yo asentía para no contrariarlo, para que estuviese distraído. El viejo Damián sudaba, y eso era que la fiebre lo estaba sacudiendo. En ocasiones parecía encontrarse mejor y me aceptaba algún cigarrillo. Y seguía con lo del tábano.

- Claro, chico, cada tábano, cada hormiga incluso. Dios procura alimento a los animales y a los hombres. Él no hace distingos.

Yo miraba por la ventana, con el fusil en la mano, tratando de escudriñar la noche, de forzar la vista para acostumbrarla a vigilar a todas horas. Sólo era cuestión de tiempo.

Damián, a veces, se ponía lastimero y fingía resignarse:

- Chico, aún estás a tiempo. Mira que este viejo ha visto ya muchos abriles.

Calle, hombre, calle, le decía yo, y seguía a lo mío. Cuando me parecía buen momento, salía de la casa y buscaba leche y comida en el pueblo abandonado.


*


La verdad es que yo nunca había hecho por acercarme al viejo Damián. Lo veía a veces salir de su casa o de la escuela, abrigado con su vieja trenca (que ahora nos servía de manta para la noche) y entrar en el bar de Gelo, el padre de Clara.

- Que ya sé yo lo que tú te traes con Clara, bandido- me decía Damián-. Todos hemos tenido quince años.

Yo, cuando ya tuve más confianza, le interrogaba.

- Damián, ¿y el amor?

- El amor existe, chico, claro. Por encima de todas las cosas.

Y me tranquilizaba.

*

El tiro le había dado a Damián en el muslo derecho. Al principio, lo que parecía una herida superficial se volvió peligrosa y febril con el paso de los días. Damián hablaba en sueños y repetía palabras sin ninguna coherencia: “lagartija, Sara, honor, sombras…”, y yo lo despertaba, y él, tras situarse, me tocaba en el hombro.

- Va bien, chaval, va bien.

Y me pedía un cigarro o que le cantara alguna canción bonita. Y yo le decía: “Vale, pero un rato sólo”.

Una vez me habló Damián de los sueños. Dijo que había que seguir los sueños; asirlos por las solapas, como cuando uno se encuentra con un deudor holgazán. Dijo que eso era ser hombre. Yo le decía que sí, que se tapase no fuera a empeorar su estado una mala brisa.

- Yo lo que quiero es ser artista, don Damián.

Y él abría mucho los ojos y decía “¿Sí?”, con admiración; o me lo parecía a mí, que me quedaba luego muy sonrojado y sin hablar. Y él, con la mano, buscaba a tientas y me estrechaba el brazo como animándome.

Cuando carraspeaba, yo ya sabía que el viejo quería decirme algo.

- Al final somos como las palomas, chico. Si miras una bandada volar buscando un buen tejado en el que refugiarse, a veces un par de ellas se distraen y se alejan y juguetean entre los árboles, muy expuestas al gavilán. Pero siempre vuelven, chico. Siempre acaban donde deben.

Yo me quedaba pensando, porque había que pensar en lo que decía Damián, que era un sabio y yo le miraba la pierna infectada, y me daba cuenta de que éste era el último viaje de Damián. Y él también lo sabía. Cuando nos íbamos a dormir, yo rezaba por nosotros y lloraba al final.


*

Damián era el maestro del pueblo y los chicos lo respetaban mucho. Le decían “su merced”, porque lo habían leído en algún sitio, y les parecía muy educado y culto tratar de esta guisa a un hombre sabio. Damián siempre me decía que no había que hacer nada para caer en gracia, que uno “caía o no caía”; y que preocuparse por cosas así no tenía sentido ninguno, y que sólo era complicarse sin necesidad.

Yo le dije que me pasaba eso con Clarita: que ella me ponía ojitos y yo me ponía rojo porque los amigos me tomaban el pelo y decían “Joé con la Clara, ¿eh?”; y yo, claro, les seguía el chiste, que eso debe hacer un chico si no quiere pasar por la vida solo y amargado. Damián me miraba entonces con un leve gesto de decepción, pero luego sonreía y santas pascuas.

También hablaba Damián de sus hijas, Carmen y Lola, que las quería mucho, y lamentaba no volverlas a ver. Yo, claro, le decía que no dijese eso, que aún había esperanza si los militares llegaban pronto; que siempre hay médicos junto a los soldados, y que traerían medicinas. Que sólo había que tener paciencia. Pero el movía la mano como diciendo “olvidémoslo”, y me contaba:

- Las chicas son una bendición, muchacho. Los niños son más trastos y uno no puede evitar hacer comparaciones. Y observarlas desde lejos, a las mujeres. Eso no tiene precio, chaval. Sobre todo, en invierno. No hay nada más bonito que las mujeres en invierno, envueltas en abrigos largos y guantes negros, y con botas negras también; y con las mejillas y la nariz coloradas por el frío.

*

Pasaron los días, y Damián estaba peor. Ya no comía, y yo, a ratos, le daba de beber de la petaca; que casi no quedaba güisqui, pero lo aguaba un poco cada vez y así aguantaba. Apenas hablábamos los últimos días. Damián sólo repetía cosas que ya me había dicho, pero yo no le decía nada. Me gustaba oírlo hablar, y así nos olvidábamos del hedor de la gangrena.

Una tarde, Damián comenzó a respirar con dificultad. A la noche, un par de sacudidas, y después, nada. Encendí una vela y me quedé observando a Damián enfriarse poco a poco hasta que se hubo consumido.

Luego cogí el fusil y salí de la casa. El viento hacía rugir las maderas y movía las puertas mal cerradas. Me alejé y, tras observar que no había moros en la costa, corrí en una dirección que me pareció la buena. Porque decía Damián que a veces no hay que pensar mucho, sobre todo cuando no hay opciones. Y yo aquella vez sí que hablé, le dije: “Ande, Damián, eso es de locos”. Pero no mentía el viejo.