miércoles, mayo 29, 2019

El que manda*



Hoy en España hay uno que manda. Eso es tranquilizador. Al país le hacía falta un asidero sólido, un navegante confiado. El PSOE de Sánchez avanza con la graciosa inercia de las victorias. Los compañeros del líder -algunos de ellos, antiguos rivales- aprovechan la estela ganadora y apuntalan su brillo en las provincias y en Europa. Es bueno comenzar teniendo claro quién manda hoy en España.

La victoria de uno, cuando se da así, rotunda, envejece rápidamente a los demás, aunque a algunos, cierto es, más que a otros. Podemos confirma dramáticamente que la buena salud socialdemócrata convierte siempre a los radicales en excéntricos que sobran por su cargante moralina. A Iglesias, claro, le costará asumir una responsabilidad que, tomada en serio, lo conduciría de vuelta al aula.

¿Y Rivera? Ciudadanos sigue celebrando los arañazos que le propina a Casado, con la ilusión de ser un recambio para el PP. Enmarañados ambos en la trampa de Vox, cegados por la ambición de las matemáticas en Madrid, carecen del empaque de los partidos de Estado y de la seguridad de las candidaturas ganadoras.

Pero Ciudadanos aún puede salvarse de la impresentable política de bloques, en la que uno gana o pierde por una pizca -y que parte España por la mitad-, escapando de la identificación con Abascal. Quizás, la pérdida de peso de Iglesias abra un espacio de entendimiento entre socialistas y naranjas, arriesgándose estos últimos a la enésima pérdida de credibilidad. No sé yo si está la cosa para martirios.

Cantabria, por su parte, es la excepción, con Navarra, y resiste la alegría socialista. Zuloaga mantiene al partido en resultados impropios de su marca electoral. Revilla ha obtenido, al fin, la victoria. Quince diputados que completará con el PSOE, suponemos, por aquello de estar en comunión con el que manda.

* Columna publicada el 28 de Mayo de 2019 en El Diario Montañés

viernes, mayo 17, 2019

Contemporáneos*



Del “hay que ser absolutamente moderno”, de Rimbaud, a la más reciente expresión de ruptura con el tiempo y con los otros, pronunciada por el paleontólogo Juan Luis Arsuaga: “seamos contemporáneos, vivamos conscientemente nuestro momento”. El hombre, como gran verdugo de culturas y de dioses. El peligro se desvela, quizás, en la violencia previa al desastre, con el espejismo de solución o de muerte.

Existe hoy, en efecto, una tentación de novedad que disuelve los lazos de la historia. Hablamos, sin escrúpulos, de la sociedad del emprendimiento, el “Gobierno de los Autónomos”, que diría el Ícaro naranja, y los esclavos del IVA trimestral. Ninguna excepción se conserva, ni espacios sagrados o para la congoja. Las llamas en Notre Dame no han devuelto la cordura a la generación de los ‘like’. Nadie parece asumir que la pérdida de la catedral habría supuesto la confirmación de nuestra desventaja en la línea del tiempo.

Pero, ¿acaso puede medirse la calidad por un recuerdo? ¿No es el arraigo en el presente, por el contrario, lo que eleva al sujeto o lo entierra? Así lo han entendido los forjadores del discurso mediático-político. Un oscuro experto en lenguas muertas, por ejemplo, pesa menos que un Rubius o un Risto. Las palabras que emite cualquier cocinero circunstancial en la televisión recorren más cerebros que todos los poemas de Eliot.

Pensamos que esto no puede ser casual, aunque, de hecho, lo sea. El mal no necesita de estrategias para desplegarse. Le basta con el orgullo en la ignorancia y con la búsqueda individual del éxito inmediato. Todo es más fácil de esta forma; la publicidad partidista y empresarial se desenvuelve más ligera en un territorio sin diques o precauciones espirituales. El universo nace en este preciso instante; somos, dicen, la primera hornada de seres humanos conscientes de su dignidad. Miramos, por lo tanto, la historia sin atención, como quien se topa con una huella desconocida en el camino. Ni siquiera nos detenemos a considerar el origen o el destino de su dueño. Es en el recorrido, no sólo en el ahora, donde habitan los hombres. Y, hoy, estorban.

*Columna publicada el 15 de Mayo de 2019 en El Diario Montañés

lunes, mayo 13, 2019

Dulce*



Dicen que empieza con un hormigueo, con algún síntoma traidor en la placidez de los días repetidos. Nadie se lo espera; irrumpe para disolver la seguridad en el futuro o en las promesas del esfuerzo. Todo cambia con un diagnóstico terrible. La blancura de la bata del doctor, el jardín que se adivina tras los cristales, ajeno a cualquier turbación. Uno sale del hospital y camina los lugares que ya no le son propios. Otros parecen ser ahora los destinados al disfrute de las cosas. No cabe un miedo mayor, una ruptura más dolorosa.

La enfermedad, cuando es incurable, establece una distancia con los demás. El paciente, incluso con la compañía más leal, transita en perfecta soledad las etapas de su adiós. Pasa, tristemente, de la autonomía a la dependencia; de la vida adulta en plenitud a la pérdida paulatina del dominio de su cuerpo y sus funciones. En este estado de cosas, es razonable buscar un instante de absoluta libertad. Ser capaz de elegir una última vez.

Debe de ser difícil asumir un futuro que no vendrá. Aceptar que el destino no proporcionará alegría o una mejor salud. No volver a ver París, no conocer al próximo inquilino de La Moncloa o el aspecto de la crisis que ya se adivina. Perderse las nuevas series, los libros que nos quedan por leer. El incendio en Notre Dame, o los tuits de Trump y el salto de la Pantoja. El presente ata en corto a los vivos.

La muerte de María José Carrasco actualiza en España el debate sobre la eutanasia. Nunca ha sido un asunto de sencillo planteamiento porque se trata, en definitiva, de legalizar el homicidio y eso siempre asusta, como decía el otro, aquí y en la China Popular. Todos los portavoces parecen estar de acuerdo en que la llamada muerte dulce exige hilar extremadamente fino para evitar malentendidos y abusos, pero pocos se atreven a meterle mano.

Saltó la noticia -mediatizada y polémica- del suicidio asistido de Carrasco y, de repente, nos alcanzó la campaña electoral. No se me ocurre un momento peor para plantear un problema en este país frágil donde las propuestas pronto se vuelven veneno. Pero el defenderse de los programas ventajistas no nos exime de tomar postura. Quizás, esta época de excepción digital nos está ofreciendo demasiados cambios trepidantes, negadores de cualquier tradición y moral organizada. No quedan asideros lo suficientemente sólidos para convencernos de lo adecuado de una intuición. Queremos, simplemente, negar al sufrimiento su papel preferencial en el sentido de nuestra existencia. La muerte es un peso hondo, el silencio sobre el dolor del otro; un adelanto de lo que nos espera. La modernidad condena al ser humano a cambiar el bienestar por la delgadez, el camisón, los tubos y el entumecimiento. Y su hogar, por una clínica. ¿Hay algún pecado en la opción, consciente y serena, de la despedida?

* Columna publicada el 1 de Mayo de 2019 en El Diario Montañés

lunes, mayo 06, 2019

Decepción de la trinchera*



El 75,76% de la población española con derecho a voto aprovechó ayer el solete primaveral para colmar las urnas en las Generales. Poca broma con esta cifra rotunda que suena a movilización de época, a compromiso inédito. Ha costado lo suyo, pero los españoles parecen bailar por fin al son que les marcan los políticos y los medios. Tras muchos años de constante atención televisiva, de efervescencia casi bélica que ha privado al respetable de cualquier otro referente vital y cultural, nos hemos empapado de los dogmas militantes.

Desde el optimismo más infundado, uno podría esperar que la sociedad civil rechazara el clima de furiosa polarización que se ha alimentado desde todas las plataformas y todos los micrófonos. Pero no ha sido así. En el fondo, es comprensible: no en vano, el espectador patrio ha podido personarse en un juego de tronos que incluye -según las sentencias de unos y de otros-  mafia, comunistas, fascistas, golpistas, cobardes, bolivarianos y nostálgicos del pequeño caudillo. ¿Cómo negarse a participar con un voto en el poderoso drama español?

Ha ganado la izquierda o, para ser más precisos, la posibilidad de una salida a la crisis política desde la peligrosa connivencia de la socialdemocracia con fenómenos extremistas y tribales. Una salida que, además, excluye a la derecha, a la mitad del país, de cualquier influencia en el futuro del estado. Tenemos que agradecer a Albert Rivera y a Pablo Casado su apuesta por la brocha gorda, por el discurso sin altura ni programa. La pretendida suma del Partido Popular y Ciudadanos -con el apoyo más o menos directo de la ultraderecha nacionalista de Vox- no sólo era improbable, sino que volaba todos los puentes del entendimiento constitucionalista.

Con una nefasta campaña que, incluso, aupó a Pablo Iglesias como el gran sensato, el hambre de mando de Rivera y Casado agotó la paciencia de los contribuyentes que prefieren siempre las opciones de la moderación; lo malo conocido. Allí teníamos a los dos jóvenes del centro-derecha, voraces y confiados, peleándose por encontrar la descalificación más precisa del socialismo realmente existente, mientras Santiago Abascal, desde los márgenes de la razón, dibujaba las coordenadas del debate. Les quedaba el traje, sin duda, demasiado grande.

Ancho es ahora el territorio del PSOE. Con 123 diputados, Pedro Sánchez puede emprender su proyecto sin la amenaza de un próximo descalabro en forma de moción de censura. El presidente, parco en palabras y en talento, supo aguantar su débil posición ante la ofensiva conservadora. Con una participación gris en los debates, el candidato socialista recibió como un regalo el cordón sanitario del ambicioso Rivera. Todo ese centro progresista, templado y razonable que parecía partidario del abrigo naranja, prefirió la gran casa de Ferraz. ¿Qué decir ahora? Quizás, dar las gracias a Albert, a Pablo y a Santiago. Y enseñarles, amablemente, la puerta.

* Columna publicada el 29 de Abril de 2019 en El Diario Montañés