domingo, mayo 21, 2017

Lo de Aznar*



Qué bonito es el comer con gente. Uno propone, otro acepta. Luego, la visita al mercado, la elección del menú y una copita de vino. La presencia de los demás en la casa propia insinúa el ámbito de lo privado. Una parte de la intimidad se expone para compartir lo importante. Las comidas de negocios incomodan, precisamente, porque la belleza de la botella terminada entre varios y los platos que se vacían -“queda un poco más en la cocina”- se devalúan entre cálculos e intereses.

Ocurre lo mismo con la proyección mediática de la gastronomía. El programa de Bertín Osborne, por ejemplo, pretende conciliar los formatos favoritos del espectador: la exhibición de pericia entre fogones y la cháchara. Los comensales muestran fotografías de la niñez y, sobre ese lecho de confianza, vierten sutilmente un relato de autobombo que no va dirigido a su interlocutor, sino al público. En este juego de máscaras sobreactuó, hace más de un mes, José María Aznar. El expresidente rechazó, eso sí, la conversación banal. No se trataba en absoluto de la faceta doméstica del jubilado que evoca viejas batallas. Era, otra vez, el emperador.

La derecha se ha manejado siempre con dificultad en los territorios de la comunicación y de la utopía. Por eso, uno se escandaliza cuando sus representantes creen encontrar el espacio donde dar sentido a la movilización. Quizás, todo se sostenga sobre aquella frase del marqués de Tamarón: “En España no hay conservadores; hay gente de derechas, pero conservadores, no”. Mucho más que una simple ‘boutade’. 

En efecto, las filas del Partido Popular las engrosan, dicen, democristianos, liberales, nacionalistas y arribistas desertores del mercado de trabajo. Es la gran familia centrípeta donde nadie se atreve a completar su verdadero programa: el dique frente a la revolución. El PP ofrece al votante una vaga idea de estabilidad. España es su único eslogan de mitin, con el que, por supuesto, especula cada vez que pacta con los periféricos.

A José María Aznar le ocurre lo que al abstemio que acepta un cubalibre en una boda. Durante su mandato, estimuló la opción de un patriotismo de raíz constitucional -cabe recordar a los hoy olvidados concejales que, durante los años duros de ETA, defendieron heroicamente junto a los socialistas la libertad en el País Vasco-, insistió en la querencia católica y mantuvo una resistencia férrea a desligarse del pasado franquista. En resumen, un monstruo de Frankenstein demasiado frágil.

El rencor mide la derrota de un político. Aznar pretendió algo imposible: llenar -desde el poder- el vacío intelectual y mediático de la derecha con lo primero que encontró a mano. Fracasó. Hoy, sólo queda la queja. El partido enarbola, de nuevo, la nada y recibe los ataques de todas las ortodoxias. Gana elecciones por descarte, pero los efectos secundarios son terribles: una estructura opaca, sin discurso defendible, con los atributos del clasismo de siempre. Y la corrupción.

* Columna publicada el 19 de mayo de 2017 en El Diario Montañés.

martes, mayo 09, 2017

Los uniformes*



La vida no se reduce a la escena de una persona que camina lentamente junto a otra por los pasillos de un hospital. No se reduce a ello, aunque uno tiende a pensarlo. El sentimiento brota en forma de esfera: al principio, la pareja avanza sin obstáculos; ambos con idéntica fuerza, felizmente confiados en la salud y en el futuro. De pronto, un año cualquiera, uno de los dos se quiebra y el mundo alcanza entonces un tamaño ajustado, compatible con la naturaleza y su caducidad. El error es, precisamente, asumir el dolor como un destino irremediable. El fatalismo convertido en arma contra el enemigo; el nacimiento de una opresión. Resulta obligado reconocer que un dolor propio no es el de todos. Nuestro peor día puede ser el mejor de la vida de alguien. Nuestra analítica coincide, en resumen, con una boda. Hablamos, ojo, de la sabiduría más cara.  

No lo sabemos con seguridad pero dicen que, antes, el planeta era un lugar más pequeño, colmado de ritos que proporcionaban orden y consuelo. La vida y sus amenazas coexistían en una placidez de miedos callados; de introspección y fiestas de guardar. El tiempo, hoy, sin embargo, aparece como un abismo profundo, un  espejo siniestro donde se solapan las imágenes de la realidad con todas las esperanzas posibles. El fracaso no se explica ya con la blasfemia que aleja al individuo de la fe y del grupo, sino con la inadaptación a los cambios económicos y laborales.

La soledad se hace insoportable. Uno se lamenta como quien pierde un tren de madrugada, cuando apenas queda nadie en los andenes. No se trata de confundir la senda del triunfo, sino de verse desbordado por la responsabilidad de pagar las facturas. Echamos de menos, quizás, un itinerario más lento y musical en compañía de otros, pero también despreciamos a esos otros que cantan los himnos y les basta. Se reivindica al pueblo pero se rechaza la sociedad concreta por conservadora, por rancia o por ignorante.  

El individualismo intenso y fatal produce -en las mentes entusiastas- una experiencia de la vida urbana que, en los últimos años, no se sacia con la posibilidad del asfalto. Del desarraigo cosmopolita nacen fórmulas colectivas que pretenden ser revolucionarias o tradicionales, pero se entregan a la violencia inmediata y a la misma arrogante intolerancia de siempre. El adanismo convierte cualquier ideología en una herramienta frágil en el largo plazo pero tremendamente eficaz en el presente inflamado.


La “desinstitucionalización, especialmente de la familia”, como señala el antropólogo francés David Le Breton, alumbra monstruos en forma de drogas, alcohol y uniformes. De la autodestrucción al Daesh, todo nacería del mismo malestar anónimo. Los partidos alimentan las promesas de la secta. Por eso, la política es siempre agresión y conflicto entre porcentajes. La gran tragedia contemporánea: apuntalar el desencanto con la utopía, sin educar a la vez contra los totalitarismos.  

* Columna publicada el 5 de mayo de 2017 en El Diario Montañés.