domingo, junio 22, 2014

La pérdida





Sois malvados e injustos con la monarquía. Imaginad la decadencia: pasar de la represión a la regata, del poder sin réplica a la entrega de trofeos. Os parece demasiado cómodo y superficial, pero gestionar una pérdida siempre produce vértigo. Y la corona es hoy una pérdida que se concreta en el brillo cutre de esta tierra de emprendedores y políticos que necesitan de un símbolo paternal que justifique su dominio. ¿Qué te pueden contar a ti, precario, parado, sobre el sacrificio quienes gastan su vida adulta entre cuentas y escaños? Poca cosa. Nada.

De ahí, la imagen moldeada del primer hombre del país, dispuesto a blandir su espada contra el enemigo, más allá de cualquier intriga. Sorprende que la monarquía no tenga en España aún más aceptación, aunque la espada sea hoy tijera con la que cortar la cinta en las inauguraciones. Al fin y al cabo, la institución se fundamenta en sostener algo: una familia, un deber, una suerte, frente a la frágil realidad y a las promesas de ruina. Podría aparecer como un estímulo para las masas. Un león entre hienas. Ni siquiera eso. Un buen amigo me dice: “si a la corona le quitas la tradición, se convierte en una familia de pijos subvencionada”. Claro. Lo verdaderamente triste es que el rey de España no pueda hoy permitirse el lujo de ser un carca, un verdadero emperador malhumorado y distante, como en Japón o en el Reino Unido. Para garantizar la supervivencia del trono necesita hablar del medio ambiente, de la transparencia y de las lenguas minoritarias. Parece un subsecretario disfrazado de rey, como en la ‘Casa de locos’, célebre cuadro de Goya, sin ansiedad por un protocolo inhumano.

Imagino a Felipe VI, tras despedirse con un beso de Leonor y de Sofía, quitándose el fajín con gesto taciturno. Veo al recién estrenado Borbón en zapatillas de andar por casa, abriendo la puerta de la nevera y cogiendo una San Miguel. Letizia también se va a dormir. Queda sólo el nuevo rey, en pijama, con una cerveza en la mano. Suspira. Quiere ser un carca, un verdadero animal de poder. Mientras su nación se deshace y sus partidarios reprimen las apetencias republicanas, Felipe quiere ser Tywin Lannister.

miércoles, junio 18, 2014

El dique





Es sabido que en España, a lo largo de su castrense historia, se ha actuado como un rodillo contra toda aspiración política expresada desde la sensatez y con vocación de libertad. Aquí, los cambios democráticos se produjeron siempre con el freno de mano puesto, amenazados por la reacción, el aroma a sacristía y las alternativas totalitarias que, durante el siglo XX, se miraban en los espejos de Moscú, Berlín o la “unidad de destino en lo universal”. Finalmente, y tras fallidos encontronazos parlamentarios, la violencia acabó sustituyendo al diálogo como fórmula tradicional de comunicación ibérica. Comprendo, por ese motivo, las suspicacias que la exigencia republicana despierta hoy entre determinados grupos políticos, que temen una salida radical a la crisis del llamado ‘Régimen de 1978’. Más allá del interés netamente monárquico de la derecha y del oficialismo dirigente del PSOE, hay, sin duda, razones para la cautela. Al fin y al cabo, según dicen, España goza de un orden institucional que le permite afrontar éste y cualquier cambio sin necesidad de tomar las calles o romper la convivencia entre sus habitantes. A esta afirmación, debe responderse con un “sí, pero no”. 

Algunas formaciones, como UPyD o Ciudadanos, consideran que la profundización en la democracia es la única respuesta a la grave enfermedad que padecen los órganos de representación, sin que el dilema ‘monarquía-república’ deba influir necesariamente en su buen funcionamiento. Pero, me temo, ésa no es la única discusión. Desde mi punto de vista, lo característico del actual régimen español es su recalcitrante apuesta por dejar los debates en suspenso, optando siempre por un amago de síntesis, que cada vez se va pareciendo más a la norma de un club elitista, ajeno a cualquier permeabilidad social. En España no se toca nada, no se afronta ningún problema de peso (inventado o realmente existente), por no dañar “lo que nos hemos dado”. Desatar ahora una confrontación entre rojigualdos y tricolores, sugieren, abriría la caja de Pandora. En resumen, una evidente ausencia de voluntad política y, lo que es más grave, de representatividad. Lo acontecido desde la renuncia del rey Juan Carlos I ha sido y es, en este sentido, paradigmático. El discurso oficial se apoya en la suma de los escaños del PP y del PSOE, que nutre de aplastante legitimidad electoral cualquier decisión que adopten conjuntamente. Ha vuelto a ocurrir tras la aprobación -la semana pasada en el Congreso- de la ley de abdicación. Sin embargo, gran parte de la ciudadanía vería con buenos ojos la convocatoria de un referéndum. Es decir, la superación del escenario donde todas las decisiones se toman en su nombre. Todo ha cambiado.    



Así, frente al ‘paquete completo’, que incluye a la monarquía, los españoles demuestran a diario la pluralidad de sus valores y apetencias, sin que a nadie se le mueva un músculo. Poco le importa al oficialismo transmitir un discurso hagiográfico a través de los medios de comunicación, vinculando sus métodos a lo más gris de la estética totalitaria. El poder, como siempre, a lo suyo. La protección de la inercia institucional es la prioridad, deben de pensar, aunque sea ridículo su reflejo mediático.

        
El régimen español funciona hoy como un dique, construido para mantener su territorio a salvo de la humedad del tiempo y los cambios. El hermético sistema de partidos y el miedo a las fuerzas secesionistas, que amenazan con desmembrar la soberanía nacional desde posiciones reaccionarias, se demuestran ineficaces para contener a la realidad. Por si fuera poco, la terrible situación económica agrava el pronóstico del enfermo.

Por lo tanto, ¿qué hacer? 

Resulta complicado adoptar aquí una posición valiente y, a la vez, pragmática. La necesidad de dotar a España de un sistema que (re)active sus principios liberales y socialdemócratas, que estimule la participación ciudadana en la política y que democratice el funcionamiento interno de los partidos se ha convertido en exigencia. Optar erróneamente por la inmovilidad puede dejar el discurso republicano y la crítica al sistema (de hecho, ya lo está haciendo) en manos de las fuerzas más radicales y antimodernas. Únicamente desde la legitimidad institucional vale la pena enfrentarse a su esclerosis, pero reivindicando la voz constituyente de la ciudadanía y oponiendo regeneración a la nostalgia que unos y otros quieren inyectar al futuro. Quizás, de esta forma lleguemos a saber si esto es una nación y si merece la pena erigir una nueva república sobre cimientos nuevos para todos.

viernes, junio 13, 2014

La marginalidad





Intuición primaveral: no existen ideologías, sistemas de creencia o identidades que no habiten en la marginalidad. Podemos darle las vueltas que queramos, concluir que la vida nos exige síntesis, decisión, frente al tedio materialista en el que penetramos a diario como en un laberinto. Ya sea revelación, folclore o análisis, vestir la ortodoxia es siempre ruptura. “No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”. Pocas veces una frase resume tan bien el fin del mundo. 

Los ciudadanos de España han perdido la confianza sucesivamente en la Iglesia católica y en la socialdemocracia, dos instrumentos que favorecen la digestión de la doctrina. Ambos rechazaron lo ‘gordo’: entregarse al Reino de Dios y a la Revolución, moldeando su credo con el barro de la cotidianidad. Si Cristo se presentó con un mensaje apocalíptico, el clero optó por convertirlo en asunto doméstico, adaptado a todos los ámbitos de la vida y a todas las generaciones. Él, que rechazaba las cadenas familiares, se vio convertido en inspiración de la Concapa. 

La socialdemocracia, por su parte, prefirió siempre la reforma a la ruptura; el bar de la esquina a la lucha de clases; la liga de fútbol al marxismo. Esto parece una crítica. No lo es, al contrario. Con la desaparición de la normalidad social, que implica la misa y la beca de estudios, llegan los monstruos de verdad, los mensajes sin contradicción. No es sólo Pablo Iglesias, que devuelve militancia a la actualidad gris y burocrática. Sucede también con las ideologías xenófobas, los fundamentalismos religiosos o tribales y las cadenas humanas independentistas. ¿Soy injusto? Quizás, como habitante de una región en el que cualquier nacionalismo parece impostado, de ambiente burgués y trato indiferente, este tipo de exageraciones me suena a locura. Resulta complicado encontrarme con gente que declare su devoción por San Antonio, su convencimiento comunista o su sentimiento nacional o regional. Definitivamente, no los conozco. De ahí mi sorpresa cuando me conecto a las redes sociales o leo artículos de los convencidos. Siento rechazo y admiración al mismo tiempo. Realmente, me gustaría tenerlo tan claro, obviar los argumentos en contra y confiar en el sacrificio del presente (y de los presentes) en aras de un luminoso amanecer. 

Nuestro susto actual es, por lo tanto, comprensible. Han vuelto las banderas, las ideologías de respuesta, las pancartas. Ese discurso seductor de “las libertades y el estado de derecho”, antaño tan útil, se recibe con incredulidad y desprecio. “¿Eso cómo se come?”, preguntan hoy los nuevos soldados. Alzo la mirada (no me comparo) y veo a Sándor Márai, Stefan Zweig o Jean Améry (Hans Mayer) reclamando espacio para su humanismo en la terrible época totalitaria que les tocó vivir. Lo difícil es sostener lo cotidiano, aspirar a una sociedad de hombres libres, sin que cualquier iluminado pretenda tener una respuesta para ti. El equilibrio, vaya.

El modelo español resulta fallido porque se ha basado siempre en las respuestas sistemáticas desde arriba. Una persona a la que admiro me dijo ayer: “en este país creemos que los problemas los crean o los resuelven las instituciones, no las personas”. Exactamente eso. Mientras consideremos que la sociedad necesita una respuesta, una revolución que ponga fin a los excesos, siempre se ofrecerán voluntarios a dirigir la operación, a mezclar verdad y mentira en un programa aprobado sin crítica o prudencia. Voluntarios que llegarán de todas partes, abandonando temporalmente (esperemos) los bosques de su marginalidad para convencernos de nuestros mortales pecados. El exceso de principios, tan peligroso, o más, que su ausencia.  

jueves, junio 12, 2014

La gente





Intentaré relatarlo de la manera más desapasionada posible: aquel lunes, Aitana Sánchez-Gijón posó delicadamente su mano sobre mi hombro, mientras cientos de banderas tricolores ondeaban al atardecer en la madrileña Puerta del Sol y la multitud gritaba vivas a la república. Una escena que combinaba belleza y sueños adolescentes. Como un escaparate, el diseño no se improvisa, y la exposición no es absolutamente fiel a los hechos. La actriz sólo me apartaba para poder pasar, la asistencia no significó militancia. Lo explicaré desde el principio, aunque sea decepcionante. 

Viví la abdicación del rey Juan Carlos como el pastor Tomas Ericsson (Gunnar Björnstrand) experimentó la angustia de ‘Los comulgantes’, de Bergman: resfriado. Desde el mismo calvario que el atormentado hombre de Dios, no paraba de toser y sonarme mientras el drama sucesorio se representaba ante mis ojos enrojecidos. Estaba en Madrid, en plena semana ‘post Pablo Iglesias’, durmiendo en el sofá de unos amigos, cuando me llegó un mensaje de advertencia: “En hora y media abdica el rey”. Me dolía la garganta y el Borbón anunciaba su mutis. 

Por la tarde, ya alojado en un hostal de la Gran Vía, peleaba contra la fiebre con el sonido de la televisión al fondo. Los comunicadores, epatados por la noticia, exageraban, orgullosos, como suele decirse, de participar en una jornada histórica. Yo tiritaba bajo las sábanas. La capital en junio es un horno y los frutos de la automedicación eran discretos todavía. En ese contexto llegó la república. 

Pronto, a través de las redes sociales, comenzó a hablarse de manifestaciones y de un referéndum. Había llegado la hora, decían, de cambiar de rumbo. Para alguien que asiste con perplejidad al hundimiento político de su país, al diagnóstico diario de enfermedades terminales que agreden lo institucional, económico y moral, la discusión era una promesa de concreción: algo que se decide, que se hace. 

Me sentía mejor y no quise perderme la protesta de Sol. Fui con una amiga. Bajamos por Montera hacia su desembocadura. Era imposible avanzar dos pasos. Los pisotones y los codazos se recibían con alegría. Todo el mundo demostraba su buen humor. El corresponsal del diario Gara en Madrid pasó a mi lado con una sonrisa bobalicona. La gente pedía abrazos. ¿La gente? Sí, era gente. 
 
Yo necesitaba más medicinas. Penetramos en una farmacia en la misma plaza. El aire acondicionado y el silencio nos sentaron bien. Al salir, optamos por alejarnos poco a poco de la multitud y buscar una terraza. 

El problema, sin duda, es mío. No me siento del todo bien entre pancartas. Me acompaña siempre la sensación de estar colándome en una fiesta. Incluso, bajo circunstancias proclives a mi forma de ver el mundo, encuentro motivos para no comulgar. En el enésimo dilema de identidad al que se enfrenta el país, tengo opinión, pero temo que no sea suficiente. Quiero decir que estoy a favor del referéndum, pero me gustaría estarlo más radicalmente y defender un discurso vehemente y sin dobleces. Aquí eso no es posible, porque, pese a su bella factura, la película es una ficción. A un lado, están los republicanos, convencidos de su justa idea, defensores de una profundidad democrática que alcance todos los rincones del sistema. Al otro, los que se dicen monárquicos, guardianes de, quizás, la última tradición que sostiene a España. Ambos fracasan. En ninguna parte del mundo, la corona ha sido condición de democracia, sino consecuencia coyuntural (a favor o en contra) de ésta. Por eso, algunos países democráticos, como Suecia, Holanda o el Reino Unido son monarquías, mientras que otros -Francia, Estados Unidos o Alemania- mantienen una identidad republicana. Se trata de una cuestión histórica, simbólica, sin reflejo real en ningún tipo de potestad. 

Sin embargo, este argumento tranquilizador no tranquiliza a nadie en España y, por supuesto, no resulta útil a la campaña monárquica. Los grandes medios gastan energías en alabanzas diarias a los reyes saliente y entrante. Es en vano. Lo que se refleja es el intento de mantener a salvo los intereses creados, la ideología frívola y vulgar en la que ha acabado convirtiéndose el régimen de la Transición. Minado por la corrupción e incapaz de solucionar los problemas del país, el discurso del poder carece de cualquier virtud seductora. 

En el lado tricolor, los problemas son otros: el ventajismo, la demagogia de creer que un cambio de sistema traería consigo una regeneración profunda del país y la nostalgia. La memoria envuelve todas las reclamaciones en un confuso cóctel de independentistas, comunistas, anarquistas y demás enamorados de 1931. Aquéllos que, durante los cinco años que duró la II República, se esforzaron en sustituirla por otra cosa (el estado soviético, la Cataluña Libre o la comuna) se presentan hoy como los principales valedores del cambio. 

Pero, ¿y la gente? ¿Tiene algo que decir? Más allá del referéndum (insisto, que se haga), están los españoles a los que este asunto no les importa nada. No es novedad. El habitante de la piel de toro siente, sobre todo, indiferencia hacia la política, a la que observa desde una distancia prudente, como el buitre que quiere estar seguro de la expiración. Aquí, imagino que como en todas partes, importa el bolsillo, llegar a fin de mes. No es poca cosa. La impresión es que el orden institucional de España y las encendidas discusiones sobre los valores, los privilegios de la Iglesia, la igualdad del matrimonio homosexual o el aborto, se contemplan desde una actitud distante y cínica, como si la modernidad o la política fueran un capítulo reservado a élites a las que poder injuriar con un vino en la mano.  

Por ese motivo, la victoria se decide entre minorías. La mecha la encienden pocas manos, aunque parezcan numerosas. Como siempre sucede, la respuesta es la libertad, la transparencia. Que los grupos aparentemente más radicales dicten los movimientos del país sólo puede evitarse desde una comprensión plural de sus problemas. Nuestro ya legendario atraso se concreta en las ortodoxias que se reparten el discurso. Quizás va siendo hora de poner nombre a esta tierra, aunque eso suponga su adiós.