jueves, abril 20, 2017

El espectáculo*



Tampoco Giovanni Mongiano pudo resistirse. Este intérprete lombardo es, al fin y al cabo, un hombre de su tiempo, forjado como nosotros en la misma fragua de lecturas y expectativas. La idea debió de alimentarse en su tierno corazón de artista. Porque el artista, debe de pensar Mongiano, es algo mucho más importante que una taquilla que se abre y un auditorio que tose. Según cuentan, poco antes de ejecutar su monólogo ‘Improvisaciones de un actor que lee’, se asomó a la sala del Teatro del Popolo de Gallarate y se topó con un silencio inesperado: no había acudido ni un solo espectador. Podemos intentar medir el peso del vacío en el espíritu del hombre, ya preparado para la representación; la tristeza de quien vuelve al camerino para deshacerlo todo y apagar las luces. No lo hizo. En un “acto de amor” -como él lo califica-, decidió interpretar la obra completa. “El espectáculo se hace igualmente”, dijo.       

Hay en su gesto mucho de resistencia, de orgullo. Frente a la apatía general, el creador, ajeno a las modas, cultiva con mimo su parcela. Los medios italianos se han apresurado a destacar la fuerza simbólica de la decisión de Mongiano; la protesta, casi apocalíptica, contra la muerte de la cultura. El arte se vale a sí mismo. La palabra escrita y la voz que le da vida cumplirían su cometido, aun sin receptor. Es una convicción poderosa y rebelde, pero también peligrosa.     

“No importa cuánta gente hay en la sala: se trata del respeto por el teatro y el público”. En esta frase del actor se cuela la palabra “público”, como un concepto indeterminable, no como la suma total de individuos que se reúnen para disfrutar de una función. La diferencia es enorme. El espectador compra su entrada, se acomoda en su localidad, hace ruido, ríe o se ofende. El público, por el contrario, es un coro perfecto.

En esta época de fragilidad y miedos, las actividades humanas intentan persistir frente a las amenazas de revolución. La cultura, al igual que otros ámbitos del mercado laboral, padece la inestabilidad producida por los constantes cambios en las apetencias sociales. El teatro, por ejemplo, o el cine parecen estar siempre al borde de la extinción. Los militantes reclaman soluciones audaces, el poder se lava las manos y los creadores se enrocan en una defensa sin concesiones de su arte. La distancia con el público -con el realmente existente- crece o disminuye en un paseo sin fin por la cuerda floja.

La llamada ‘clase política’, sin embargo, no sufre estos vaivenes. A salvo en su placidez presupuestaria, el espectáculo se propone a cualquier hora. El gigantesco reparto reproduce batallas antiguas con sus discursos y debates imposibles. Los partidos prometen paraísos o catástrofes, mientras los tertulianos aportan un eco aparentemente riguroso. Los espectadores se van, pero a ellos no les importan los espectadores, sino “el público”.        

* Columna publicada el 19 de abril de 2017 en El Diario Montañés

viernes, abril 07, 2017

Animales extraordinarios*



Dice el escritor mallorquín José Carlos Llop que en los diarios de la Segunda Guerra Mundial de Ernst Jünger el lector asiste a “la conversión del caballero Lanzarote en el mago Merlín”. El compromiso definitivo del autor alemán con el análisis entomológico del mundo -acusado, a menudo, de gélido e inmisericorde- confirma, en efecto, la disolución de su juvenil y polémico espíritu belicista en una quietud serenamente crítica ante las cosas, ajena al fragor de todas las revoluciones. Jünger murió en 1998 a los 102 años, aupado a la categoría de “testigo del siglo XX” por las principales figuras de la cultura y la política. A su retiro en Wilflingen, acudieron en dócil peregrinación los más importantes mandatarios europeos de la época, desde François Mitterrand a Felipe González. El venerable intelectual los recibía a todos sin genuflexiones, como Merlín en el bosque.  

Ernst Jünger formó parte de las tropas alemanas en la Francia ocupada. El diario de ese periodo (1939-1943) se publicó posteriormente en el primer volumen de sus ‘Radiaciones’. Siguiendo la estela de Llop, parece evidente que el distanciamiento de Jünger ante el conflicto y la convicción de encontrarse cerca del ocaso de la cultura occidental inhiben al escritor en un universo propio, poblado de referencias oníricas y literarias, desde el cual mantenerse fiel a su pensamiento pero sin emprender el camino de la militancia activa.  

Así, en su anotación del 29 de septiembre de 1942, Jünger destaca el papel de la propaganda como germen de un nuevo tipo humano que desdeña los valores y los sustituye por “las leyes de la técnica mecánica”. No será el “hombre moral”, añade el autor, el encargado de desactivar este artefacto ideológico, sino alguien igualmente nocivo que habrá “aprendido la lección”. Cualquier esperanza en la justicia es un puro espejismo. “Las cosas zoológicas -concluye Jünger- se producen, antes por el contrario, en el plano zoológico y las cosas demoniacas, en el demoniaco; es decir, el pulpo gigante atrapa al tiburón y Belcebú al Diablo”.           

Estos seres extraordinarios a los que se refería Jünger superan hoy las barreras de la jaula donde los había encerrado la historia y ya sólo encuentran resistencia entre sus iguales. Cuando la memoria no descubre razones en el hábito de la moderación, todo se vuelve presente frágil e inflamable. Asusta darse cuenta de la inutilidad del estado de derecho para oponerse a las voces estimuladas por el cálculo del odio. De la izquierda populista a la ‘Alt Right’ más descarada -es decir, de Maduro a Trump-, existe la posibilidad de la victoria para todos aquellos que abusan hoy de Gramsci (y de la hegemonía) como de una droga intensa y útil para la conquista del poder. La falta de escrúpulos de los aspirantes contrasta con la parálisis de las fuerzas tradicionales que, simplemente, despejan la escena y se sumergen en un mar de eufemismos y de control presupuestario.

*Columna publicada el 6 de abril de 2017 en El Diario Montañés.