lunes, abril 27, 2020

Guerra*



Como dicen que libramos una batalla contra el enemigo invisible y que los sanitarios son nuestra heroica y precaria milicia, resulta perfectamente natural que en este panorama de constante hipérbole proliferen las citas de Churchill, incluso las apócrifas y atribuidas, que son las más jugosas.

Hay una que nos viene especialmente al pelo. Se la escuché hace muchos años al escritor argentino Marcelo Birmajer y he tratado de confirmar sin éxito su veracidad, pero poco importa. Cuenta Birmajer que, en plena Segunda Guerra Mundial, bajo la amenaza de los bombardeos alemanes, los asesores del premier británico le aconsejaron el cierre de los cines y los teatros de Londres. La respuesta, mágica (y quizás irresponsable), es Churchill en estado de gran pureza: “si cerramos los cines y los teatros, ¿para qué estamos peleando?”.

Más allá de inevitables paralelismos con nuestro confinamiento, queda la pregunta: ¿para qué peleamos? Es decir, ¿para qué sobrevivir? O, en definitiva, ¿qué pretendemos proteger? ¿Nuestras vidas en su concreción biológica? ¿Acaso la economía, Netflix y el ‘afterwork’?

Parece poca cosa en comparación con lo que perdemos. Hay otro territorio bajo el entusiasmo de las canciones y los vídeos en las redes; más allá de los balcones a las ocho de la tarde. El 42% de las muertes por coronavirus en España se han producido en residencias de ancianos. La enfermedad barre la memoria del mundo en la época menos interesada en defenderla. Tratamientos que se han negado por las edades avanzadas, soldados que penetran en las residencias como en gigantescas tumbas. Tantos seres humanos que alcanzaron la edad patriarcal tras haber superado el monstruoso siglo XX para morir y ser enterrados en soledad. ¿Para qué estamos peleando?

* Columna publicada el 15 de Abril de 2020 en El Diario Montañés

lunes, abril 13, 2020

Volver*



Cuando todo esto termine y la calle sea otra vez un espacio abierto, habrá que ir pensando en la reconstrucción de la vida con los demás. Será un momento definitivo para la humanidad toda. Sospecho que los supervivientes del virus se encontrarán, de pronto, con una responsabilidad inédita: arreglar el mundo, participar de las cosas desde su origen. Si este cáliz se apartase un día de nosotros, si el planeta volviera a girar con la gracia del buen anfitrión, deberíamos detenernos un instante, mirar a nuestro alrededor, buscar, quizás, razones nuevas. Porque, entonces, la historia se fijará en un punto.

Ya no importan la matraca partidista de las falsas emergencias ni las discusiones coyunturales de las ideologías más pedestres. Esto quedará, no les quepa duda, como han quedado otros episodios a lo largo de siglos: las pestes, las conquistas, los genocidios. Europa, todos los países, se enfrentan a un desafío que no puede ser medido con los instrumentos de siempre, sino con la destreza, ay, del forense.

Ninguna etiqueta de red social ni viejas canciones recuperadas desde los balcones de España; no hay convocatoria lúdica que calme el dolor de los enfermos en la soledad de la pandemia. El dique mediático proporciona, de nuevo, cifras y coordenadas, directos en las puertas de los hospitales con información a su vez facilitada por los altos mandos, mientras los muertos se acumulan como en una batalla sin imágenes.

Tras aquellos primeros días de entusiasmo por la movilización del personal, ha llegado el tiempo del cansancio y de las horas eternas en la humedad de la trinchera; de insultos a quienes se atreven a pisar las calles, tengan o no derecho a hacerlo. Hemos visto también a vecinos que apedrean los vehículos de ancianos contagiados o que atacan a individuos que, simplemente, van a jugarse la salud en sus puestos de trabajo. ¿Las crisis sacan lo mejor de nosotros o acaso nos adiestran para el estado salvaje? Depende.

Eso sí, cuando la ola nos pase por encima y emerjamos triunfantes -si llegase a pasar-, no podremos sentarnos en las terrazas como si tal cosa, sacar a los perros a correr por las playas, competir en la oficina por un puñado de euros. No tenemos derecho a obviar el sacrificio de aquellos que se enfrentaron al monstruo y recibieron sus cornadas cuando más oscuro estaba el laberinto. Sanitarios, militares, camioneros, trabajadores de las tiendas de alimentación, servicios de limpieza. Todos levantándose un día y otro, semanas enteras, quizás meses, para ocupar sus posiciones; para combatir el caos que se desata en una sociedad contaminada. ¡Y sin un dios que lo demande! ¡Sin promesa de salvación!

* Columna publicada el 1 de Abril de 2020 en El Diario Montañés