viernes, octubre 28, 2016

Ciudad*



Al entrar por primera vez en una habitación, todo parece tener utilidad. Si hay, por ejemplo, un armario, el visitante lo creerá siempre lleno de ropa o de herramientas perfectamente ordenadas; si, además, hay una ventana, estará convencido de poder abrirla y tratará de asomarse para admirar las vistas que nunca deberían ser las de un triste patio interior. En principio, nadie teme la avería o el desprecio. La posibilidad de la gotera -o de la puerta bloqueada- queda fuera de la imaginación. Si no se vive a conciencia, tampoco el mobiliario sin uso puede explicarse.

Sucede lo mismo en las ciudades extrañas. El forastero alza la mirada, ralentiza el paso y contempla el dibujo de las fachadas que proporcionan cobijo a los afortunados, como si eso diese razón a su visita, como si la existencia del lugar se justificase por las siluetas que lo conforman y no por las personas que lo habitan. En la ciudad, esperan siempre sitios nuevos de belleza porque nuestro camino es el de la vida forjada a golpes de responsabilidad y tedio: el negocio o la reunión a la que llegamos tarde, el recado improrrogable. No hay amabilidad en un espacio que, sencillamente, no está hecho para eso.  

A veces, sin embargo, nos damos pausa y la ruta nos lleva de la mano. Se trata, entonces, también en Santander, de volver a respirar las calles, de reconocerlas una vez más. En un paseo sin urgencias, intentamos desvelar el significado preciso de las piedras y de los nombres, ligando nuestro presente a una historia que realmente importa. No cabe imaginar una empresa más valiente: abandonar la ciudad propia, sustituirla por un espacio tallado durante siglos por otros hombres que merecieron su oxígeno tanto, al menos, como lo merecemos nosotros. Admitir, en definitiva, que nada ha empezado hace veinte o treinta años.   

El convencimiento brota de la mirada lenta y reposada; de la humildad del estudio sereno de las cosas que no son cosas simplemente nuestras, sino de todos. Que el roce de los días en la calle pueda allanarse con la verdad que se comparte.

* Columna publicada el 20 de octubre de 2016 en El Diario Montañés.

sábado, octubre 15, 2016

Dejar de ser un dios*



En el otoño de 1967, el cantante Noel Paul Stookey, del grupo Peter, Paul and Mary, visitó a Bob Dylan en su refugio de Woodstock. Las cosas andaban revueltas y floridas en Estados Unidos; terminaba el ‘Verano del amor’ y la contracultura se acercaba al decisivo 68, con las alforjas llenas de revolución, psicodelia y ácido lisérgico. Dylan llevaba más de un año apartado del mundo, recuperándose -supuestamente- de un grave accidente de moto. Stookey, emocionado (y colocado), se postró ante su ídolo para compartir con él la felicidad por un cambio total e inminente. En su errático discurso, citó el ‘All You Need Is Love’, de los Beatles, y felicitó a Dylan por tantos himnos útiles. “¿Qué significa la vida para ti, Bob?”, preguntó. Dylan contestó con otra pregunta: “¿Lees alguna vez la Biblia?”.

No resulta fácil descifrar el carácter de uno de los intérpretes más obstinadamente herméticos de la cultura popular. Alguien debió de venirle ayer con el cuento del Nobel, quizás mientras dormía. Nos imaginamos a un septuagenario Dylan en pijama, cariacontecido o indiferente, respondiendo a los elogios con un escueto “Hmm…”. Eso sí, ocurrió en Las Vegas, donde anoche tenía previsto ofrecer un concierto. Ojo, al Nobel de Literatura de 2016, la noticia le pilló en Las Vegas. Ya sólo por esto acertaron los suecos.

Dylan es el puñado de palabras que vendimia, pero nunca está donde se lo espera (ni siquiera en aquel famoso festival que montaron “en el patio trasero de su casa”): ‘folkie’ comprometido, roquero anfetamínico, delicado trovador country, furioso cantante góspel… Las etiquetas se cuelgan y despegan del espíritu del artista con idéntica facilidad. Bob Dylan llegó siempre “lo suficientemente lejos para poder decir que estuvo allí”. Probó cada ortodoxia con rapidez; el suyo ha sido un vuelo solitario que, una vez, lo llevó a Cantabria.


A partir de 1965, Dylan rehuyó de los jefecillos que lo creían y querían profeta o líder revolucionario. Su biografía queda perfectamente resumida en las palabras de Mark Knopfler, viejo compinche: “Tuvo que hacer lo que hizo para dejar de ser un dios”. Lo ha conseguido. 

* Columna publicada el 14 de octubre de 2016 en El Diario Montañés

Casa*



Nos bajamos en Hallesches Tor, buscando el Museo Judío de Berlín. Su diseño, obra maestra del arquitecto estadounidense Daniel Libeskind, simboliza, dicen, “una estrella de David rota”, la dolorosa singladura de los judíos alemanes trágicamente interrumpida en los campos de exterminio. Atravesamos Mehringplatz y vemos, de pronto, otro pequeño cartel, apenas un escueto indicador en la desembocadura de la plaza circular: ‘Willy Brandt Haus’. No conocemos el idioma, pero la palabra ‘Haus’ se parece mucho a la inglesa ‘House’ y, por lo tanto, deducimos que la ‘Willy Brandt Haus’ debe de ser algún museo dedicado al excanciller.

En realidad, se trata de la sede berlinesa del Partido Socialdemócrata Alemán. Una bandera roja con sus siglas, SPD, ondea en lo alto del moderno edificio de Helge Bofinger. A pie de calle, un puñado de fotos de Brandt, sonriente en diferentes épocas, junto a los ya inútiles carteles de propaganda, aún no retirados tras las últimas elecciones municipales. Lo observamos desde lejos, rodeándolo para continuar nuestro camino hacia el Museo Judío. Los candidatos nos sonríen desde sus retratos; parece gente honrada. “Ojalá aprendieran en casa”, pensamos. Pero en todas partes cuecen habas.

La historia de la socialdemocracia refleja su compromiso con la igualdad desde la libertad, también en territorios inflamados por el espíritu revolucionario y, consecuentemente, por la tentación totalitaria. Personalidades como Brandt, Schmidt, Palme o (¿por qué no?) González pertenecen, con todas las contradicciones, a una larga lista de líderes emblemáticos, convencidos de que sólo la buena administración del espacio público puede garantizar el bienestar de todos. Ese programa de precaución frente a los excesos del capitalismo y en defensa de la sociedad abierta se convirtió en la ideología dominante en Europa desde 1945. La crisis que padece forma ya parte del paisaje.



La socialdemocracia ha sido la casa de amplios sectores de la población que se reconocen de izquierda y centro-izquierda. Desde la retórica obrerista hacia la gestión moderada -quizás insuficiente para algunos, pero eficaz sobre todo en los ámbitos educativo y sanitario-, su éxito recae en la magnética permeabilidad de un mensaje compartido con la sociedad civil. La socialdemocracia no es una doctrina pura e inamovible, sino un instrumento para el cambio político desde la acción institucional; el cambio de lo posible, no la utopía permanentemente pospuesta. Su labor comienza con un triunfo electoral, con el apoyo de la mayoría social. No es (no debería ser) un coto privado de feligreses.  


Esta idea es discutida hoy en todo el continente. En España, donde los derrumbes políticos son siempre mucho más escandalosos, la hemorragia electoral del PSOE se produce ante la quietud programática de sus dirigentes. No se comunican ideas, no se desarrollan debates de fondo. Su militancia parece satisfecha con una identidad sostenida en el odio al adversario. Asistimos, eso sí, a grotescas batallas intestinas donde se obvia lo fundamental: no hay votos suficientes, la casa ya no convence.   

* Columna publicada el 6 de octubre de 2016 en El Diario Montañés