viernes, mayo 20, 2016

Tribus*



Los movimientos de la familia eran siempre los mismos: bajar al garaje, subirse al coche y encender la radio. Al principio, los tres escuchaban canales de música o algún debate político. Más adelante, una vieja cinta de casete. La tarde de los viernes se reservaba para este ejercicio de repetición; el padre conduce por El Sardinero y enfila su última parte, la Avenida Manuel García Lago, mientras la familia contempla el baile parsimonioso del mar, la escueta violencia de las olas. “Vamos a dar la vuelta a Corocotta”, pedía el niño, para estirar, con una última ceremonia, aquellos instantes sin reflexión y sin exigencias; aquel tiempo de abrigo, lejos del colegio y de los otros.

El niño se refería al ‘Monumento al Cántabro’, de Ruiz Lloreda, pero decía “Corocotta”, porque su madre ya le había hablado del orgulloso jefe tribal que reclamó personalmente a Augusto la recompensa que el emperador romano había ofrecido por su cabeza. La familia daba un rodeo a la rotonda para que el niño admirase la escultura del guerrero vestido con la piel de un oso pardo. Los viernes terminaban entonces con el trina de manzana y la pulguita de jamón con tomate en el restaurante La Bodega de la calle Joaquín Costa. Gobernaba, seguramente, Felipe.

La despreocupación vuela más bajo que la felicidad, pero se mide mejor. Casi todos la experimentan en la infancia, o en la juventud, cuando pagan otros. La familia aprovechaba el automóvil para alcanzar la serenidad que proporciona el rito. Tan sencillo como eso. La pretensión de domar los días, de aislarse ante la violencia del mundo, funciona durante un momento. Despreocuparse bajo el techo familiar únicamente pospone el desenlace: la arriesgada vida adulta. Todo es falso, pero, a la vez, extraordinariamente útil para no limitar la memoria a la simple biología.
  
Al asumir esta tendencia tan humana a cercar la vida, resulta imposible responder cínicamente a las recientes declaraciones de Anna Gabriel, diputada de la CUP en el parlamento catalán, sobre la educación de “la tribu”. Es un tema interesante que merece una reflexión. Las palabras de Gabriel hacen descender el dilema clásico entre colectivismo e individualismo a realidades concretas, y eso se agradece. Es decir, ¿hasta qué punto la parcelación favorece la pluralidad social?

La modernidad ha convertido a los seres humanos “en meras naturalezas políticas”, según afirma Jiménez Lozano. El respeto al prójimo, la capacidad de asumir las diferencias del otro (sus ritos) y, directamente, la libertad, se arriesgan en cada intento de homogeneizar al contribuyente. Pero, a la vez, la sociedad abierta brinda a todos, también a Anna Gabriel (¡hasta a Felisuco!), la posibilidad de explorar sistemas de vida propios. El pluralismo permite la coexistencia de todas esas fórmulas con las que ensayan las diferentes tribus. Yo quiero a gente como Anna Gabriel y Félix Álvarez en mi país, pero, por favor, que no crucen la cerca.

* Columna publicada el 19 de mayo de 2016 en El Diario Montañés

viernes, mayo 06, 2016

Negocios*



La legislatura más corta de la democracia nos ha traído la peor noticia posible: España no se vende. Es un drama, una catástrofe sin parangón. Que, a estas alturas, al país le resulte tan difícil beneficiarse de su lidia y muerte provoca inquietud entre los contribuyentes mejor intencionados. Los españoles conviven con la amenaza de revolución y de destrucción estatal al igual que los pueblos precolombinos convivían con el oro: los conquistadores se lo quedaban a cambio de espejos y cubertería barata. Esa fatalidad permanente la asume el español como parte del paisaje; algo incómodo en ocasiones, pero perfectamente natural. Así ha sido siempre.

Sin embargo, no es de recibo que esta obscena exposición del cainismo patrio se desarrolle sin que nadie pase la cesta. Falta arranque y espíritu emprendedor, eso es todo. Alguien debería comenzar a cobrar entrada. Ustedes imaginen a ese francés, a ese británico, con la boca abierta, sin dar crédito a la sucesión de episodios ridículos, de demagogia y discursos incendiarios. Fíjense en el ídolo en forma de urna, alrededor del cual los españoles se engañan, creyendo optar por la sensatez y el diálogo frente al rodillo de la mayoría absoluta, cuando, en realidad, lo hacen por la guerra civil. Cualquiera podría llegar a la conclusión de que el pacto y la batalla contra “la casta” son ingredientes para cocinar recetas distintas, pero aquí la responsabilidad es siempre de otra gente.

España ha sido un ensayo general de todas las carnicerías. La mecha se enciende antes en esta vulnerable piel de toro, quizás por la incompatibilidad de sus habitantes, por una diversidad mal entendida a la que nunca le ha bastado la convivencia. Es triste y, a la vez, interesante; el futuro del planeta puede parecerse mucho al derrumbe institucional español. Piensen en la corrupción de los partidos, en los conflictos económicos y laborales, en la reivindicación del nacionalismo como base de la organización política. Todos ellos, síntomas mucho más visibles en España, pero presentes, de un modo u otro, en esta Europa castigada por la indolencia y domada por la burocracia. Bien, hablemos de negocios.

* Columna publicada el 5 de mayo de 2016 en El Diario Montañés.