viernes, diciembre 18, 2015

La Fuerza*



A estas alturas de la campaña, la Junta Electoral Central aún no ha advertido del riesgo de celebrar unos comicios generales en España -con la que está cayendo- menos de cuarenta y ocho después del estreno mundial de ‘El despertar de la Fuerza’, la más reciente película de ‘La Guerra de las Galaxias’. La cosa puede ser grave. En primer lugar, parece poco probable que la tensión acumulada por los seguidores más entusiastas de la saga pueda eliminarse a tiempo para hacer un uso responsable de las papeletas y los sobres de nuestros ínclitos candidatos. ¿Cómo separar el grano de la paja, cabe preguntarse, con la retina saturada de rebeldes e imperios? Por otro lado, las comparaciones son odiosas.  

‘Star Wars’ tiene salero más allá del afán recaudatorio. Desde los años setenta del siglo pasado, cada generación disfruta de su trilogía, aunque algunos espectadores son más afortunados que otros. En última instancia, todo depende del espíritu de la época. Es interesante contemplar los cambios en el ritmo y en los materiales cinematográficos en estos casi cuarenta años: lo digital ha sustituido el quehacer artesano, aportando más espectacularidad al producto, al tiempo que su halo romántico se resentía. 
  
Para los guionistas, lo más difícil (y solo conseguido a medias), ha sido siempre conciliar los argumentos. La trama sugerente y misteriosa de los episodios IV, V y VI, donde se dirimía una riña familiar en las catacumbas de un conflicto interplanetario, fue ‘aclarada’ después a toda velocidad, y no sin altas dosis de verborrea, en la precuela -¿cómo olvidar a los tristemente famosos midiclorianos?-. Pocos han hablado, por ejemplo, de la gran metamorfosis de los jedis. Los administradores de la Fuerza pasaron de integrar un celoso club de anacoretas a convertirse en una casta de arrogantes funcionarios, con poder casi ilimitado y una peligrosa incapacidad para detectar conspiraciones.

Gracias a su recorrido ecléctico, ‘La Guerra de las Galaxias’ permite ser interpretada en clave política, con una carga de profundidad que, posiblemente, escapó del plan de sus promotores. Las películas exponen, con total crudeza, los límites de la mística en la gestión del mando. Los jedis funcionan mejor al desvincularse de las instituciones; es decir, en el combate moral, exterior y marginal. El Yoda inexpresivo de la precuela -un ser malhumorado e incómodo en su papel de aguafiestas oficial de la República- se convierte en una criatura rural, excéntrica y venerable en su exilio de Dagobah.


Es necesario que el luchador por la justicia, como dice Platón que dijo Sócrates, “viva como un simple particular y no como hombre público”. Resultaría, por lo tanto, perfectamente natural que, ante este panorama nada heroico, muchos españoles ‘de bien’ que gozan, en debates y tertulias, de los discursos de la ‘Nueva Política’, optaran por apoyar a candidaturas más tradicionales (aun en sus mentiras y corruptelas) para que la Fuerza no se extinga al pisar la moqueta.    

* Columna publicada el 17 de diciembre de 2015 en El Diario Montañés.  

viernes, diciembre 11, 2015

Flores*



No podemos saber si el niño descansa sobre las rodillas de su padre o si éste simplemente lo sostiene frente al muro de flores. El pequeño no se fía, eso está claro, y observa con preocupada atención el luto parisino. La cámara de ‘Le Petit Journal’ recoge la escena. “Hay que tener cuidado, dice, porque luego toca cambiarse de casa”. Los sentimientos brotan de manera natural; el miedo inspira la huida. “¿Comprendes por qué lo han hecho?”, pregunta el periodista. “Sí, porque son muy malos”. Hay una lectura inmediata, despojada de todo cinismo y de todo cálculo, que resulta ser la más certera: los asesinos son malos. El niño no conoce -no puede conocer- el entramado partidista que conspira entre bambalinas; la efervescencia del yihadismo y las crisis identitarias en la Europa del progreso. Eso lo salva. Su mente no acepta el mal, ni lo justifica.

El vídeo tiene interés porque muestra una reacción limpia. Lo importante es que se expresa sin pudor (y sin histeria) una inquietud sin atributos tras un golpe brutal. El niño no pronuncia citas de hombres muertos ni propone marsellesas. Desde su inocencia, que es, también, lucidez, puede, sin embargo, comenzar la educación. Ahí es donde aparece el padre, como la mejor secuela posible del discurso de su hijo. “Francia es nuestro hogar, dice, no va a hacer falta cambiarnos de casa”. El hombre habla con seguridad, pero el niño es un hueso duro de roer. “Sí, pero están los malos, papá”, le contesta, como queriendo decir: “¡Que no te enteras!”.

En ese momento, el padre se manifiesta como una figura beatífica. “Hay malos en todas partes”, afirma. Conciso, pero extraordinario. El hombre no engaña ni reconforta con fórmulas sedantes. No le dice, por ejemplo: “Tranquilo, a ti no va a pasarte nada, yo te protegeré”. El mal está en todas partes. Tú, heredero querido, vas a encontrarte muchas veces con el mal y deberás medirte con él, porque la huida no es una opción. Uno puede imaginarse a este hombre, dentro de unos pocos años, aconsejando con sensatez a su prole sobre los estudios o los amores. Todo va a estar siempre bien al lado de esta persona venerable.


Pero lo mejor está por llegar. El niño no se convence y contraataca: “Tienen pistolas y pueden dispararnos”. El padre se la juega: “Ellos tienen pistolas, pero nosotros tenemos flores”. En apenas unos segundos, avistamos el núcleo del problema. ¿Qué hacer? La frase del progenitor es arriesgada, pero inevitable. El muchacho, nuevamente, duda. “Pero las flores no sirven para nada…”. Su padre lo interrumpe. “Las velas y las flores sirven para no olvidar a los que se han ido”, asegura. En esa frase se resume la cultura; la siembra de valores, frente a la lógica del sacrificio. El hombre no consuela a su hijo; hace algo mucho más útil y valiente: le enseña la civilización. 

* Columna publicada el jueves, 10 de marzo de 2015, en El Diario Montañés.

viernes, noviembre 20, 2015

El mal*



La tristeza no se parece al miedo. Una persona triste conserva su orgullo intacto, quizás inflamado por la injusticia. Quien siente miedo, sin embargo, ya está perdido, y sólo piensa en salvar los restos del naufragio o en salvarse a sí mismo mientras vuela la metralla. La tristeza, a menudo, hace avanzar, pero el miedo quiebra la unidad y desboca las carreras. El terrorismo ataca siempre dos veces; primero, destruye la carne y desparrama las vísceras. Después, espera el resultado, es decir, el comentario que brota del miedo. Frente a otros tipos de violencia, cuyos análisis habitualmente se centran en su ejecución, el terrorismo se aprovecha del arsenal retórico que pretende explicar el acontecimiento, empequeñecerlo, para que quepa en nuestras mentes europeas ya atiborradas de partidismo.

El pasado viernes, el mundo se fue a dormir dejando más de un centenar de cadáveres sobre las aceras de París. Los yihadistas se repartieron el mapa de la capital francesa para hacer el máximo daño posible. El destinatario de cualquier atentado es el espectador; a él se dirigen los criminales, aunque el hecho en sí queda fuera del mensaje. El dato que recibe el ciudadano es una cifra, la imagen de un barrio tomado por la policía y el ejército, las informaciones que van completando la noticia hasta hacerla digerible. La muerte no puede verse. La muerte es lo que sucede al otro lado del cordón policial, lo que ya ha sucedido. El periodismo es un discurso que se pronuncia siempre después, siempre tarde. No puede ser de otro modo.

Se habla, en definitiva, de un número. El comentario neutraliza la indignación y propaga el miedo, también el cinismo, pero nunca la tristeza, que es lo importante. Como un cocinero más de la receta geoestratégica -¡cómo les gusta a algunos esta palabra!-, el hablador pide calma y advierte contra el deseo de venganza. O se viste de clérigo y recuerda la coyuntura y los pecados de Occidente, es decir, de las víctimas. Y todo por no asumir la verdad: que lo de París (y lo de tantos otros lugares del planeta) es, fundamentalmente, una decisión, un gatillo que se aprieta, una bomba que se activa contra otro ser humano. Una persona que mira a los ojos de otra y escoge eliminarla.


La política internacional, la crisis de identidad de los jóvenes musulmanes europeos (como recordaba Fernando Reinares en un artículo reciente) o la guerra en Siria pueden, por supuesto, ayudarnos a comprender la naturaleza de este fenómeno, pero nunca desviarnos de la interpretación más ajustada: a saber, que el yihadismo es enemigo de todo lo que en la humanidad hay de bueno, libre y decente; de la vida, desde luego, pero también, y sobre todo, de la libertad, ese tesoro hoy despreciado que puede desvanecerse si no se cuida. Que en la mente del asesino cualquier explicación es excusa. Es el mal absoluto.     

* Columna publicada el 19 de noviembre de 2015 en El Diario Montañés.
Foto: Reuters

viernes, noviembre 06, 2015

Veneno*



No hay unanimidad en el placer, pero eso no se dice. Es un secreto, algo que permanece oculto en el espíritu humano entre la cotidianidad del rebaño y el tanatorio. De cara a la galería, sin embargo, el poder se entretiene con el espejismo de la responsabilidad, echando mano de la ciencia y sus conclusiones; en definitiva, de la culpa. El placer es íntimo y diverso, apenas un ejercicio de autonomía en la era del escaparate virtual. Hablamos de la gestión del veneno, que no es fácil, eso nadie lo discute. Saber ajustar la dosis, que diría Escohotado, ¡qué gran desafío!

Cada uno se envenena con lo que tiene más cerca; a veces, no se trata de una opción, sino de la vida que moldea las obsesiones hasta confundirlas con la personalidad. Esto no tiene que ser algo necesariamente malo. A Luis Cernuda, por ejemplo, pensar en España desde el exilio mexicano envenenaba sus sueños. El placer del recuerdo y la mortificación de la pérdida. Resulta difícil escapar de esa lógica a la vez reconfortante y autodestructiva que, no obstante, uno no puede arrancarse sin más. Quizás, ni siquiera lo desea.

La administración del peligro pertenece al ámbito de la libertad, esa palabra escurridiza que ya nadie pronuncia. La efervescencia de “lo público” y la exigencia de un mando que delimite las fronteras del mal invaden el presente, reduciendo la elección a simple inconsciencia. La Organización Mundial de la Salud ha emitido su encíclica sobre la carne procesada y ya se alzan las voces comprometidas que reclaman acción al brazo secular. ¿Cómo es posible, se preguntan, que un vecino cualquiera pueda acercarse al supermercado para comprar jamón ibérico? ¿Quién va a proteger al personal de sí mismo? ¿A qué espera el Gobierno? Ay, Mariano, lo que te faltaba...


El pecado, nos dicen, es siempre individual; la flaqueza del sujeto, que -incapaz de imponerse sobre los dictados de la pasión-, va siempre demasiado lejos para saciar sus apetitos. Al veneno que afecta a muchos no lo llaman pecado, ni siquiera error. La intoxicación colectiva tiene otro nombre mucho más vulgar: política.   

* Columna publicada el 5 de noviembre de 2015 en El Diario Montañés.

viernes, octubre 23, 2015

Fiesta*



La fiesta, según Christopher Hitchens, no concluye con la muerte. De hecho, añadía el escritor angloamericano, lo verdaderamente terrible es que la fiesta sigue, pero tú debes marcharte. Que nada se interrumpa con el desenlace personal e inevitable; no cabe imaginar algo más demoledor. Antes o después, el ser humano comprueba la escalofriante ausencia de misericordia, la promesa de destrucción que recibe todo cuerpo vivo. Serán muchos más los días sin nosotros, hay que acostumbrarse a esa ley sin excepciones. La celebración, en definitiva, se abandona aún en marcha, con la música a todo volumen y la cubitera llena.
No tenemos que esperar, sin embargo, a la propia decadencia. Uno puede padecerlo de muchas otras formas, evocando las sombras de aquel mundo que una vez fue real, los libros recién publicados y las películas apetitosas que se acabaron para siempre. El presente, ordenado y consuetudinario, esparce un puñado de tiempo sobre un territorio. Parece algo estable, desde luego, y nos habituamos a la compañía y a las cosas que hacemos sin temor a quedarnos sin combustible.
Así, cuando alguien ya no está, y sus pertenencias quedan en el armario, sobre la estantería, todo parece frío porque nada se derrumba. La naturaleza no emite queja ni arrepentimiento. Simplemente, se corta un acceso. Ni siquiera la tristeza salva a los contribuyentes. Es mucho peor para los vivos. Nos quedamos solos y asistimos a los cambios en la ciudad, en el país, cada vez más alejados de lo que fue verdad compartida.
Uno podría pensar, entonces, en alguien concreto, en una mujer, por ejemplo, con rostro y con nombre, al enterarse del fallecimiento del escritor sueco Henning Mankell y del cierre de la librería barcelonesa Negra y Criminal. Esta mujer, digamos que santanderina, era una gran admiradora del autor de ‘La falsa pista’. “Escribe muy bien y es un ciudadano comprometido”, afirmaba con entusiasmo. El inspector Wallander se convirtió en un personaje familiar. Más tarde llegó Stieg Larsson, pero ya no fue lo mismo.  
Lectora apasionada, quiso conocer la librería de Paco Camarasa. No pudo ser. La muerte comenzó a acecharla cuando más satisfacción obtenía de la cultura y más valientemente disfrutaba de las cosas. Mankell y el local barcelonés fueron dos realidades en su vida, en su presente; dos caminos hacia la felicidad, a pesar de todo. Ahora ya no existen.   

La vida supone pasar de una edad a otra, asumiendo no solo el cambio personal, sino la desaparición de ámbitos familiares en los que nos encontramos seguros y de temas de conversación que creímos y quisimos inmortales. La memoria debería ser suficiente para que arraigue la confianza o, al menos, la resignación. Es complicada esta mudanza que un día terminará para todos, pero no al mismo tiempo. Volverá a amanecer y otros insistirán en preguntarse si hay o no algo de verdad detrás de esta fiesta que abandonamos siempre demasiado pronto.   

* Columna publicada el 22 de octubre de 2015 en El Diario Montañés.

viernes, octubre 09, 2015

Francisco*



Debe de ser duro vivir en este tiempo de exhibiciones digitales sin poder aprovechar el viento favorable. Lo fundamental hoy es dar el gran salto desde una determinada tradición ideológica -más o menos sanguinaria- hacia el presente unánime y progresista, fértil en críticas al “sistema” y galgos que se adoptan. Lo han hecho todos. Se trata del famosísimo giro al centro, en el que destiñen los colores. Transversalidad y círculos morados. O naranjas. Está bien que así sea.   

Lo nuevo comparte época con instituciones que condenan cualquier propósito de cambio. Así, la Iglesia Católica, posicionada históricamente a la vera del poder mundano, defiende su aportación al patrimonio intelectual de Occidente, su estatus, sin aclarar el origen; a saber, la aclimatación política coyuntural que modificó para siempre la faz del cristianismo. Esa capacidad de la Iglesia para abrirse camino desactivó el mensaje apocalíptico del Nazareno, pero garantizó su supervivencia, que no es poco.

El Vaticano tenía cintura, en eso consistía su gracia. Sus dogmas eran permeables a las expresiones populares, mientras sus jerarcas hermanaban hábilmente la institución con dinastías y señoríos. Ese entramado controlador de haciendas y conciencias comenzó a resquebrajarse a raíz de la Ilustración. El proceso de derrumbe alcanzó, durante los últimos decenios, niveles de catástrofe. Sacerdotes, obispos y cardenales brotaban públicamente como oscuras presencias cada vez más obsesionadas con el aborto y la financiación. Perdida su influencia sobre las almas, insistían en el discurso agorero, acostumbrándose a interpretar el papel de inadaptados que reciben burlas y golpes. La homofobia y la discriminación de género se convirtieron en los nuevos estandartes católicos.

Hacía falta una política diferente, eso estaba claro. La Iglesia debía probarse un traje nuevo, la máscara de la modernidad. Para ello, bastaba con manejar las herramientas disponibles con destreza renovada, nada de profundizar en la doctrina, que eso desgasta. La figura del Papa, poderosa en la comunicación y capaz aún de llenar plazas y desviar el tráfico, resultaba indispensable. El impacto de las declaraciones del Pontífice, su querencia viajera y su potestad para zanjar cualquier discusión facilitaban las cosas. Mejor una breve entrevista en un avión que iniciar un cambio radical desde la base.


Y así llegó Francisco. Como sus predecesores, el argentino continuó repartiendo abrazos. Esta vez, sin embargo, optó por el lado misericordioso del mensaje, sin desactivar las condenas que siguen al pecado, pero sin destacarlas. Caer bien desde el principio ayuda a moderar las críticas. Por ese motivo, cuando interrumpe su prédica sobre el cambio climático y la desigualdad para tirar al monte –la expulsión del prelado Krzysztof Charamsa poco antes del inicio del Sínodo de la Familia, la reunión con Kim Davis o la reacción ante los asesinatos en la sede de Charlie Hebdo- nadie se escandaliza. La actualidad exige hoy más socialdemocracia aparente y menos explicaciones sobre la transubstanciación. La Iglesia lo sabe. Esta es su nueva alianza con el mundo.    

* Columna publicada el 8 de octubre de 2015 en El Diario Montañés.

viernes, septiembre 25, 2015

Nosotros*



La actualidad política española desmiente, día tras día, a quienes aún esperan una solución razonable a la crisis del país. Los últimos años han resultado nocivos para las instituciones, pero extraordinariamente fértiles en la acumulación de propuestas y movimientos donde reina la masa frente al tedio individual. En Cataluña, por ejemplo, la réplica independentista ha sido impactante. Un gran número de catalanes (¿miles?, ¿millones?, ¿la mayoría?) se envuelve en su bandera y desfila en perfecta formación, jaleado por su presidente autonómico. De esta forma, Artur Mas ha pasado de liderar un partido desprestigiado por los recortes y hundido en la corrupción a convertirse en un héroe del pueblo.

La política como actividad vehemente, como acción contra el enemigo; contra España. Esos catalanes -muchos, en resumen- obvian los peligros del aislamiento económico, la pérdida de representación en los organismos internacionales y la fractura interna de su población. Se trata de un grupo de personas convencidas de un sí que paraliza la mera gestión, que la arriesga. Lo primitivo funciona; así se interpreta el fenómeno.  

Ante el desafío, Madrid, ese monstruo, vacila a la hora de oponer resistencia. Acomplejado por decenios de desactivación de la idea de España, se enfrasca en un impersonal juego de cifras que pretenden ser amenazantes: llega el temido corralito, la Unión Europea y Obama no reconocen, la incompetencia se camufla bajo la ‘estelada’…

Resulta curioso comprobar cómo lo más importante queda apartado del debate público; a saber, la ilegalidad que, más allá de consecuencias económicas coyunturales, supone el desprecio a la soberanía nacional y, por supuesto, la quiebra inmediata en la convivencia entre españoles. Los movimientos nacionalistas (hoy independentistas y, como aseguran, “transversales”) enarbolan, por encima de todo, una negación: “nosotros no somos ellos”. Sus anhelos se sostienen sobre la apología de la desigualdad. Es precisamente ahí donde encaja la protesta, y donde la izquierda debería ser, ay, insobornable. Frente al pueblo unánime al que se aspira, cabe oponer la sociedad de todos; la ciudadanía en lugar de la identidad monocolor. Lo afirmó Emil Cioran: “quien dice ‘nosotros’ miente”. No es posible componer un eslogan más justo.

*Columna publicada el 24 de septiembre de 2015 en El Diario Montañés.
Foto: AFP.

miércoles, septiembre 23, 2015

Milagro



Nadie siente más que nadie y, sin embargo, cualquier amago de pausa, cualquier ejercicio de memoria, se interpreta siempre como un exceso. ¡Paremos las máquinas! ¡Preparemos los fusiles! Todo se reduce a la distancia entre el sentimiento y lo sentimental. El insulto al progreso, la ruina del país o de la propia vida dirigida hacia la productividad de la edad adulta. Uno la recuerda a veces volviendo a casa, introduciendo la llave en la cerradura. Hubo un tiempo, piensa, en el que estuvieron juntos, como si tal cosa, compartiendo espacios, angustias y mesa. Se pregunta cómo fue posible pasar por aquellos años sin celebrar el acontecimiento, sin mostrar gratitud por lo que fue, sin duda, un golpe de suerte.

Uno se maldice hoy por no haber demostrado algo más que la existencia sin atributos; como si existir pudiese tener alguna importancia frente a la gran injusticia. Aquel ruido de armarios que se abren mientras el niño merienda, la casa en perfecto estado, su despacho lleno de libros y papeles. La lluvia al otro lado como esta misma tarde. ¿Por qué no un beso más, otra mirada nueva? Hubo de todo, no se siente culpable. Y, sin embargo, en el tiempo que pasa, aún cuando ha podido ser aprovechado, la felicidad se convierte en ruina. Qué nostalgia la de esta salud saboreada de nuevo muchas décadas -ojalá- más tarde. Compartir es siempre un milagro. 

jueves, septiembre 17, 2015

Tradicional Shyamalan*

El cineasta indio regresa a la gran pantalla con ‘La visita’, una siniestra tragedia familiar revestida con el manto del suspense




El estreno mundial de ‘La visita’, reciente producción de M. Night Shyamalan, ha despertado, una vez más, las suspicacias del respetable. ¿Otra grotesca y previsible película rematada con su ya emblemática sorpresa final? Los potenciales espectadores no se deciden… Se trata de dar, como dice el ‘koan’, un paso en el vacío. ¿Habrá vuelto, por fin, el Shyamalan que reanimó a Bruce Willis? Una pregunta tan tópica como el supuesto estancamiento del cineasta.

La obra del director indio se sirve de la etiqueta del suspense y de la atmósfera de incomodidad que se aproxima al miedo, pero se detiene a tiempo. Shyamalan es consciente del espacio que ocupa en el escaparate cinematográfico y lo explota. Es su seña de identidad, su rollo. ¿Es suficiente? Con el objetivo de atraer al público, esta fórmula, extraordinariamente eficaz para condensarse en un tráiler, facilita las cosas. Uno quiere sustos y sustos recibe. También en ‘La visita’.

Una hora y media de película, apenas una decena de dialogantes en un falso documental de bajo presupuesto. El enfado brota cuando se pasa de la contención a la acción paródica. Es en ese salto donde Shyamalan siempre arriesga demasiado. El ejercicio superficial, con el que el cineasta parece reírse de su público, da lo que promete, sin control, cómodo en su explosividad. Los tópicos se suceden, con las costuras a la vista. Pero, hay más.



El espectador, epatado por el disparate, no suele advertir la doble vía de cualquier película de Shyamalan. La trama frívola apenas oculta, sin embargo, el tema principal. Lo ha hecho muchas veces. A lo largo de su carrera, se han abordado, por ejemplo, la búsqueda de la identidad y del sentido de la vida (‘El protegido’), o el uso de la mentira como garante de la vertebración social (‘El bosque’). Aquí, en ‘La visita’, se interesa por la pérdida de la comunicación y de la transmisión de valores. De esta forma, un tanto alambicada, reivindica la tradición, la exige.

En la cinta, el desconocimiento de las propias raíces provoca la incapacidad de los personajes para detectar el peligro. Lo que amenaza la vida es el amor artificial, la relación obstaculizada por una presencia tenebrosa y solo humana en apariencia. El tráiler se limita a exhibir el lado más festivo de ‘La visita’ y esconde el resto. Sería interesante preguntar a Shyamalan por esa actitud iconoclasta hacia sus propios códigos. ‘La visita’ habla de una serie de abandonos que confluyen de manera dramática. Con singular maestría, los traumas de unos y otros afloran hasta reventar en el tramo final de la película. La familia y su imposibilidad, los lazos que se desatan arriesgando la supervivencia de los individuos. Algo muy serio, a pesar de los sustos.

Para lograr que esa doble vía se dirija hacia alguna parte, más allá de los gritos y los portazos, Shyamalan echa mano de un guión consistente y de unos personajes cargados de profundidad. No puede hacerse de otro modo. La tensión que imprime a sus obras exige posponer parte de un relato, que, poco a poco, desvela toda su gravedad. En esa complicada labor, los niños protagonistas, interpretados por Olivia DeJonge y Ed Oxenbould, brillan especialmente, reprimiendo sentimientos y angustias sin exageraciones o afectación. La réplica se la dan unos solventes Deanna Dunagan y Peter McRobbie, como los siniestros abuelos.

Shyamalan aprovecha el suspense, la promesa de terror, para trazar un retrato de familia. ¿Para qué, entonces, dar tantas vueltas? Pero, quizás, ese recorrido espectacular sea, precisamente, el cine. 

* Artículo publicado en el número XVII de la Revista Dartes

viernes, septiembre 11, 2015

Pasos*



A Oliver Sacks le dijeron que su cáncer no tenía remedio y el neurólogo y escritor británico se despidió del personal con una emotiva carta en The New York Times. Sacks esperaba la muerte como quien espera el crepúsculo o la cuenta en una terraza a punto de echar el cierre. Esa entereza sin filigranas debe de ser exclusiva de personalidades brillantes, que confían en su éxito y en su capacidad de comprensión. No había en la carta ni un ápice de súplica o rebeldía, tampoco de esperanza en algún Dios benefactor; de su escritura brotó, únicamente, el agradecimiento por haber tenido la oportunidad de existir útil y conscientemente sobre este planeta.

Hablamos, quizás, de la manera más digna en la que el ser humano occidental del siglo XXI puede enfrentarse a su desaparición. Así morirán, con suerte, nuestros hijos, “ya sin fe y sin nadie”, como sostiene el verso de Claudio Rodríguez. Eso querrá decir que sus necesidades habrán sido cubiertas, y que la vida para ellos se parecerá a una travesía plácida y sin marejadas.

La ciudad de Santander, sobre todo en los primeros días de septiembre, cuando se vacía de turistas, es un terreno propicio para que esta perspectiva arraigue. Sus habitantes penetran sin queja en el otoño, serenos ante la llegada de la lluvia y de los fríos. Algunos se enfundan el chándal y corren, recuperando con el nuevo curso los propósitos de buena salud. La capital en temporada baja acoge el esfuerzo de los pasos que no se dan por capricho. Vuelve el trabajo o su búsqueda sobre el asfalto húmedo del norte. 




Que el peligro quede lejos proporciona seguridad al europeo, también al santanderino. Mientras sucede el cambio de estación, al este, al sur, miles de seres humanos escapan del Apocalipsis. Se trata de un movimiento habitual en muchos territorios, pero hoy toca Siria. Los espacios del dolor y la alegría quedan cada vez más cerca y Occidente calla, encogido en su debilidad. La gente se deja la vida en las playas. Morir como Oliver Sacks no está al alcance de todo el mundo. 

* Columna publicada el jueves, 10 de septiembre de 2015, en El Diario Montañés. 

jueves, agosto 27, 2015

Periferia



Se presentó Matisyahu en Castellón para allanar los senderos y despejar todas nuestras dudas. No estábamos seguros, vacilábamos a la hora de establecer un diagnóstico del mal que nos aqueja, pero ya podemos respirar tranquilos. Bastó con pronunciar el nombre del cantante estadounidense -judío, para más señas, como no se han cansado de repetir los medios de comunicación- para espolear los bajos instintos patrios. En realidad, el asunto es menos espectacular de lo que parece: en España, hace falta muy poco para convertir al militante en comisario político. Apenas un par de frases ingeniosas, alguna que otra intervención descocada en las redes sociales, y ya se cocina solo el plato inquisitorial. Si el enemigo íntimo toma el camino contrario, ¿qué más se puede pedir? Una buena patada a Rajoy en la entrepierna de un artista reggae.
Las comunidades judías se escandalizaron, y con razón, por el desvergonzado antisemitismo de ciertos discursos políticos. Desde el anónimo más incontinente a diputados como Alberto Garzón, el desprecio por la verdad fue manifiesto: frases descontextualizadas, chapuceros análisis de las canciones y demonización del autor. Lo urgente era demostrar que Matisyahu despide dosis de sionismo y de maldad en estado de gran pureza. El matiz, como suele suceder a este lado de los Pirineos, chupó banquillo.
En definitiva, España volvió a exhibir su idiosincrasia. En ninguna otra parte se puede dar rienda suelta a los prejuicios contra los judíos con tal desenvoltura. Es, quizás, otra de las consecuencias de nuestro tradicional aislamiento. No obstante, la estrategia populista de imposición ideológica fue incapaz de sostenerse frente a la internacionalización del caso Matisyahu. Es decir, la homilía políticamente aceptada chocó contra adversarios que no acostumbran a callar frente al atropello. Algunos deberían tomar nota si quieren evitar próximas frustraciones.
Lo interesante de este asunto tan desagradable no es, sin embargo, el antisemitismo, ni siquiera la política israelí, como han venido sosteniendo los inductores del boicot. Cualquier debate que se plantea en este país, por exótico que pueda parecer, debe ser comprendido como un episodio más en el gran drama cainita español. Toda discusión es rápidamente interpretada en clave nacional. Por ese motivo, siempre resulta difícil hallar espacios para el diálogo.
Afortunadamente, como estado de la periferia, sin influencia en el ámbito internacional, España tampoco puede contagiar sus complejos al vecino. Los países de nuestro entorno nos dejan hacer, como a niños que incordian mientras los mayores toman el vermú. Nadie interviene a no ser que alguno introduzca los dedos en un enchufe. El antisemitismo es, en fin, ese enchufe, irresponsablemente manipulado por quienes se presentan como custodios de la verdad.
Matisyahu cantó en Benicàssim, desafiando a la rediviva Inquisición que reclama certificados de pureza ideológica para ejercer un oficio. Otros habrían decidido quedarse en casa para ahorrarse el mal trago. Él, sin embargo, cantó para responder a la intimidación, al abuso. No guardó silencio como nuestros intelectuales. 

viernes, agosto 14, 2015

Belleza*



La amistad se despereza en verano e invade las terrazas. La temperatura es propicia, los ánimos reclaman aire libre, cañas y conversación. Algunos, quizás, prefieren tinto con gaseosa o un albariño que refresque las ideas y suelte las lenguas; acaso, una de rabas para no beber con el estómago vacío. Todo es posible. Sobre la mesa poco iluminada -lo dice mejor Gil de Biedma: “con la botella/ medio vacía, los ceniceros sucios,/ y después de agotado el tema de la vida”-, los amigos posan su verdad íntima de muchos años. Nadie puede penetrar en ese espacio en el que, poco a poco, asoma la madrugada. El placer compartido, el lenguaje propio que no se deja arrebatar por las consignas o los discursos. Las interrupciones, las carcajadas que rematan una anécdota. Estamos todos juntos, que también evocaba el poeta barcelonés en otro de sus versos. Lo estamos y nos basta.
Uno piensa en ello sentado en una butaca de la sala Argenta del Palacio de Festivales de Santander, mientras la Orquesta Sinfónica de Castilla y León interpreta el tema principal de la banda sonora de la película ‘La vida es bella’, compuesta por Nicola Piovani. Sorprende comprobar cómo los cambios sociales y políticos afectan a la opinión generalizada sobre una obra de arte. En el momento de su estreno -año 1997-, todo fueron elogios hacia Roberto Benigni y su peculiar versión del Holocausto. Ya saben: un hombre trata de convencer a su hijo de que la espantosa experiencia que ambos viven como prisioneros en un campo de exterminio nazi es, en realidad, un concurso.
Los ‘felices noventa’ propiciaron estas aproximaciones optimistas a la catástrofe. Occidente, liberado de la Guerra Fría, no tenía ganas de sufrir. No era tiempo de crisis económica y el yihadismo no había golpeado aún en el corazón de Europa y de Estados Unidos. Hoy, todo ha cambiado. Para empezar, ‘La vida es bella’ se recuerda con desdén. Lo políticamente correcto rechaza la “frivolidad” con la que Benigni retrata la Segunda Guerra Mundial. El humor parte ya de la ideología. Es siniestro, no cabe duda, pero eficaz.

Lo interesante, sin embargo, de ‘La vida es bella’ es su reivindicación del lenguaje privado frente al avance inmisericorde del totalitarismo. Los protagonistas se comunican sin asumir el rol que les imponen sus represores. Ese es el hallazgo, la virtud extraordinaria de la cinta. Quizás, valga la pena rescatar hoy esa actitud, recuperar los espacios donde la ortodoxia aún no penetra y combatir el pensamiento único. Un almuerzo, una cena o un paseo, sin que quepan expresiones como “empoderamiento”, “soberanía”, “derecho a decidir”, “reestructuración de la deuda”, “bolivarianos”… La mesura y el respeto; la confianza de sentarse juntos contra la lógica artificial del mitin y el eslogan; es decir, del conflicto. La felicidad que brota en verano, en buena compañía, sentados a la mesa. Para disfrutar de la belleza que ellos desconocen

*Columna publicada el 13 de agosto de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS. 

domingo, agosto 09, 2015

Sacrificio*



Los hay que sobran, que sobramos. Se demuestra en el descaro del poder y en la apatía que provoca la insurrección de las mareas. Todo es hoy repetitivo y cínico, esto lo sabe todo el mundo. O, quizás, se trate de una simple cuestión de perspectiva. Los años sesenta tuvieron su brillo porque los frutos de la protesta fueron más estéticos que políticos. Al fin y al cabo, la placidez de las clases medias es la que alumbra el bienestar. La grandeza o el carisma, igualmente, brotan del entusiasmo. Y no hay entusiasmo en la urgencia de quien se reconoce prescindible. Daniel Cohn-Bendit, Jerry Rubin o los Provos holandeses, por ejemplo, bombardearon con flores a los futuros ejecutivos de la revolución conservadora, seguros en su red de becas y pisos de bajo alquiler. ¿Para quién hablan hoy los portavoces de la ‘Nueva Política’? Por no haber, no hay ya ni un Dylan oportuno o un Lennon encamado por la paz. Eso sí, aparecen los ‘hombres y mujeres de la cultura’ firmando manifiestos por la unidad popular y encabezando marchas. La realidad anestesia.  

La Europa de la precariedad enarbola banderas de otros tiempos, se enreda en estrategias que poco pueden hacer contra la expansión del dinero y la firmeza productiva de Asia. Nada está hecho ya para nosotros. Nos damos cuenta y caemos en la desesperación de una juventud que no se siente protagonista de la historia, ni siquiera partícipe. La padece; eso ya es bastante.

El joven mira a los lados con ansiedad. ¿Dónde colgar el sombrero? Sobre su cabeza, el planeta Kepler-452b, recientemente descubierto por la NASA, mayor en tamaño y en edad, pero similar a las características de nuestra vieja amiga la Tierra. A sus pies, la flamante explanada de Gamazo, con sus cuarenta tumbonas, sesenta y tres árboles y más de mil plantas. Un espacio limpio y elegante, con ese toque ordenado y confortable, abierto, de las nuevas formas de descanso occidental. Parece el patio de un ‘spa’ o la terraza de un restaurante de comida mínima. Los vecinos pueden disfrutarlo, como disfrutan de los nuevos Jardines de Pereda. Pero no nacen para ellos, sino para saciar un prurito de sofisticación o la histeria de algunos por situar a Santander en determinados mapas. El paseo es admiración y no descanso. Como en un museo o como en Palmira antes de la Yihad.   


No somos capaces de asumir el cambio. Hay una protesta, un grito que pretende rescatar al ser humano de su extinción familiar, ociosa (¡bendito ocio!) y colaborativa. Más que la revuelta, se busca el sacrificio: el gran tabú de nuestra cultura, la desaparición de quien molesta y estorba en el camino hacia el Edén. Son los aficionados a los toros, los votantes, los homosexuales, los madridistas, los curas, los directores de cine, los indignados, los solitarios… Resistir a esa llamada es nuestra última opción de humanidad.

*Columna publicada el 29 de julio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS.

domingo, julio 19, 2015

Parar el tiempo*



El padre y el hijo suben por la Alameda de Oviedo hacia Cuatro Caminos, mientras el sol se filtra con cuentagotas entre las ramas de los plátanos. Van con tiempo de sobra, paseando sin fatigarse. La tarde promete ser larga y no se han olvidado de las almohadillas que la madre les compró en un antipático comercio. La pareja viandante no quiere ser público, sino afición; por eso, no se deja seducir por las charangas que también a esa hora se dirigen a la plaza de toros. El ritual se repite cada mes de julio. Primero, el Tour de Francia. Luego, la Feria de Santiago. En el camino, la conversación suele comenzar con la última etapa gala para pasar pronto al asunto taurino. El padre menciona alguna crónica del gran Joaquín Vidal, o evoca aquella tarde en la que vio a Curro Romero torear de verdad en León. La corrida, generalmente, decepciona, pero el padre y el hijo tienen buen paladar y siempre aprecian algún detalle, por pequeño que sea: una media verónica, un natural profundo cargando la suerte, un buen par de banderillas asomándose al balcón…

Han pasado muchos años y el padre y el hijo ya no van a los toros. Las cosas cambian muy rápidamente, a pesar de la legendaria quietud santanderina. La madre no está y las almohadillas permanecen a la espera sobre una estantería de la biblioteca. El padre prefiere ver las corridas de toros por televisión. El hijo no suele ver corridas de toros. No hay manera de conciliar, piensa, el gusto por lo que acontece en el ruedo, siempre sujeto a interpretaciones y a demasiados adjetivos, y el hecho incontestable de que lo que ahí se produce es la muerte de un animal que siente y padece. Ante esto, la tauromaquia no tiene defensa.

Reflexiona sobre todas estas cosas y se convence sin demasiado entusiasmo de las bondades del progreso. Es más, el joven -porque sigue siendo joven- se enorgullece de su madurez y sentido común, a pesar de los muchos años en compañía de taurinos y aficionados, y de todas aquellas tardes de felicidad junto a su padre en la plaza.


Eso sí, el hijo nunca pronunciará los eslóganes más radicales de la crítica a las corridas de toros. Los más celebrados niegan su aportación cultural, y reducen la fiesta a una simple carnicería con pretensiones. Resulta imposible matizar la cruzada del militante. Pero el hijo echa la vista atrás y recuerda a Joselito cuajando a ‘Flamenco’, de Buendía, mientras él, muy niño, lo disfrutaba desde el tendido. De su memoria, emerge también el embrujo del capote de Julio Aparicio. Y queda espacio para los naturales superlativos de José Tomás, o para la bravura de un Victorino. Y sabe que durante esos instantes de pureza y de verdad, de emoción compartida, se paraba el tiempo. Eso no se lo podrá negar nadie.  

*Columna publicada el 18 de julio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS. 

sábado, julio 18, 2015

Bridas*



Concluye la crisis en la manada, eso dicen en La 2. El viejo león marcha al exilio. Incapaz de cazar, y con la melena desgastada por los años, pronto pasará a mejor vida. La cámara acompaña su triste figura, que se pierde en el ocaso, rojo e intensísimo, del Serengueti. Su puesto lo ocupa ahora un individuo joven y fuerte, como un centrocampista alemán. Ha desafiado al líder y ha vencido. A su disposición, el poder y un nutrido harén del que disfrutar sin desengaños. Para darse el festín, debe, primero, deshacerse de la prole de su destronado antecesor. De esta forma, provoca que las leonas -ya sin obligaciones maternales- vuelvan a entrar en celo y, finalmente, conciban nuevos leones de la estirpe dominante. Los pequeños expiran sin que sus madres puedan impedirlo. Hay conflicto, pero muy breve. En poco tiempo, las hembras cazarán algún impala viejo y lento, cuya carne servirán al monarca que mató a sus cachorros. Esto, querido lector, es el mundo.

En su libro autobiográfico, ‘Amor y exilio’, el Nobel de literatura Isaac B. Singer, judío polaco exiliado en Estados Unidos, afirmaba lo siguiente: “Los Diez Mandamientos eran en sí mismos una protesta contra las leyes de la naturaleza. El judío había asumido la misión de conquistar a la naturaleza, de embridarla de tal modo que se pusiera al servicio de los Diez Mandamientos”.  

En las últimas décadas, las sociedades occidentales han descartado a Dios como tema de conversación. Las creencias se repliegan hacia lo privado. Para el europeo medio, Dios sólo entra en escena para inspirar decapitaciones, humillar a las mujeres y a los homosexuales o para ocultar los abusos a menores. Tras el último atentado en Túnez, no faltó la advertencia contra los peligros de la fe. Dios es una idea maligna, esa es la conclusión de la modernidad. Su figura estimula los más horrendos crímenes, justifica la tiranía y el genocidio, nos arrebata el placer.

Sin embargo, no es esa su verdadera utilidad. El relato sobre el origen del universo, la legitimación del poder y el control del sexo son fenómenos tangenciales a la divinidad, empleados siempre en beneficio de alguna minoría arrogante y falsamente ungida. El texto de Singer se dirige al centro mismo de esta cuestión. A saber, Dios sirve, en realidad, como un instrumento con el que el ser humano se defiende de la naturaleza y de sus límites morales. “Toda vida que se limita a ser simplemente natural está amenazada forzosamente por ese terrible devorar y ser devorado sin piedad”, asegura el teólogo Eugen Drewermann.

Se trata, en definitiva, de negar el sacrificio, eso que tanto molesta a los totalitarios. “La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra”, dice el Génesis. La necesidad de Dios (que no implica existencia ni adoración) es un asunto puramente humano; la reivindicación de la víctima frente a la implacable violencia del mundo. 

*Columna publicada el 2 de julio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS. 

La felicidad*



Manuela Carmena tomó el mando y prometió el tuteo. No es un asunto menor. Hay que andarse con ojo: prescindiendo del usted, emerge la complicidad, pero también el abuso. En todo caso, la flamante alcaldesa estrenó cargo, puso su próxima labor al servicio de los ciudadanos y exigió diálogo, nuevas prácticas, para resolver los problemas de la capital. La cabeza de lista de Ahora Madrid se dirigió a todos los partidos con palabras sensatas, constructivas y alejadas de cualquier tentación revanchista o sectaria. A estas alturas, escuchar frases despojadas de hiel en el foro político es una verdadera revolución, un “despertar del sueño dogmático”, que diría el viejo Kant. Ya sólo por eso, merece la pena el riesgo.

El riesgo, por supuesto, es la ilusión del personal. Y hubo mucha durante la investidura dentro y fuera del consistorio madrileño. La alcaldesa se enfrenta a una evidente contradicción entre su voluntad de modificar hábitos gestores, desde la transparencia y la colaboración, y el hecho de que el nacimiento de las plataformas ciudadanas, como la que lidera, se ha producido gracias a una extraordinaria agudización del enfrentamiento político en España. Dos han sido los ingredientes del cambio en el mapa electoral: primero, la indignación contra “la casta”. Después, y no menos importante, la promesa de felicidad, de realización personal gracias a la administración pública. El error, por supuesto, es mayúsculo.

Es muy posible que el asunto encuentre su explicación en la idiosincrasia española. En este país, nadie lo pone en duda, han mandado siempre los santos, los hombres (y las mujeres) “de gracia”; la excesiva buena prensa de la que ha gozado el mártir, para ser más precisos, ese héroe trágico que entrega su vida por los demás. El español busca reflejarse en las virtudes de otro y descargar frustraciones sobre las espaldas del líder. Existe un movimiento pendular entre el respeto amedrentado hacia el poder y el cinismo de quien desconfía de todos los tronos. Ambas actitudes son peligrosas porque convierten lo que debería ser un control serio y crítico sobre la labor de un determinado gobierno en un duelo de eslóganes, de trincheras.

La alcaldesa habló en el Ayuntamiento de Madrid con tono generoso. Hay que celebrarlo, sin duda. Otra cosa es la actitud de sus circunstanciales aplaudidores. En la calle, la feligresía vitoreaba a su ídolo y abucheaba a los representantes de la recién estrenada oposición. Muy lejos del discurso convergente de Carmena. Que después de tanta guerra civil, tanto Bárcenas y tanto ERE, existan españoles que aún crean en la naturaleza salvífica de la política es sorprendente. Eso sí, la felicidad que los votantes esperan alcanzar puede ser un obstáculo para ejercer la crítica necesaria a la gestión del gobierno municipal. Si cualquier queja -como la que, con razón, se ha dirigido contra los humoristas Soto y Zapata- va a considerarse una “treta de Aguirre”, vamos por el mal camino.  

*Columna publicada el 25 de junio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS.  

Ser ETA*



Permítame recordarle, querido lector, que la banda terrorista ETA mataba mucho. Estoy seguro de que usted no lo olvida aunque haya pasado algún tiempo y la actualidad, como suele decirse, mande. Hasta hace apenas seis años, ETA desplegaba su actividad criminal a través del asesinato, el secuestro y la extorsión. En el homicida día a día, sus esbirros colocaban bombas debajo de los coches y estrellaban furgonetas cargadas de explosivos contra las casas cuartel de la Guardia Civil. A menudo, sus pistoleros esperaban a que algún político, periodista o juez bajase a comprar el pan y los periódicos para descerrajarle un tiro, preferentemente por la espalda. Cuando la infraestructura le era propicia, ETA habilitaba un agujero, colocaba una colchoneta y un par de cubos, y raptaba a algún funcionario de prisiones o a algún autónomo que no se decidía a cumplir puntualmente con el “impuesto revolucionario”. A la víctima se le quitaban todas las dudas, le crecía la barba y se le atrofiaban las extremidades mientras avanzaba el calendario. 

De vez en cuando, a ETA el tú a tú le sabía a poco, y se ponía a pensar a lo grande. En 1987, por ejemplo, la explosión de un coche bomba en el aparcamiento del centro comercial Hipercor de Barcelona acabó con la vida de una veintena de personas, entre ellas varios niños. Pero, francamente, eso era raro. Lo más habitual era la selección cuidadosa del objetivo, la individualización del crimen. No todo el mundo constituía una víctima potencial. En el País Vasco, sin ir más lejos, los cargos públicos del PSOE y del PP debían salir a la calle acompañados de escolta. El hecho de que la oposición necesitase de protección armada mientras los gobernantes nacionalistas vivían despreocupadamente supuso una anomalía que, tras el secuestro y asesinato en 1997 de Miguel Ángel Blanco, concejal popular en Ermua, fue contestada a través de la movilización de plataformas ciudadanas y de la consolidación de una crítica intelectual del terrorismo. Todo suena hoy a pasado remoto.


En la actualidad, con ETA en suspenso y sumergido bajo toneladas de corrupción, el PP echa mano de su expediente antiterrorista para tratar de soportar la marea electoral que amenaza con tragarlo. El personal se burla de su tendencia a identificar al adversario político con el pasamontañas. Ciertamente, ese discurso devalúa cualquier posible heroicidad. Sin embargo, tan injusto es acusar a diestro y siniestro de complicidad con el tiro en la nuca como reducir el terrorismo a la crueldad de cuatro descerebrados. Mientras actuó, ETA contó con la aceptación o la cobardía de amplios sectores de la política española que hoy sacan pecho y presumen de compromiso frente a todas las castas. A sus elocuentes portavoces no se los vio precisamente activos en la defensa de la democracia cuando hacerlo suponía un riesgo. Más bien, al contrario. Donde hoy brilla el descaro, hubo tibieza en altas dosis.   

*Columna publicada el 5 de junio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS.