jueves, noviembre 26, 2009

Jesús (I)


Llegó de noche Nicodemo, el fariseo, a entrevistarse con el misterioso individuo de Nazaret. La reputación curandera y profética de éste había despertado la curiosidad del viejo estudioso de Israel. Conversan. Le dice el galileo: “Te aseguro que, si uno no nace de agua y Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. De la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu” (Juan 3, 5-6).

El Cristianismo y, con él, los textos que lo fundamentan (el, llamado, Nuevo Testamento) representan un gran malentendido: considerar que la Vida Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret suponen la “reconciliación” definitiva de Dios con su creación; un Dios que se habría desvelado, finalmente, como Padre de todos los seres humanos, puro Espíritu de Amor capaz de colmar al mundo con su presencia constante y para siempre. Así, los hombres pasarían a ser considerados hermanos entre sí y, por lo tanto, llamados a gozar de un mundo finalmente renovado por el Mesías Jesús.

Nada más lejos de la realidad.

Una realidad que, para todo el que se acerque a lo textos con un mínimo de rigor, pasa por aceptar el hecho de que los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son nada más y nada menos que la escritura fundacional de una secta. Trataré de profundizar en esto.

Digo “secta” y uso la acepción normalizada en nuestros días por la Real Academia: “Conjunto de seguidores de una parcialidad religiosa o ideológica”. Una parcialidad. Eso es el Cristianismo. El Mensaje de Jesús supone, en primer lugar, una Elección de individuos (discípulos) llamados a formar una Comunidad diferenciada del resto de la sociedad, una élite, en definitiva, que acoge en su seno el “fuego sagrado” de la historia de la Salvación. El Amor que Jesús exige es un amor DENTRO de la Comunidad de fieles; un grupo humano (aunque de la humanidad de este grupo también habría que hablar) que, a partir de ese momento, se excluye del mundo, que ya no participa de su construcción, sino que se dedica a velar la segunda venida del Señor (ya en poder de Majestad). Un ejemplo de esto es el capítulo 25 de Mateo en sus versículos 31 a 46, célebre escena en la que se representa el Juicio Final. La habitual interpretación de este texto asegura que Jesús se refiere a que el cristiano debe alimentar al hambriento, vestir al desnudo, visitar al preso en la cárcel, etc, cuando, en realidad, las palabras del Nazareno están dirigidas a juzgar el comportamiento de “todas las naciones (o todos los paganos, según el apunte de Luis Alonso Schökel)” con los cristianos que se encuentren. Jesús pone el acento en advertir que el criterio de Salvación lo marcará la manera en la que los seres humanos hayan tratado a sus escogidos (su grupo de seguidores). Para el Jesús de los evangelios, el mundo pierde su importancia. Sólo tiene sentido la entrega del hombre a Dios.

Unos escogidos, unos Hijos de Dios que, al contrario de la creencia general, no son todos los seres humanos. Veamos el capítulo primero del evangelio de Juan en sus versículos 12-13: “A cuantos la han aceptado (la Palabra, el Logos) los ha hecho capaces de ser hijos de Dios: esos que mantienen la adhesión a su persona; los que no han nacido de mera sangre derramada, ni por el designio de un mero mortal, ni por designio de mero varón, sino que han nacido de Dios”. Así que Hijos de Dios no somos hasta que lo aceptemos. Jesús enseña a sus discípulos a llamar Padre a Dios, pero sólo a éstos. Los demás somos carne, como le dijo a Nicodemo; nada más que “muertos que entierran a sus muertos” (Mateo 8, 22).
Jesús elige maneras diferentes de dirigirse a su público. Habla a la multitud en parábolas, mientras que a sus “elegidos” los instruye de manera más precisa, revelándoles el verdadero significado de su enseñanza: “Porque a vosotros (sus discípulos) se os concede conocer los secretos del reinado de Dios, a ellos no se les concede” (Mateo 13, 11).

Todo en la lectura de los evangelios convence de la actitud “anti-mundo”. Cuatro ejemplos:

a) Jesús de Nazaret es un hombre que muere en la treintena, soltero (no hay motivos más allá del universo del “best seller” para pensar lo contrario) y asesinado. Es decir, fallece sin haber cumplido lo que, en teoría, compete a un hombre de su época: convertirse en padre de familia, crear un hogar y formar parte activa en la vida social y religiosa de su pueblo. La muerte “antes de tiempo” es algo que puede pasarle a cualquiera (también ser asesinado), pero es un rasgo más de la apuesta por una derrota pensada desde el principio. Su Mensaje religioso es una ruptura (vino, como decía, “a traer la espada”), carecía de hogar (“no tenía dónde reposar la cabeza”).

b) Los Milagros (o Signos). Jesús (Emmanuel, es decir, “Dios-con-nosotros”) pasa por el mundo demostrando que éste no lo limita. Es capaz de subvertir el “orden de las cosas”. Practica curaciones, devuelve la vista a los ciegos, limpia a los leprosos, elimina las discapacidades físicas, resucita a los muertos…Esta idea nos lleva a pensar que, si bien Dios creó al mundo (siempre, desde luego, según el pensamiento religioso) “abierto”, su “plan final” consiste en una acción directa sobre él. Dios se situaría, por el momento, en un estado de no intervención. Lo de Jesús es un anticipo. Por lo tanto, alcanzamos la Salvación en el momento en que le quitamos al mundo su condición de “existencia última” y los sustituimos por la espera de la Parusía. A Dios no se le alcanza a través de lo que ha creado. El hombre debe “trascender” la mera materia ¿El peligro? Que nos salimos del mundo, que no lo vivimos tal cual es, que buscamos un orden “bondadoso” más allá de él.

c) El divorcio. A Jesús se le interroga sobre este asunto. Sé que hay interpretaciones que señalan que el Nazareno se refería en esta ocasión al repudio. Pero, sinceramente, considero que de una pregunta concreta, él responde señalando una norma general: “De suerte que ya no son dos (los esposos) sino una sola carne. Pues lo que Dios ha juntado que el hombre no lo separe” (Marcos 10, 8-9). Supone esto una norma moral de carácter general que, en mi opinión, se confronta radicalmente con el vivir cotidiano (desde el fin de la voluntad de seguir juntos hasta situaciones de maltrato). Se apuesta por “ganar el cielo” aun en contra de la felicidad en la tierra (otros pasajes corroboran esta impresión, por ejemplo, Lucas 9, 24: “Quien se empeñe en salvar su vida la perderá; quien pierda su vida por mí la salvará”).

d) La Resurrección. No es necesario extenderse mucho. Basta decir que con su Resurrección, Dios elimina el poder definitivo de la muerte sobre el hombre. No de un modo natural; es su intervención la que transforma la realidad final del fallecimiento.

Otro asunto que puede enlazarse con lo anteriormente expuesto es la escatología en el Cristianismo. La idea fundamental que subyace en todos los textos (en especial en el capítulo 13 de Marcos) es la de considerar nuestra vida terrenal como un escenario donde se desarrolla un drama moral con nosotros como protagonistas. Como diría Lukács, la muerte, por ejemplo, como teleología para transformar nuestra vida moral. Una superstición realmente elaborada.

Así, todos los acontecimientos no importarían por sí mismos sino como desafíos a los que el hombre debe responder de la manera que quiere Dios. Nacer, crecer, enamorarse, tener amigos, trabajar, enfermar, morir…No serían más que fantasmas; nuestro entorno natural, los árboles y animales, meras comparsas. El placer y el dolor, pruebas para comprobar nuestra fidelidad a Dios. Perder nuestra vida aquí para salvarla luego.

Los capítulos 24 a 26 del capítulo 13 de Marcos: “En aquellos días, después de esa tribulación el sol se oscurecerá, la luna no irradiará su resplandor, las estrellas caerán del cielo y los ejércitos celestes temblarán. Entonces verán llegar al Hijo del Hombre en una nube, con gran poder y majestad”. Se nos muestra el poder de Dios, intacto tras la destrucción efectiva del mundo. Sólo quedan los hombres (resucitados por Dios) y el Señor erigido en Juez. Es hora de hacer cuentas. El versículo 27: “Entonces depachará a los ángeles y reunirá a los ELEGIDOS de los cuatro vientos, de una extremo de la tierra a un extremo del cielo”. Lo elegidos. Y si tomamos en cuenta el criterio que se usa para “elegir”, nos encontramos que aquéllos que Jesús libremente escoja y los que haya despreciado lo mundano (es decir, el mundo) y sólo aquéllos se salvarán (otra vez, Lc 9, 24 y Mateo 11, 27).

El Cristianismo no se preocupa por el destino de una creación condenada a desaparecer. Cualquier “buena obra” de piedad, compasión, etc, está enmarcada en el contexto de “acumular bienes en el cielo”. El papel del cristiano es el de aguardar pacientemente la destrucción del “mundo abierto” en el que vivimos y su sustitución por el “reino cerrado” que traerá Dios, donde sólo unos pocos podrán disfrutar. Vale aquí hacer mención de la “Oración sacerdotal de Jesús” en el capítulo 17 de Juan: “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me has confiado, pues son tuyos” (Jn 17, 9). Dice Jesús a sus discípulos: “Brille vuestra luz entre los hombres, de modo que, al ver vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre del cielo”. Ésa es la labor del cristiano (ni siquiera del creyente, porque ser cristiano es responder a una llamada específica, a una Gracia de Dios no indiscriminada a toda la raza humana, mientras que los meros creyentes son la “segunda división” de la religión).

Entonces ¿por qué el mundo? ¿Es mero atrezzo? Vayamos a San Ignacio de Loyola: “El hombre está creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, nuestro Señor; y las otras cosas sobre la faz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que se creado”. Utilitarismo. Pero no sólo las “otras cosas”, sino también el hombre debe pensar en su “drama moral” en su trato con los otros hombres.

De esta forma, nos encontramos ante una estigmatización de la creación mientras se ama al Creador, y al hombre en cuanto sirve para salvarse. Fractura entre espíritu y materia. Rechinar de dientes.

Los cristianos consideran que el mundo está torcido a causa del “pecado original”; un acontecimiento que se sitúa en los albores del tiempo y que habría tenido como consecuencia la aparición de la violencia, el sufrimiento y la muerte. No hay que escarbar mucho para saber que no es así. Antes de que cualquier Adán soñase siquiera con la posibilidad de morder ninguna manzana, el T. Rex ya corría tras el rastro del herbívoro de turno para merendárselo, ya había muerte y paso del tiempo.

Muchos insisten en lo “justo” y “positivo” del mensaje escatológico cristiano. Consideran como adecuado un juicio “reparador” que corrija los desmanes e injusticias de este mundo. En este punto, casi valdría con apelar a la ingenuidad, el deseo más que lo real de estas afirmaciones. Unas afirmaciones que, bienintencionadas supongo, atacan el núcleo de la creación: pasan a no considerar a ésta un fin en sí mismo. Por no hablar de que esta Justicia Cósmica Universal esconde un absolutismo de “conmigo o contra mí” de proporciones titánicas. Hablaré sobre las consecuencias totalitarias de este pensamiento en el siguiente post.

La “Reparación” de la que hablamos consistirá en un Castigo para aquellos que no hayan creído en la Palabra de Jesús; en una “siega” que separe (excluya) a la cizaña de la buena hierba. Es un Dios que, para incluir a los suyos, excluye a los demás, confiando en los mismos métodos (pero a la inversa, ya que los débiles ahora ganan) que parecen dominar el mundo.

El mismo estilo literario de los evangelios es marcadamente maniqueo, lejos de esa fama de dulzura y compasión que muchos han querido ver en ellos. La separación es radical entre el “bueno” (Jesús), los “malos” (fariseos, maestros de la ley, sacerdotes del Sanedrín, Judas) y los “dudosos” (los discípulos aún con debilidades mundanas hasta Pentecostés). Los textos del Nuevo Testamento tienen como fin afianzar la fe de las comunidades donde se gestaron. No buscan la transmisión informativa de un hecho histórico. La demonización del contrario desde el principio (se acusa a Judas de robar de la bolsa común de los apóstoles, como prueba de su maldad “de origen”), la santificación del protagonista, etc.

Por lo tanto, resumiendo, es el del Nazareno, un Mensaje excluyente, contrario al mundo que él considera caduco, apocalíptico y, en definitiva, dirigido a formar una élite espiritual, que será garante de la transmisión de la “Buena Nueva”.

En el siguiente post hablaré de la trascendencia comunitaria del Mensaje de Jesús de Nazaret.

miércoles, noviembre 25, 2009

Perlas de Foucault


I


Mi posición es que no tenemos que proponer. Desde el momento en que se “propone”, se propone un vocabulario, una ideología, que no pueden tener sino efectos de dominación. Lo que hay que presentar son instrumentos y útiles que se crea que nos pueden servir. Constituyendo grupos para tratar precisamente de hacer estos análisis, llevar a cabo estas luchas, utilizando estos instrumentos u otros: es así finalmente como se abren posibilidades.
Pero si el intelectual se pone a reinterpretar el papel que ha interpretado durante ciento cincuenta años (de profeta, en relación a lo que “debe ocurrir”, a lo que debe ser) se prorrogarán estos efectos de dominación, y tendremos otras ideologías funcionando según el mismo tipo.
Es simplemente, en la lucha misma y a través de ella, como las condiciones positivas se dibujan.


II


El sabio griego, el profeta judío y el legislador romano son modelos que rondan continuamente a quienes hoy hablan y escriben por profesión. Sueño con el intelectual destructor de evidencias y universalismos, el que señala e indica en las inercias y las sujeciones del presente los puntos débiles, las aperturas, las líneas de fuerza, el que se desplaza incesantemente y no sabe a ciencia cierta dónde estará ni qué pensará mañana, pues tiene centrada toda su atención en el presente, el que contribuya allí por donde pasa a plantear la pregunta de si la revolución vale la pena (y qué revolución y qué esfuerzo es el que vale) teniendo en cuenta que a esa pregunta sólo podrán responder quienes acepten arriesgar su vida por hacerla.
"Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones". Michel Foucault. Selección e introducción de Miguel Morey. Alianza.


viernes, noviembre 20, 2009

Sangres Comparadas


Hace un par de días, emitieron un documental en la dos de Televisión Española, en el que un leopardo hembra, tras dar caza a un babuino, descubría abrazado a la espalda de éste a su pequeña cría casi recién nacida. Tras unos momentos de duda, el leopardo se acercó a la cría y la tomó bajo su protección. La puso a salvo de las hienas que habían acudido al lugar por el olor de la sangre (protegió a la cría y no a su presa recién muerta) y la subió a un árbol para pasar la noche. El frío acabó con la cría antes del amanecer.
Tras ver hace unos días “Crepúsculo”, la película basada en la novela de Stephenie Meyer, me ha dado por reflexionar sobre el vampiro como símbolo, como personaje de ficción que, sin embargo, es capaz de ofrecer por sí mismo, una lectura que trasciende su propia realidad novelesca o cinematográfica. A saber, tras pensar sobre ello he llegado a la conclusión de que no caben más que dos enfoques “defendibles” a la hora de abordar al vampiro: Una sería su presentación como mero depredador, un ser monstruoso que, muerta su humanidad, caza sin el menor atisbo de piedad o duda a los hombres. Un ejemplo interesante sería el de la película “30 días de oscuridad”, basada en el comic de Steve Niles y Ben Templesmith. Es decir, el vampiro como monstruo.
La otra fórmula supondría dotar a ese monstruo de un reflejo humano, una regresión que le devolviera su vieja condición de hombre. Un reflejo que le hiciera caer en contradicciones, luchas internas, etc. Así, Drácula.
Dejo fuera de los vampiros defendibles a los personajes de las novelas de Anne Rice (“Entrevista con el vampiro”, “Lestat el vampiro”) o la serie “Buffy cazavampiros”. A los primeros porque, si bien aportan argumentos interesantes como la incapacidad del vampiro para acomodarse a su inmortalidad, me parece que llegan a lo frívolo con ese “glamour endogámico” que presentan. No parece que se oponga al vampiro una contradicción, un dilema, más que su hastío por seguir viviendo sin final (no es poco, pero no es suficiente). En el caso de Buffy… No tienen ningún interés más que servir de saco para las palizas de Sarah Michelle Gellar.
De esta forma, “Drácula” o la más reciente “Déjame entrar” son obras que llegan hasta el núcleo de la maldición del vampiro: su incapacidad para responder a la pregunta: ¿Puedo amar? En ambas propuestas queda claro lo siguiente: se presenta a los vampiros como depredadores sanguinarios que, por un encuentro casual, vuelven a establecer contacto íntimo con un ser humano (en el caso de “Déjame entrar” es más complicado, puesto que su protagonista vive con un hombre que la abastece de “alimento”, pero su relación con el chico va más allá). Ese encuentro abre las puertas a un amor impracticable, inútil. Se muestra la imposibilidad del vampiro para amar, por cuanto para él, amar es matar; se establece un dilema entre besar y morder, dar la inmortalidad (dar muerte, en el fondo) o respetar la vida del amado o amada y dejar que muera, significando la separación definitiva (en la película sueca, esto no se expone). El vampiro que ama, en estas obras, es un VAMPIRO. No es, como en “Crepúsculo”, un vampiro renegado, un “vegetariano”, alguien que se esfuerza por ser “normal”; un vampiro al que se le han cerrado las puertas de su especificidad y se lo ha convertido en un adolescente un poco pálido que se niega a sí mismo. Drácula y la pequeña Eli tienen clara su identidad; clara su apuesta gastronómica, su realidad nocturna y marginal (¡en las obras de Meyer, los vampiros no mueren por la luz del sol y van al instituto!). El amor entre Oskar y Eli en “Déjame entrar” es el amor entre dos “bichos raros”, alegres por encontrar en sus diferencias, un conato de equivalencia. También lo intentan en “Crepúsculo”, pero ese flirteo se queda en un “¿Me tienes miedo? Sabes que podría matarte”, muy chulesco. En la obra de Meyer (al menos en la película) se valora la auto-represión del vampiro, su auto-rechazo de la forma más hiriente.
La honestidad se refleja en la verdad del encuentro entre dos “diferentes” para los que se abre un periodo de acercamiento que habrá de ser necesariamente difícil, contradictorio, sin un final feliz. Como el leopardo con el “bebé” babuino: un acontecimiento de amor estéril.