miércoles, marzo 25, 2020

Escalofríos*



Quién iba a pensar, hace tan sólo un par de meses, que la historia pudiese dar de pronto un giro tan acusado, tan terrible, para devolvernos a los tiempos del miedo y del uniforme. Las cosas, desde luego, no han cambiado de la noche a la mañana. La despreocupación y la distancia terminaron mucho antes.

El mundo parece recorrer hoy un camino seguro hacia la autoridad, superando por fin esa angustia de siglos por la pérdida de la fe. Una vez despojado de los templos y las vacilantes tentativas ciudadanas, el personal vaga en formación de grey por los caminos que traza la actualidad. Han sido tan numerosas las advertencias mediáticas y oficiales sobre el cambio climático o el feminismo urgente (o sobre los desahucios y la pobreza energética) que ahora resulta fácil adaptarse a un protocolo de movilización total.

La orden ya no es coger las armas y lanzarse a la trinchera, sino permanecer en casa y lavarse las manos. Un comportamiento, en definitiva, poco exigente. Curiosamente, el Covid-19 irrumpe en una época receptiva para soluciones que despierten en el contribuyente la ilusión del colectivo.

No olviden, sin embargo, que la conversión del planeta en una aldea global se traduce en la pérdida definitiva de la libertad política como fundamento del tinglado. No deja de ser irónico que este coronavirus nos llegara de China cuando, precisamente, hacia China vamos. ¿Quién podría ni siquiera toserle (nunca mejor dicho) a Xi Jinping? En fin, no pasa nada. Sus votos, señor, señora, ya no importan. Relájense en su agravado anonimato. Disfruten del mando nuevo del experto y del dato, aunque se contradigan, no me sean ustedes cafres. Y no salgan. Mucha suerte.

* Columna publicada el 18 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés

jueves, marzo 19, 2020

Delibes y los nombres*



El centenario de Miguel Delibes, como las muertes de José Jiménez Lozano y de Ernesto Cardenal, nos alcanza en un tiempo nada propicio para las conversaciones del espíritu. Delibes cumpliría cien años en plena globalización de economías y costumbres; en un presente señalado por la extrema dependencia planetaria y por un virus vengador. No sé qué pensaría el escritor de todo este jaleo tan ajeno a su cotidianidad.

Delibes nació hace un siglo pero murió en 2010. Ya se habían instalado entonces los cimientos de este tinglado de propaganda y dólares cuya voluntad única pasa por reprogramar la humanidad en un sentido, a la vez, emprendedor y militante. Delibes, por el contrario, era la palabra que brota de la tierra compartida, del trabajo y su humildad. Y también de una preocupación por sus gentes.

Suya es, por ejemplo, la experiencia de Daniel, el Mochuelo, protagonista de ‘El camino’, novela paradigmática en la ruptura del hombre con su entorno. En esta obra temprana, el castellano de los personajes se pronuncia como antídoto contra el olvido que impone la vida urbana. Los nombres de las cosas, de los animales y de las plantas quieren permanecer en el mundo, piensa Daniel/Delibes, y reclaman su uso para no perecer en la uniformidad. Decir el nombre de las cosas, no limitar el lenguaje a lo artificial; integrarse en la naturaleza sin avidez. Esa es la receta de Delibes: la virtud de quien prefiere conservar la palabra exacta frente a tantas realidades desiguales que se dicen hoy de la misma forma.

¿Cumpliría hoy el escritor con las exigencias que la sociedad impone a cualquier personaje público? No parece. Miguel Delibes fue un católico sin exageraciones, contrario, eso sí, al aborto; amante de la naturaleza pero también, ay, cazador. Nada de pose ‘malasañera’, ni vida desordenada. Su compromiso fue con los más desfavorecidos desde la compasión, nunca desde el dogma. ¿Podría ser esto asumido por ‘las redes’ que buscan siempre ese descafeinado añadido rebelde para que un autor quepa en el molde?

A Delibes le importa la tierra castellana, que no ha sabido proporcionar a sus habitantes un hogar amable (‘Las ratas’), pero sí una impronta poderosa, definitiva. Hay nostalgia del paisaje áspero. Pero la tierra no es el simple escenario; también forja el carácter del personal.

Hay en Delibes, en su obra y en su biografía, algo que se retiene a este lado de la felicidad. Frente a las promesas del progreso permanente, el nuevo consenso social no penetra la vida en la dimensión más íntima que propone el vallisoletano. Esa fidelidad hacia lo que la cursilería reinante ha bautizado como “los de abajo” no se proyecta en una abstracción más o menos próxima a la realidad, sino en la composición de historias hondas y bellas.

La ficción hoy está proscrita y el consumidor prefiere la proliferación de datos, vídeos y réplicas; breves textos con los que colmar las redes sociales de munición partidista. Habiendo tertulias y tuiteros, los relatos se relegan como lujos innecesarios, inútiles para el arreglo del mundo. ¿Pero qué puede ofrecer la literatura en los tiempos de la conexión? Quizás, irónicamente, un encuentro mucho más cercano con aquello que importa. Lo que se cuenta en la distancia corta, el disparo del señorito al ave de Azarías y su posterior ahorcamiento en ‘Los santos inocentes’, dice más de la vida en su manifestación brutal que docenas de informativos tratando a diario el tema de la “España vaciada”.

Tolerancia
Como Jiménez Lozano, la religiosidad de Delibes estuvo muy alejada de la dogmática cerril. Su última obra, ‘El hereje’, tiende la mano al distinto, lo reivindica frente al poderoso. El suyo es un cristianismo entendido como pleno humanismo. En referencia a Jiménez Lozano, el poeta Jon Juaristi decía compartir su “escueta concepción pascaliana de Dios y de la fe”. Lo mismo podría atribuirse a Delibes. Dios, como cualquier otro concepto, cualquier otra idea -y más si hablamos de la divinidad bíblica- surge de lo pequeño y abandonado; de la tristeza y la derrota. El boato del ceremonial languidece frente al rostro que sufre.

Así, no tuvo reparos en compartir también Delibes su dolor por la pérdida. En concreto, la de su esposa, muy joven, Ángeles de Castro, a quien homenajearía en ‘Señora de rojo sobre fondo gris’. Ese no querer recuperar del todo el ánimo; el atarse al sufrimiento más inconsolable en la época del optimismo lo sitúa en ese espacio de sabia privacidad de quien no se deja arrastrar por la moda. Como el viejo Cayo que relató Delibes, al que su época quiso convencer sin conseguirlo.

* Artículo publicado el 16 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés

miércoles, marzo 18, 2020

Hijo de la historia*



Tuve el privilegio de entrevistarlo hace casi ya seis años, por nada en especial; en aquel tiempo me apetecía, aunque fuese por un instante, cruzar mi camino con el suyo, tan rotundamente sabio. José Jiménez Lozano me dijo que no le gustaban las entrevistas, que prefería abordar por escrito el cuestionario porque, en una conversación, su timidez le hacía apresurarse en las respuestas y que, teclado mediante, era capaz de darle a cada pregunta una contestación precisa.

De tal manera que, un día, a vuelta de mi correo electrónico, me encontré con el mensaje; un texto ordenado, colmado de frases apetitosas, profundas, en su castellano perfecto. Yo no merecía tanto. Tuve incluso la osadía de pedirle que matizara algo y volvía a formularle preguntas para que aquella breve relación no se interrumpiera tan tempranamente. Él, armado de paciencia, contestaba siempre con gran respeto cuando volvía a casa en el autobús que lo traía de Valladolid a Alcazarén.

Hoy he vuelto a leer esa entrevista. El titular elegido establece, creo, la gran queja de Jiménez Lozano, la falta imperdonable del mundo moderno: “el hombre ya no es hijo de la historia”. Ahora se cultivan, dijo, los ‘elotianos’ hombres huecos; seres sin otra identidad que la impuesta por la política y la economía y “condenados a vivir en un mundo sin significado”. Precisamente, para encontrar el significado, para no desistir en su búsqueda, Jiménez Lozano se rodeó de la compañía de otros autores de los márgenes: Spinoza, Flannery O’Connor o Simone Weil emergían de su obra como emblemáticos portadores de una actitud reivindicativa de humanidad plena, no condicionada por la hostilidad de su época.

La pérdida de José Jiménez Lozano es otra herida que se inflige a la cultura como compromiso de libertad creadora, de relato que se transmite para no perdernos.

* Columna publicada el 10 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés

lunes, marzo 16, 2020

Limpiezas*



Una vez perdidos el orden y el concierto, esta época se afronta con un entusiasmo a prueba de tibios. La cosa, dicen, es urgente; el planeta no espera a nadie. Se acabó el despelote liberal.

Si no, que se lo pregunten al asturiano que, inspirado en el gran Umberto Eco, quiso participar en el poderoso drama haciendo un test de fascismo a sus alumnos de Secundaria, a ver si detectaba en ellos el germen cabrón. Luego que no vengan a decirnos que los docentes no se implican.

Esta noticia acompañó hace un par de semanas a otra muchísimo más grave: el crimen de Hanau, en Alemania, perpetrado por un sujeto tan xenófobo como adicto a las teorías conspirativas (y dolido por su incapacidad para encontrar pareja) que decidió montar un espectáculo grandioso en forma de panfleto, vídeo y masacre. Por último, el disparo a mamá y el suicidio, que suele ser la firma habitual en estos casos.

El terrorista, Tobías R., quería limpiar su parte de país. En pleno delirio pensó que la suciedad era la inmigración islámica. Y ahí que salió de casa con armas y entusiasmo. ¿Lo ven? El entusiasmo es una emoción capaz de motivar a todo el mundo.

El extremismo de Tobías R. era del tipo melancólico. Pero los hay de muchos tipos. Están los operativos, que pronuncian también discursos de odio desde una asombrosa respetabilidad: hablamos del yihadista o del nacionalista étnico capaz igualmente de limpiar de extraños el territorio común, como ha ocurrido en el País Vasco, bajo la bandera marxista-leninista. La respuesta ante ellos no es la misma. Algunos ven a los asesinos como aliados que no han errado del todo el tiro.

* Columna publicada el 4 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés

lunes, marzo 09, 2020

Revolución y mística*



La noticia del fallecimiento de Ernesto Cardenal parece llegar desde otro milenio. La biología tiene estas cosas. Si uno vive mucho y resiste las acometidas de la enfermedad y de los años corre el riesgo de convertirse en reliquia; en monumento para visitar los días de fiesta. Definitivamente, no era éste ya un mundo para el padre Cardenal, ni quizás para nadie que pretenda ajustar su época y su entorno desde un compromiso de ingenuidad ética. La justicia languidece hoy bajo la tiranía de la pose digital.

La poesía de Cardenal puede ser discutida. La suya no es, desde luego, una obra rotunda que se imponga entre las más altas. Tuvo el nicaragüense sin embargo la virtud de componer una vida según criterios propios, aun con vocaciones en liza que quiso conciliar a su manera. El primer tomo de sus memorias, ‘Vida perdida’ (1999), presenta al joven poeta enamoradizo del que brota la querencia mística y que renuncia a la literatura para enrolarse en la orden trapense. Dios o poesía, dilema que más tarde dará lugar a otro más polémico: Dios o la revolución.

Las memorias de Ernesto Cardenal, completadas con otros dos tomos, enuncian una personalidad infantil, posiblemente errada en la elección de los compromisos, pero muy atrayente en su franca expresividad. El sacerdote avanza en el siglo dejándose guiar por ese Dios que una vez lo llevó de Managua al monasterio de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky -donde conoció a su maestro Thomas Merton-, para más tarde conducirlo a través de la guerrilla sandinista y el Ministerio de Cultura hasta la última disidencia contra el otrora bendecido Daniel Ortega.

Lo dijo Cardenal en la primera página de ‘Vida perdida’: “Fue como si de pronto ya todo el universo se me llenara de Dios”. Así ha sido.

* Columna publicada el 03 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés