viernes, septiembre 21, 2018

Señoras y señores*



Ustedes recordarán, sin duda, cómo eran las cosas antes. No hablo del pasado remoto y analógico, sino de los primeros tiempos del absolutismo digital; cuando las redes sociales, aún sin desvelar su naturaleza tóxica, irrumpieron en nuestras vidas como inofensivos divertimentos. Evoco la etapa de aquel temprano postureo; de la indiscreción o las canciones. Sospechábamos, claro, que tras la engañosa gratuidad había truco. Con cada clic, estimulábamos el tráfico de la información y abríamos, un poco más, las puertas del almario. Pero, ¿era aquella exposición pública un peligro del que protegerse renunciando a la gran charla? Simplemente, no lo veíamos de ese modo.

En los albores de Facebook, abundaron las páginas y los grupos dedicados a las simpáticas vivencias de las señoras mayores. Fue el último homenaje -desde el tópico pero no desde el estigma- por parte de aquellos jóvenes (¿se dice ‘millennials’?) destinados a las más altas cotas; a la revolución. Hagan memoria: “Señoras que siguen los consejos de Saber Vivir y ahora son inmortales”, “Señoras que confunden el LSD con el ADSL” o, la tajante, “Señoras que se cuelan en la cola del súper”. Todo eso se terminó con el 15M y su mensaje infantil autoindulgente. Según el nuevo discurso tribal, los adultos no merecían miramientos al haber estafado a la “generación mejor preparada de la historia”.

De ahí también, por supuesto, la flamante estética de los partidos del siglo XXI. Ya sin el empaque de la experiencia, los políticos explotan hoy su faceta moderna y transgresora, más o menos aseada en función del electorado a enamorar. Las parsimoniosas tertulias de Balbín, con aquellos apellidos inolvidables con regusto a cátedra -Tierno Galván, García Trevijano o Fernández de la Mora-, son sustituidas por debates de metralleta y escaso fuste.

No es extraño que el sectarismo acote el campo de batalla. Lidiar con la historia exige honradez intelectual y profundidad en el estudio. Resulta mucho más útil maquillar el pasado en portadas de periódicos, elaborando eslóganes que sirvan para la guerra mediática de hoy, olvidando los matices en lo realmente sucedido.

Tampoco sorprende, en este sentido, el desprecio de Podemos -especialmente, del ínclito Juan Carlos Monedero- al vídeo celebratorio de los cuarenta años de Constitución proyectado hace unos días en el Congreso de los Diputados. En él, como sabrán, dos ciudadanos centenarios, José Mir y Germán Visús, que lucharon, cada uno en un bando, en la batalla del Ebro de 1938, mantienen una conversación civilizada. La película sitúa el acontecimiento al nivel adecuado: el dolor de los españoles, víctimas del estallido de la violencia política; obligados a matar y a morir en plena juventud. Monedero se apresuró a llamar nazi a Visús. No sabríamos decir qué resulta más ofensivo; si el insulto o la estrategia que esconde: el rechazo a las muestras de reconciliación y orgullo de un país que, mal que bien, ha querido contar con todos para reconstruirse.

* Columna publicada el 19 de septiembre de 2018 en El Diario Montañés

miércoles, septiembre 12, 2018

El vacío*



Dos Franciscos, el Papa y Franco, están en el punto de mira. Uno de ellos, para su fortuna, ya ha muerto. El otro arrastra consigo la decadencia de la Iglesia Católica; aquella institución monumental que dominó la vida y sus tribulaciones, y que hoy, sin embargo, languidece en la humillación mediática de la pederastia y el sectarismo. No comparo itinerarios; Roma, en palabras de Jiménez Lozano, defendió una vez “el honor de la belleza y la humanidad en este mundo”, pero Franco fue simplemente un dictador que impuso su mando de cuartel a todo un país durante cuarenta años.

Resulta interesante observar cómo se prepara hoy el ser humano para el vaciamiento de las cosas que siempre estuvieron colmadas de significados a favor y en contra. De la misma manera que uno percibe lo descontextualizado de un cuadro de temática bíblica en un museo -la ausencia del ámbito espiritual o el intento de la cultura contemporánea por destacar únicamente el aspecto formal de la obra artística-, se puede intuir la oquedad en edificios e instituciones que ya cumplieron su función histórica. Cabe preguntarse si la tumba de Franco, por ejemplo, será siempre la tumba de Franco, aunque se vacíe de restos biológicos y se tapien o derriben sus aledaños.

No es tan sencillo, claro. Piensen en las leyes contra el tabaquismo: la prohibición de fumar en lugares públicos fue la consecuencia lógica en una sociedad en la que el cigarrillo había perdido su papel en el rito de paso a la vida adulta. Del mismo modo, Franco puede salir del nicho porque ya no es el mismo que entró en él (el caudillo “por la gracia de Dios”) sino lo que queda del pequeño tirano que, todavía hoy, obsesiona a las élites. La política sobre el franquismo gestiona el vacío que ha dejado; la reconstrucción ideológica de lo que significa hoy para los españoles.

Si cada generación tiene el derecho a elegir sus símbolos y a rendir tributo a las figuras que han participado de su forma de entender la realidad, urge la elaboración de un relato histórico veraz y riguroso, no sujeto a las necesidades coyunturales de los gobiernos de turno, que denuncie, por supuesto, la violencia de los totalitarismos de distinto signo (todos ellos, hoy, felizmente superados por la historia) que regaron de sangre las tierras de España durante los años treinta del siglo pasado. Es decir, que se reivindique como víctimas de las tropas liberticidas a Antonio Machado, a Federico García Lorca y a Miguel Hernández, tanto como a Pedro Muñoz Seca, José Robles Pazos o Pedro Poveda.

Es posible que en unos años contemplemos El Vaticano o el Valle de los Caídos como contemplamos ahora el Coliseo y Pompeya: rescatándolos con la mente de sus ruinas, imaginando su vitalidad de antaño; el fervor que erigió sus muros. Disfrutando, en definitiva, del vacío que hemos heredado.

* Columna publicada el 5 de septiembre de 2018 en El Diario Montañés