viernes, enero 27, 2017

Frío*



El invierno llega con una pose, que es también una reivindicación tribal. Los aficionados al frío se engalanan para asistir al descenso de las temperaturas, como si el periodo más triste irrumpiera sólo para darles la razón. Es el argumento sórdido del hielo convertido en alegría, de la nieve como promesa de diversión y piruetas. En realidad, lo que se celebra durante estos meses es siempre la distancia; aquello que nos separa de la falta de luz y de calor. Con el termómetro hundiéndose, el techo y la manta proporcionan la seguridad de quien sobrevive un año más a la suspensión de la vida.

Piensen en una pareja joven -con hijos y un perro grande- en una casa en la montaña. Así funciona la publicidad, por ejemplo, del gas natural: los niños juegan en el suelo y sus padres, descalzos, los observan mientras beben de sus tazas humeantes. La ventana desconecta esta escena de la cruda intensidad del frío; de los árboles, apenas distinguibles, azotados con violencia por el viento. La familia disfruta, en ese preciso instante, de su victoria sobre el mundo y, quizás, de la inminente apertura de alguna estación de esquí.

Esto es lo que vemos todos los días en la televisión: el reportero casi congelado que informa del estado de las carreteras en España. Gozar significa alejarse del problema, enarbolar la suerte de estar a muchos kilómetros y con calefacción. No obstante, el invierno es otra cosa. Nos cuesta admitirlo porque ya sólo recorremos la parte mediática del camino, cuando todo ha sido destruido o las quitanieves han cumplido su función. Como sucede con el resto de la actualidad, también aquí ignoramos el momento de dolor, la escena brutal de la amenaza consumándose. Son los refugiados muertos de frío en el corazón de Europa o el madrileño que vivía en la calle y que no volvió a despertarse junto a las Torres de Colón. El bienestar se resume hoy en la precaria seguridad ante el infortunio. El invierno sólo muestra una de sus manifestaciones. Lo importante es sembrar la idea de la supervivencia como un solitario apartarse del fuego enemigo.

Durante la presentación de su libro ‘Lluvia de fango’ en la santanderina librería Gil, Maite Pagazaurtundúa agradeció la presencia del escolta que había protegido su vida durante los años asesinos de ETA. Aquel hombre estaba entre el público. Yo miré con curiosidad su rostro serio de profesional experimentado, endurecido por muchos años de trato con la posibilidad de la muerte. La eurodiputada le dedicó palabras de cariño que el agente agradeció con timidez. En ese momento, el terrorismo dejó de ser un tema de reflexión teórica -representado por zonas acordonadas por la policía o concentraciones de repulsa- para convertirse en intimidad que se comparte. Nuestra época, sin embargo, nos propone una asunción de hechos consumados; la felicidad de estar lejos del frío. Deberíamos elegir algo diferente.

* Columna publicada el 26 de enero de 2017 en El Diario Montañés. 

martes, enero 17, 2017

Portales*



Parece mentira lo mucho que duran las cosas sin nosotros; la parsimonia con la que el tiempo desgasta los objetos que acompañan o los espacios que nos dan cobijo y su rápida exigencia, sin embargo, hacia todas las carnes. Entristece comprobar cómo el brillo o la utilidad no terminan con la muerte, sino que continúan, aún en perfecto estado, consumando su plan con idéntica devoción. No se trata sólo de los libros que sobreviven a su dueño en la quietud de la estantería abandonada o de las gafas que permanecen en su estuche muchos años después; hablamos también de la calle y sus rincones, del escenario para la familia, tomado hoy por otras familias que forjan su memoria con los recuerdos de una infancia nueva, llenándola de aperitivos con los abuelos.    

Las fechas navideñas inspiran este paseo por los lugares de siempre, modificados, acaso, por un alcalde o por un supuesto emprendedor. Los pasos se detienen, a menudo, frente a un portal conocido y uno se asoma a ese interior muchas veces visto y últimamente olvidado junto con tantas otras cosas: las escaleras casi horteras en su falso mármol, los buzones que aprovechan un hueco demasiado estrecho y, a un lado, ese ascensor moderno que desentona, pero que no ha fallado nunca.  

Todo se mantiene intacto, capaz todavía de ofrecer un servicio a las personas que se suceden en el uso. La actividad renovada es lo que asombra al adulto que, no obstante, preferiría contemplar el pasado como quien rescata fragmentos o desempolva ruinas. Resulta complicado aceptar que el calendario no afecta al mundo como nos afecta a nosotros; que no lo destruye tan rápidamente ni sustituye de una manera tan descarada los espacios propuestos.


La visión de un niño que, de la mano de sus padres, pasa por delante de un portal querido, en la calle Lealtad, evoca, así, otra escena semejante: la del niño que sonríe en una vieja fotografía, sobre una bicicleta en esa misma acera. La herencia que dejamos a los desconocidos es, sin duda, una pérdida, pero, quizás, valga la pena verlo de otro modo.    

* Columna publicada el 12 de enero de 2017 en El Diario Montañés.