jueves, noviembre 29, 2018

Tomados de uno en uno*



Para contemplarlo, hay que recorrer antes todo el enorme recinto del Museo del Vino, en Briones. Comparte espacio con otras obras de postín y no destaca entre el resto de homenajes al fruto de la vid y del trabajo del hombre. Adrián, el guía, nos ha explicado el sentido de la institución; un tributo, desde La Rioja, a la cultura vinícola del mundo. Yo, que iba más o menos a la aventura, quedé gratamente sorprendido del sólido orden de lo expuesto para la comprensión del neófito.

Pero estaba hablando del final del recorrido, cuando la información sobre el funcionamiento mecánico de la bodega deja paso al estudio del impacto del vino en la civilización. Esculturas dedicadas al dios Baco y elementos funerarios egipcios preceden a la colección de arte contemporáneo, en la que, junto a pinturas de Juan Gris, Chagall o Tàpies, descubrimos la obra ‘Entre dos luces’, un óleo de Sorolla fechado en 1898.

Frente a sus cuadros más emblemáticos, que reflejan de manera incomparable la luz mediterránea, este óleo solitario corresponde, según nos relata el guía, a su etapa costumbrista, donde Sorolla se centra en la reproducción exclusiva de tipos humanos. La visión de la escena no deja lugar a dudas; lo que brota del lienzo es, en verdad, casi un arquetipo: un hombre sonriente y desdentado sostiene con firmeza un porrón de diseño levantino -con el pitorro, a diferencia de la rectitud conocida en otras partes del país, levemente curvado-.

Pensando en el hombrecillo del porrón, y en la muestra que prepara el Thyssen para el mes de febrero de 2019 sobre Balthus, recuperé, de pronto, mi intermitente querencia por el arte figurativo; esa atracción por el misterio de la representación del individuo en los cuadros mejores. Balthus, al igual que otros artistas, como Lucian Freud, plasmó la perturbadora individualidad del siglo XX y la extrañeza ante el contradictorio desafío de la carne. En el documental ‘Painted Life’, producido por la BBC, Esther, una de las muchas hijas de Freud, que sirvió como modelo ocasional de su padre, definía de esta forma el trabajo del creador: “no pintaba una imagen de mí, sino lo que yo era en realidad”.

Quizás, el arte cumple su función al permitirnos imaginar lo que esconde. La posibilidad, en definitiva, de la invención, del camino propio más allá de la propaganda o el significado puramente comercial. Un hombre, desde luego, conserva algo de todos los hombres, pero el artista tiene la obligación de rescatarlo del rebaño.

Escribió el poeta Goytisolo: “Un hombre sólo, una mujer/ así, tomados de uno en uno,/ son como polvo, no son nada”. ¡Quién pudiera decirle hoy a José Agustín que no, que lo son todo; que no hay nada más sagrado que una persona única! Podríamos decírselo también a Yolanda Domínguez, directora de la campaña ‘Hola, soy tu machismo’, que renuncia a la individualidad por la revolución.

* Columna publicada el 29 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés

viernes, noviembre 23, 2018

Utopía en Alsasua*



Resulta sorprendente, y a la vez perturbador, comprobar cómo las experiencias políticas fallidas y el escandaloso número de muertos no han privado a la utopía de su funcionalidad y prestigio en este aún púber siglo XXI. Muchos opinan, a este respecto, que la querencia utópica siempre ha formado parte de la naturaleza del ser humano, incapaz de conformarse con los límites y decepciones de la vida. El individuo, simplemente, no puede dejar de proyectar una respuesta más limpia y justa a la mediocridad del mundo.

Quizás, precisamente por ese ir en contra del caos que parece traer consigo la obsesión por el crecimiento económico descocado -sueldos precarios, inseguridad familiar, falta de asideros espirituales-, la sociedad mantiene bien sujetas las ideas antiguas, es decir, el romanticismo de la placidez rural, aquella estampa de vecinos que se conocen y se tratan en pequeños ámbitos no contaminados.

La contaminación es importante para comprender la utopía. Las fantasías de la política-ficción pasan, en general, por el rescate del municipio (cuanto más pequeño, mejor) como espacio que compartir frente a la maquinaria del estado y las grandes fábricas. El gusto, en definitiva, por las costumbres de perfil bajo al más puro estilo Hobbiton.

Para alcanzar el territorio de la utopía es necesaria, por supuesto, una ruptura. Todas las grandes propuestas de organización social requieren, al parecer, violencia y piedras que vuelen, beligerantes, en una misma dirección. Al otro lado, sin embargo, suelen estar quienes, hasta fechas recientes, han sido conciudadanos, previa y convenientemente deshumanizados. La reacción -o la revolución que, en este caso, viene a ser lo mismo- no escatima en armas ni en cadalsos.

El programa máximo se resume, por tanto, en la primera persona del plural; en un “nosotros” depurado de elementos provocadores. En la historia tenemos ejemplos a puñados. No citaré ninguno por aquello de no banalizar. La reacción revolucionaria (o la revolución reaccionaria) dirige su rabia contra la ciudadanía, concepto incompatible con la parálisis ideológica. Esa parálisis incuba orgullosos monstruos, como tuvieron ocasión de comprobar los organizadores del acto de España Ciudadana en Alsasua. Los Savater y compañía fueron recibidos con insultos, piedras y campanas parroquiales, en un talante medieval muy de leyenda negra (en esta coyuntura, antiespañola). Las imágenes despertaron, una vez más, la envidia de los militantes de la izquierda transformadora en el resto del país, que ven en Alsasua la pequeña e ideal localidad utópica, libre de contaminación “estatal”, donde se cumplen sus sueños más inconfesables de limpieza y mando.

Desde luego, estas preferencias patológicas se parecen mucho a las de cualquier genocida con pedigrí. Pero eso ellos ya lo saben y no les importa en absoluto. ¿Sobrevivirá la ciudadanía a los envites de estos viejos totalitarismos que pretenden ignorarse gracias a la proliferación de la incultura? La cosa está difícil porque el ciudadano es siempre un extraño y, en realidad, el poder político prefiere a los lugareños.

* Columna publicada el 14 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés

jueves, noviembre 08, 2018

Iluminados y fanáticos*



Uno echa de menos, a veces, la misa. Dicen que es lo más normal del mundo porque la vida adulta se justifica hoy en un alejarse de las rutinas del pasado. La eucaristía no se sostiene, para la fe del carbonero, sobre páginas de teología o encíclicas romanas, sino en el drama que se representa insistentemente contra el tiempo. Los cristianos acuden a las parroquias para dar cuenta de los años vividos y entregar su parte del botín de la salud conquistada. Como cualquier vehículo que avanza sin obstáculos con el piloto automático puesto, así el cristiano reserva la mañana del domingo para el Señor.

Los pensadores modernos han destacado siempre la supuesta hipocresía del feligrés. La prueba del fraude, según esta crítica, radicaría en el comportamiento gregario del personal, en las prisas por irse a tomar el vermú. Había razones para la sospecha: las oraciones dichas rápido y mal, la paz que se da sin ganas, ese padrenuestro de carrerilla o la homilía somnífera, repleta de tópicos y guiños incomprensibles al enrevesado dogma. Yo, sin embargo, pienso que la palabra era entonces -quizás lo siga siendo- lo de menos. La atención al mensaje no era imprescindible, por ejemplo, en la misa de doce (¿o era de las doce y cuarto?) en la Compañía. Lo importante era estar; interrumpir las apetencias del cuerpo el día de descanso, entregar media hora a las Alturas y al recogimiento. Luego, eso sí, el sándwich de jamón y queso en La Madrileña, que quedaba enfrente.

La derrota de la Iglesia en las ciudades occidentales coincide con el regreso voraz de las palabras. El papado había sido, durante siglos, enemigo declarado de la palabra como fundamento de falsos profetas. La Sola scriptura protestante había roído el compromiso católico contra la verborrea y la memorización integristas. En Estados Unidos, país fundado por disidentes religiosos, la proliferación de iluminados y fanáticos fue, desde siempre, motivo de cachondeo general, pero aquí, en Europa, las cosas tienen mucho menos brillo.

La renuncia del viejo continente a sus raíces judías y cristianas -y, por lo tanto, a la sacralización del tiempo- crea las condiciones para que las palabras contraataquen. Las redes sociales, esos templos virtuales sin cimientos pero con gárgolas, proyectan las manifestaciones más descaradas de la fanfarria. Y, entre col y col, totalitarismo: control del lenguaje, relatos supremacistas, voladura de la presunción de inocencia, yihad y naciones sin estado; en resumen, un nuevo adanismo perturbador. Yo, lo confieso, cuando tiendo la ropa o plancho, me pongo YouTube de fondo con alguna conferencia de Zakir Naik, de Pedro Varela, o de Cao de Benós -o alguno de los ‘Fort Apache’ pendientes-, y se me caen los calcetines del asombro por encontrarme ante tantísimos discursos sin moral. Pero, rápidamente, me repongo y vuelvo a echar de menos aquellos mediodías de domingo en la Compañía, con homilías perfectas para no prestar atención.

* Columna publicada el 31 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés