viernes, agosto 26, 2016

Navidad*



Parece mentira que este sea aún el lugar de la felicidad posible, de las cosas que nos dan aliento a pesar del dolor. La vida adulta irrumpe en nosotros, ennegreciendo la escena y pudriendo los melocotones. Hoy, tantos años después, el sol parece dar menos luz y hemos olvidado lo mucho que duran las tardes de verano entre amigos o el olor a hierba mojada durante la excursión. Que sea lógico, que apenas pueda expresarse otra queja que el mero encogerse de hombros, no le quita gravedad al asunto.    

Sin embargo, no se trata sólo del tiempo sin tregua, de los objetivos que van sucediéndose en el esfuerzo de la juventud. Hay algo mucho más profundo. Deberíamos admitir, quizás, que ahora estamos demasiado cerca unos de otros y que la insistencia en una conversación impide que comiencen otras. Las redes sociales son la expresión más reciente de este fenómeno; la vida es sólo la excusa para un tuit.     

Los partidos lo han comprendido perfectamente. Ellos saben que el mundo se ha estrechado y que su voluntad se propaga ya por todos los espacios de la sociedad, como la Nada sobre la Fantasía de Ende. Así se explica que la presencia digital de los políticos no sirva -como se ha dicho- para acercarlos al ‘Pueblo’. Al contrario, muchos ciudadanos hablan ya como militantes, recogiendo el malestar del país y haciendo suyo el discurso de la crispación. Mal augurio, desde luego.

En este siglo vulnerable, cuesta aceptar que aquel territorio consumido y enterrado (el de la casa de los abuelos, por ejemplo, o el del turrón con la tripa llena) sea el mismo que hoy habitamos con temor. Ayer, todo parecía más grande y plural; el planeta nos esperaba como un laberinto lleno de secretos apetecibles. El poder exige ahora la indignación con fecha de caducidad, la protesta durante un rato. No se nos permite aquello que no pueda pronunciarse, o enarbolarse, en un mitin. De ahí que el belén no quepa en la escuela pública -porque podría, dicen, ofender a alguien-, pero que las papeletas sean siempre bienvenidas. Hasta en Navidad.

* Columna publicada el 25 de agosto de 2016 en El Diario Montañés

viernes, agosto 19, 2016

'Burkini'



Reconozco que nunca he tenido muy claro qué opinar sobre el asunto del velo. En principio, parto de la base de que, en caso de duda, debe primar la libertad del individuo. La práctica religiosa, por supuesto, se empapa con las costumbres de cada sociedad, con tradiciones a menudo cargadas de discriminación. Por ese motivo, creo que, hoy, en pleno siglo XXI, lo más razonable es la religión breve, escueta, sin excesiva carga dogmática. Que una estudiante, por ejemplo, de Medicina, decida llevar el velo puede deberse a mil razones. Ninguna de ellas (quiero pensar) responde a la idea de que el cuerpo tiene que permanecer oculto, ni al mito de que los varones valen más que las mujeres. Ni siquiera a ese célebre versículo del Corán que habla de golpear a la esposa contestona. En la actualidad, una mujer que profesa el Islam tiene derecho a expresar su fe de la manera que decida, incluso a interpretarla (aunque la doctrina según la cual el libro sagrado le fue dictado a Muhammad deja poco espacio a la hermenéutica) y, por supuesto, a vestir como le venga en gana. Pesa mucho, imagino, el modelo materno y esa querencia por reproducir lo que vemos en otros; es decir, la tradición. De esta forma, el velo dejaría de ser un crudo instrumento de dominio masculino para convertirse en otra cosa; en una especificidad cultural, familiar, con un significado distinto para cada una de las mujeres que lo llevan. No hay una manera única de ser musulmán. Como no la hay de ser humano.

Pero, claro, aparece el tema del ‘burkini’ y todo se desmorona. Porque, al ser una prenda de reciente diseño, no está vinculada a la idea del velo como símbolo religioso e individual, despojado de referencias cuestionables, sino con su precedente: el machismo de toda la vida y de todas las tribus. Con el ‘burkini’ ya no se trata de lucir una prenda que expresa la diversidad del mundo y de las personas, sino de recuperar el primer sentido del velo: ocultar el cuerpo. Las mujeres que hoy lo llevan son las primeras que lo hacen, asumiendo que su cuerpo debe permanecer oculto para todo hombre que no forme parte de su familia. Ése es el punto clave desde donde debemos partir para analizar este asunto: la posibilidad de que en nuestros países occidentales, que, en principio, aspiran a la igualdad y al pluralismo en libertad, existan sectores que cultivan la idea del cuerpo femenino proscrito, del sexismo como base, primero estética y luego ética, del comportamiento en sociedad. Y que, para ello, diseñan y producen el 'burkini'. ¿La libertad lo justifica todo? ¿Incluso la asunción de desigualdades? ¿Es discriminatorio el ‘burkini’? ¿Tenemos derecho a opinar sobre ello cuando esas mujeres lo llevan libremente? Otro tema envenenado. Todos los son. 


lunes, agosto 15, 2016

Lobos*



Un niño en Madrid se llamará Lobo. Ha habido susto; nadie puede extrañarse. Malos tiempos para el descaro y las elecciones. María e Ignacio -los padres de la criatura- sonríen frente a la cámara mientras se reúne el jurado televidente. Antes de la libertad, los medios de comunicación exigen siempre un periodo de control y magisterio. “Vamos a hablar de ello, dice el locutor, es por el bien del país. Descansad, alguien mucho más sabio tomará la mejor decisión”. La familia del recién nacido puede ser culpable o ignorante. Para eso está el poder, ¿no lo sabían? Esa joven pareja parece no haber aprendido a consultar el santoral. Quizás, sus deseos fueran admisibles en otra España que no sufriese, como sufre esta, el síndrome de abstinencia después de tantos días sin Gobierno.

Este es el siglo de la autoridad rediviva y jaleada. Para todo hay que pedir ayuda y, por lo tanto, permiso; también para llamarse Lobo. Muy lejos quedan los mantras participativos, los relatos de batallas contra el ogro totalitario. La vida se estrecha y todo está carísimo. Protegednos, claman los contribuyentes, no volváis a hablarnos de libertad y de progreso, que nos entra el vértigo. El individuo parece, hoy, una frivolidad.

La crisis incuba monstruos que desprecian las instituciones. Se reclama la mano de hierro, la seriedad en la decisión, más allá de titubeos partidistas o de infinitas campañas electorales. Putin en el Este, quizás Trump en el Oeste; Europa que se deshace y reproduce los discursos tribales, arropados, una vez más, en la astenia liberal y socialdemócrata. En España, las ideologías extremas se relamen gracias al experimento de Somosaguas y proponen imposturas para avanzar hacia la moqueta, como ha hecho Pablo Iglesias, su modelo, el líder que salió del pozo. Antisistemas de todos los colores y neofascistas toman apuntes, aprovechando el desencanto general.

Si se pide autoridad, muchos participarán en la subasta. Y no todos -ni siquiera la mayoría- propondrán un yugo suave. El pueblo empoderado acabará convirtiéndose, también para los revolucionarios, en la masa analfabeta que ve Sálvame, vota al ‘PPSOE’ y elige mal los nombres.

* Columna publicada el 12 de agosto de 2016 en El Diario Montañés