jueves, julio 26, 2018

El verano populista*



A mí no me gusta volar, pero vuelo. Esto me convierte, creo, en un personaje gris. Mis experiencias aeronáuticas comienzan siempre con un no muy acusado temor a la catástrofe y terminan con el alivio del viaje plácido y el aterrizaje sin contratiempos. El mundo moderno pretende enseñarnos que la gestión del miedo exige una decisión contundente que no comprometa el brillo de la identidad. Sujetarse con fuerza al asiento (o al vecino) durante el despegue sería una actitud ridícula e irracional, pero decidir no pisar un aeropuerto es un rasgo pintoresco del carácter.  Mi amigo Paco, hombre sabio, suele decir que la genialidad divide a los seres humanos en dos grandes grupos: los donjuanes y los castos. Es decir, que la persona brillante necesita de la exageración en cualquiera de sus formas y que de nada sirve la esperanza del mediocre antes de entrar en el Malaspina.

Quienes preferimos el escenario prosaico nos forzamos -y nos esforzamos- por superar la fobia a la cotidianidad. Por eso, volamos o vamos al Lupa, avanzando del modo más torero posible por este valle de lágrimas y ventanillas. Es justo reconocerlo: esto no satisface a todo el mundo. Los hay que abusan del lenguaje adolescente hasta acabar envenenados por él. Pienso en Patricia Aguilar, la joven alicantina embaucada por un estafador pseudo-espiritual que, locura a locura, la incluyó en su siniestro harén en la selva peruana. Recientemente, han transcendido algunas de las publicaciones de Aguilar en las redes sociales que dan una idea de su personalidad impresionable; de ese sello presuntamente místico que, sin embargo, rompe los lazos con la sociedad y con los otros.

La aceptación de la realidad tiene que ver con el aprendizaje, tedioso y agotador, de que vale la pena partir de una rutina antes que emprender la huida hacia ninguna parte. Con la huida, uno se alivia poniendo el marcador a cero. Es un espejismo. La cotidianidad, sin embargo, supone un riesgo mayor. Nosotros, el común de los mortales, nos enfrentamos a diario al peligro del desequilibrio. La llegada del verano agudiza, además, el rol de consumidores desamparados, confundidos entre otros muchos. Las compañías ‘low cost’ son expertas en recordarnos nuestra condición de rebaño con equipaje de mano. Yo, sin ir más lejos, tuve que asumir la semana pasada el papel de intérprete de los pasajeros olvidados por easyJet en el aeropuerto londinense de Stansted. Durante mi labor, aprendí, para empezar, que, en situaciones de crisis, el discurso radical es extraordinariamente útil; que debe evitarse la división de clase y, sobre todo, que la solución se alcanza más fácilmente después de un par de gritos. También hay populismo ‘low cost’. Pero, como no existe buena acción sin castigo, la vuelta a Santander trajo consigo la intoxicación de casi todo mi grupo de amigos en las casetas. Eso sí que es, como decía Belmonte, “olvidarse del cuerpo”.

* Columna publicada el 26 de Julio de 2018 en El Diario Montañés

jueves, julio 12, 2018

La escasez*



Termino la primera temporada de ‘The Handmaid's Tale’ el mismo día de la muerte de Claude Lanzmann. Una fecha, por lo tanto, para el recuerdo. Aunque es inevitable indagar en los contenidos, tratando de detectar similitudes, no pretendo tender puentes, ojo, entre el testimonio de los supervivientes del Holocausto -registrado por el director francés en su monumental ‘Shoah’- y lo que no deja de ser una entretenida obra de ficción. Pero, ambos, Lanzmann, desde la memoria, y Margaret Atwood (autora del relato y coproductora de la serie para HBO), desde la imaginación, logran transmitir el peso del mal, la atmósfera pringosa que se genera alrededor de los desgraciados que no disfrutan de los privilegios del poder.

Resulta interesante reflexionar sobre el tiempo acotado que se les impone a un drama o a un documental, obligando a sus artífices a destacar el lado pinturero del totalitarismo; los episodios más sanguinarios y heroicos. Es un recurso eficaz que limita, no obstante, la comprensión del fenómeno. ‘The Handmaid's Tale’, quizás, precisamente, por haberse estrenado durante la gran burbuja de las series, profundiza en el itinerario de una ideología cruel, incorporando componentes casi inéditos que son fundamentales en una producción sobre conflictos políticos. A saber, la represión parsimoniosa envuelta en palabrería y en eufemismos, la evolución de los poderosos desde la militancia marginal hasta la victoria incontestable o el equilibrio entre la propia convicción a contracorriente y la hipocresía de los opresores.

Desde luego, el elemento epatante de ‘The Handmaid's Tale’ es la destrucción de la humanidad de las mujeres; la pérdida absoluta de su libertad, en un futuro cercano, y su conversión en esclavas paridoras a tiempo completo. Sin embargo, bajo este patriarcado escandaloso descubrimos un asunto apenas mencionado por los medios de comunicación y por los críticos: la escasez. La implantación de un régimen fanático religioso (gobernado en buena parte por oportunistas) se lleva a cabo como consecuencia de una fortísima crisis climática y de fertilidad. Para combatirla, brotan los dogmas sacrificiales que reclaman la gestión comunal de los bienes limitados; como ya no nacen niños y son pocas las mujeres capaces de dar a luz, se las nacionaliza.

Cualquier discurso inflamado funciona en la escasez hasta el punto de activar los odios durmientes. La sociedad es permeable a los programas que confirman los prejuicios y proponen el control (o el aniquilamiento) de los vulnerables. En la serie, tanto los hombres como las mujeres sufren la infertilidad, pero ellos salen ganando en el reparto. El padecimiento de unos cuantos y el mando de los peores son, dicen, perfectamente asumibles en un contexto de necesidad generalizada. Por eso, cuando las aguas se retiran, uno se encuentra con la verdad desnuda y decepcionante: todo era un cuento. Como lo han sido siempre los movimientos políticos que pasan del exilio al amiguismo; de la acampada a los consejos televisivos o del poder al censo menguante.

* Columna publicada el 10 de julio de 2018 en El Diario Montañés

sábado, julio 07, 2018

Los chicos*



Toda ideología guarda celosamente su programa máximo. Es un ejercicio de discreción, palabras que se protegen como antídotos. El veneno, por supuesto, es el crimen de estado, en todas sus variantes militares y económicas. No sé cómo contarán ahora la fábula, pero en el antiguo libro del afiliado del Partido Socialista, ya con Felipe González a los mandos, se establecía como horizonte la “conquista del poder por la clase trabajadora”. Así, sin paños calientes y sin visos de contradicción. Los defensores de la democracia liberal, por su parte, han preferido siempre una utopía de vuelo bajo, embridada y prosaica. La fórmula atrae únicamente a los más sensatos; a aquellos que no se han dejado seducir por las alhajas del sector privado y creen aún en la sociedad como cuerpo existente y, por lo tanto, necesitado de razón y de ley.

La quimera liberal -en su versión menos delirante- despliega visiones a retazos, actitudes y modos más que argumentarios. Se trata, en resumen, de la vida justa y sin amenazas, respetuosa con la separación de poderes y orgullosa de haber aparcado los dramas ideológicos. La comunidad, mejorada por la libertad y la cultura, alcanza por fin su mayoría de edad, rechaza los mesianismos y convive en un escenario muy semejante al de una pequeña ciudad de provincias donde los señores se saludan por la calle quitándose el sombrero.

La gestión, y no el discurso extremista, se convierte en la vía más fértil. Si la cosa funciona, es decir, si la economía no da problemas y el dinero viene y va en grácil danza, la despolitización del personal se celebra como una apendicectomía en la casa del doliente. En el mercado, dicen sus apóstoles, confluyen todas las esperanzas, todas las posibilidades del ser humano. La fe, el terruño, la raza o la clase claudican frente a la vida buena del crecimiento y el progreso. ¿No son encantadores?

Nunca, ni siquiera en sus momentos más sublimes e igualitarios, la opción de la democracia representativa y de la economía de mercado ha logrado desactivar completamente las preferencias revolucionarias. Mientras algunos disfrutaban de aquel “fin de la historia” anunciado por Fukuyama mirándose en el próspero espejo californiano, otros resistían en los cuarteles de invierno, descubriendo atajos para la ruptura. ¡Qué arrogancia la de dar por enterrado el compromiso del inquisidor!

Hablamos de la debilidad institucional y de sus supuestos defensores, así como del desprestigio de los símbolos constitucionales, izado insulto a insulto por los enemigos del estado. El panorama es desolador pero irrebatible: los totalitarios dominan la escena y espolean a sus feligreses, convertidos en orgullosos comisarios políticos. Las redes se inundan así de proclamas en favor de “los chicos de Alsasua” -una forma macabra de referirse a los agresores que evoca cine y bicicletas-, mientras se insinúan linchamientos contra ‘La Manada’. Cualquier matiz aquí, ojo, es fascismo. Sí, utilizan la palabra fascista, precisamente ellos.

Columna publicada el 27 de junio de 2018 en El Diario Montañés