martes, febrero 28, 2017

La plaza vacía*



El 19 de enero de 2015 -a las siete en punto de la tarde-, la madrileña Puerta del Sol albergó el incidente político fundador de nuestra época. La dirección de Unión Progreso y Democracia (aquel proyecto desastrado) convocó, a través de Twitter, lo que debía ser una multitudinaria protesta contra la corrupción en el Partido Popular bajo el lema: ‘Rajoy #Solotequedadimitir’. Rosa Díez y compañía desarrollaban, por entonces, un estilo de oposición de colmillo afilado, con la esperanza de abanderar una profunda limpieza institucional y judicial frente a los excesos del poder.  Al tratarse de un evento al aire libre, en sintonía con el efervescente clima de indignación callejera, los organizadores se las prometían felices. No funcionó. Apenas un centenar de personas acudió a la cita, mientras las redes sociales se burlaban del fracaso magenta. En política (donde las ambiciones y la grandilocuencia deben administrarse con tino) no hay nada peor que el ridículo.

UPyD fue incapaz de lidiar con el vacío de aquella plaza emblemática. Como cualquier depresivo alejado de la realidad, respondió al dolor con un repliegue que fue interpretado por la opinión pública como signo de tozudez sectaria. El fracaso de las negociaciones para constituir una coalición con Ciudadanos aceleró, asimismo, su camino hacia la irrelevancia electoral. Hoy, ya saben, el partido de Rivera ocupa las posiciones a las que aspiraba UPyD (con menor fiebre opositora, por supuesto), pero camina sobre la misma cuerda floja; a saber, la frágil estabilidad en un entorno que exige identidades definidas.  

En su reciente congreso, Ciudadanos optó por dejar de llamarse socialdemócrata. Más allá de la conveniencia de tal decisión, sorprende su incapacidad para encontrar un hueco confortable en la oferta partidista. UPyD y Ciudadanos nacieron como dos alternativas a lo que ellos consideraban la deriva periférica del PSOE. A medida que avanzaron en su aventura, se dieron cuenta, sin embargo, de que no les servía con presentarse como una izquierda ‘constitucional’, pero tampoco como una propuesta ideológicamente ‘transversal’. Su discurso conecta con ciertos sectores templados de la clase media urbana, pero carece de una base militante lo suficientemente estructurada como para garantizarle aliento en una larga marcha a través de las legislaturas. Y, mucho menos, en una coyuntura, como la actual, de amplia contestación a los sistemas de representación tradicionales.

La soledad de estos partidos contrasta con el relativo éxito de Podemos, aupado por un sustrato de movimientos sociales que lo convierten en el perejil de todas las salsas. Nadie discute hoy su querencia populista o destaca sus apetencias transversales. Pese a las últimas purgas, el empaque mediático de sus portavoces es incuestionable. La decisión de abrigarse con la extrema izquierda (de quien es, a la vez, faro y rehén) para sobrevivir al ‘invierno Rajoy’ impide, eso sí, la articulación inmediata de una alternativa al PP. En la calle Génova, saben que siempre será mejor una izquierda de plaza llena.

* Columna publicada el 23 de febrero de 2017 en El Diario Montañés

lunes, febrero 20, 2017

Volver*



Siempre que la vida nos apremia a continuar, experimentamos sensaciones contradictorias. La cultura impone al individuo la rigurosa sucesión de todas las etapas; es la linealidad implacable del tiempo. Eso nos apetece. Poco a poco, ampliamos nuestro contacto con las personas y con las cosas, tomando conciencia de que la felicidad y el desengaño se reparten por igual las noches de insomnio. Más allá de la experiencia propia, existe el convencimiento de que también la justicia reclama el fin de la parálisis. Sólo así evitamos que la maldad arraigue.

A veces, sin embargo, preferimos obviar lo inevitable y buscamos un refugio en la repetición. Aunque ya no somos exactamente los mismos, hay días en los que volvemos a ese poema querido, a esa canción triste o a un viejo álbum de fotografías, con la esperanza de rescatar otras épocas menos urgentes. Es inútil, por supuesto, pero hay una emoción que se despierta y que nos hace sentir la infancia como algo aún reconocible.

El universo conspira de este modo. Pese a su evidente falta de piedad, hace, en ocasiones, gestos para la galería, como si no quisiera perder del todo el favor de los hombres. A los aficionados al tenis, por ejemplo, nos regaló una nueva final de Grand Slam entre Rafa Nadal y Roger Federer, dos talentos extraordinarios, además de treintañeros, como nosotros. Ese partido tranquilizó al respetable. Ahora nos da la impresión de que seremos jóvenes mientras la gente de nuestra edad siga mandando en el circuito. Es una forma, como otra cualquiera, de consolarse.



El juego es un reflejo ordenado del mundo. Como el campeón suizo, también nosotros nos preguntamos si volveremos a ganar después de haber dejado atrás la parte más descarada de la juventud. Aún nos quedan, pensamos, algunos golpes buenos. El tenis ofrece una concreción sometida a reglas del drama existencial y lo saca de su ensimismamiento. La belleza se despliega sobre la pista como arma capaz de doblegar las dudas y el cansancio del jugador. Sólo los movimientos mecanizados, hechos propios con talento y trabajo, pueden lidiar con el error y desactivarlo.    

Todo es más fácil en esta ficción que diseñamos para dominar el tiempo que pasa. Las victorias y las derrotas no se esconden en el victimismo o en la calamidad. El lugar que ocupamos es el merecido: el campeón no se cuestiona. Es lo que nos falta, precisamente, en la vida cotidiana; la seguridad de que cada punto en disputa será ganado o perdido. Eso sólo lo confirmamos mucho después, cuando ya todo está hecho. Mientras tanto, debemos continuar jugando contra el monstruo, sin saber tan siquiera si nuestros golpes tienen algún efecto, o si de verdad estamos golpeando. O si realmente hay un monstruo al que enfrentarse más allá de nuestra necesidad de seguir adelante, creyendo que la vida es un torneo y no el simple estar todos los días.

* Columna publicada el 9 de febrero de 2017 en El Diario Montañés.