viernes, diciembre 30, 2016

Naturaleza*



Al fin y al cabo, el mundo no ha cambiado tanto. Uno lo piensa a veces; en la carretera, por ejemplo. Imaginemos un viaje habitual, un recorrido casi propio: Bilbao-Santander. El viajero se acomoda en el asiento, mira por la ventanilla y, de nuevo, aparecen Ontón, Castro Urdiales, Laredo y Colindres, como si el tiempo no pasara en esa venerable quietud de las señales de tráfico, en las salidas propuestas que nunca se toman, pero que siempre estarán ahí, exhibiendo una opción, quizás, apetecible. Este pensamiento tranquiliza, precisamente, porque uno prefiere la naturaleza domada, esa orgullosa intervención del hombre que convierte una montaña en un camino y advierte de los peligros de la excesiva velocidad.

Eso sí, la huella humana debe ser buena y escueta. La espectacularidad no cabe en el territorio que ocupa la autovía en una noche fría de diciembre. Se trata de un espacio sin ruido, perfectamente ajustado a la concentración al volante y a la contemplación del copiloto. La distancia se despliega, así, como tantas otras veces, con esmero y sin violencia. Nadie duda de la sucesión de obras en la calzada; poco importa el asfaltado. Vale más el instinto de repetición que se despierta en cada curva, la sensación del coche avanzando en paz hacia la casa.

Como habitualmente sucede, el espejismo conforta a la vez que daña. El grito, por desgracia, no es la excepción. El silencio esconde, en realidad, una modorra firme que desaparece cuando llegan las noticias de la calle: los doce muertos en Berlín o Alepo en ruinas. Y esa querencia nuestra por el asombro después de tantos genocidios, de tanta opresión incansable a través de los años y de las identidades, como si la fuerza, a estas alturas, pudiese generar sorpresa en lugar de resistencia.

El estado de derecho y la libertad no son fenómenos naturales. Como una carretera bien señalizada, estos conceptos no brotan de la tierra, pero establecen el mimo necesario para la vida en una sociedad decente. La naturaleza de las cosas exige, sin embargo, que el fuerte domine al débil, que las minorías raciales, sexuales o religiosas sean eliminadas, que la mujer se someta al macho. En su ciego orden, a diario se cometen atrocidades que sólo percibimos cuando a punto están de aplastarnos, como ese camión junto a la Iglesia del káiser Guillermo y como tantas otras bombas que no escuchamos porque estallan a demasiados kilómetros.


Los jóvenes que disfrutan de las prósperas rutas del gintónic y de la conversación 2.0 descubren hoy que el sacrificio no es una extravagancia, sino la raíz misma del mundo; que siempre hay verdugos que no quieren comprender al prójimo y prefieren su conversión, aunque para ello deban destruirlo todo antes. No es seguro que salgamos victoriosos del encuentro fatal entre esta violencia urbana y la decadencia de una cultura que ha escondido a la muerte en el armario. 

* Columna publicada el 29 de diciembre de 2016 en El Diario Montañés

viernes, diciembre 16, 2016

Sida*



Yo tenía diez años y jugaba con una pequeña pelota en el pasillo de la casa de mis abuelos. Recuerdo el instante, la extraña oscuridad del piso en aquel mediodía primaveral. En un momento de despiste, la pelota se fue rodando hasta colarse debajo de un mueble antiguo. Yo me agaché y estiré el brazo para intentar recuperarla. Así estuve, creo, unos minutos, con la mejilla apoyada en el suelo y la mano extendida para alcanzar la pelota rebelde. Fue entonces cuando vi a mi madre de pie, al fondo del pasillo. Tenía la mirada triste y se movía muy lentamente. No fui a su encuentro enseguida; me quedé todavía un rato con el brazo escondido bajo el mueble. Ella dijo: “A. se ha muerto”.

A. era un amigo de mis padres, algo mayor que ellos, pero aún demasiado joven. Más tarde, supe también que se trataba de un gran lector y que tenía un gusto exquisito para la vida buena. Lo veíamos todos los fines de semana en las cafeterías del Paseo de Pereda, donde los adultos hablaban de política mientras yo bebía un mosto con una guinda roja. Es curioso cómo el cerebro de un niño registra esas experiencias familiares.

Hoy, más de veinte años después, ya sé que A. era homosexual y que había muerto de sida. Nos situamos en los primeros noventa, cuando la enfermedad era un adversario intratable. He regresado últimamente a las imágenes que nos llegaron durante los años crueles: la muerte de Freddie Mercury, la debilidad de Nureyev despidiéndose en París, la dignidad de Pepe Espaliú en aquel ‘carrying’ madrileño. He pensado en todos ellos y en A., y en la siniestra eficacia con que la peste quebró la salud de tantos. También he recordado la forma que tenían entonces de explicarlo; el abuso del eufemismo, la boca pequeña para decir “sida” y el desprecio impúdico hacia los enfermos.



Según Espaliú, la enfermedad reconectó a la comunidad gay con el espacio público. El artista cordobés lo comentaba con motivo de su performance: “Si tuviésemos que agradecer algo al sida sería el habernos vuelto a situar en el mundo, en lo real”. Por supuesto, el sida no golpeó exclusivamente a los homosexuales; nadie ha estado nunca a salvo de su vocación genocida. Pero es indudable que, sin la movilización temprana, sin esa lucha por la identidad completa y no parcial, la ciencia no habría llegado tan lejos.


Con esta misma idea, la obra teatral ‘The Normal Heart’, del escritor y activista estadounidense Larry Kramer, expone el itinerario del colectivo, desde la exclusión al compromiso político. “¿Por qué nos dejan morir?”, se lamenta uno de sus personajes en un funeral. De esa solitaria extinción se llegó a la esperanza sobre el miedo y la muerte; a la existencia integral y a la ciudadanía de pleno derecho. Aunque el enemigo aún vive, fue un combate heroico. 

* Columna publicada el 15 de diciembre de 2016 en El Diario Montañés

viernes, diciembre 02, 2016

Callejeros*



Nos lo cuenta J. desde Roma. Domingo por la mañana, alguien ha tocado el timbre. Nuestro amigo, tras el sobresalto, se ha arrastrado hasta la puerta, en compañía de “las barras de los bares últimos de la noche”. Al otro lado, un individuo le pregunta si quiere contribuir económicamente con la publicación ‘Lotta Comunista’. J., sereno y colmado de paciencia búdica, intenta explicar que una campaña así, a esas horas precoces de un domingo cualquiera, no es, quizás, la mejor estrategia para ganar prosélitos. “No es mi intención -contesta el visitante-. No queremos convencer a nadie, sino encontrar a quienes ya están convencidos”.    

J. relata el suceso en nuestro grupo de WhatsApp. Lo leo desde la cama y me río. Poco antes de recibir su mensaje, he dado ya una primera vuelta por los diarios y las redes. Hay revuelo porque Juan Carlos Monedero acudió en Alsasua a una manifestación en favor de los detenidos por agredir a dos guardias civiles y sus parejas. No me sorprende, ya no. Cada uno elige su ámbito de solidaridad y el itinerario adecuado a sus principios. Pero, echado en la cama, remoloneando en una silenciosa mañana de domingo en Santander, me pregunto cómo es posible que no se den cuenta de que esa opción de Monedero -de la izquierda ‘transformadora’-, más allá de cualquier calificación moral, es contraproducente e interrumpe su aspiración a conquistar la mayoría electoral del país. Luego, leo el mensaje de J.

En efecto, como ya se encargó de señalar el propio Monedero, en Podemos conviven “dos almas”. Tras las últimas Generales, el partido de Iglesias rechazó esa táctica preciosa de la transversalidad. Sus portavoces pasaron de proclamar una identidad plural e inclusiva a reproducir los discursos previsibles de la izquierda de siempre: cercanía con el nacionalismo, violenta retórica de clase y condena de la institucionalidad. Con la derrota en las urnas y la irrelevancia política se produjo el cierre, la vuelta a la raíz extrema de su origen.   



Como el madrugador romano, tampoco ellos buscan convencer a nadie. El alma enfurruñada ya no quiere ser un nuevo PSOE rejuvenecido y rescatado. Todo estaba claro desde el principio. Lo explicó Iglesias en aquella célebre charla de la herriko taberna. Según el líder morado, la izquierda abertzale y ETA comprendieron bien el “lampedusiano” giro del franquismo hacia un nuevo régimen sólo democrático en apariencia. Así opinaban en Somosaguas. 


Después de un primer amago de reconstrucción del progresismo desde una estética aligerada, la tercera fuerza política del país no quiere más votos, sino más conflicto. El rumbo a seguir ya no es la socialdemocracia nórdica, sino la ebullición parlamentaria. Hoy, optan por una revolución callejera para la nueva legislatura popular. El objetivo inmediato no puede ser La Moncloa (la antipatía es un muro infranqueable) sino el mantenimiento de la excepcionalidad mediática, la erosión diaria del orden constitucional para, en última instancia, gobernar sobre sus ruinas.      

* Columna publicada el 1 de diciembre de 2016 en El Diario Montañés.
FOTO: EFE

martes, noviembre 29, 2016

Sopa



Me pregunto si la sopa no estará todavía demasiado caliente. Sé que tú me esperas al final de este pasillo largo, sentado a la mesa, la cabeza gacha. Recuerdo lo pequeño que se me hacía antes el piso, lo rápido que eras capaz de moverte; el silencio del edificio en aquellas noches agrias. No se parece a este silencio de ahora, mientras cargo con la sopera, y ya no queda miedo. A veces, me siento culpable y silbo para que sepas que estoy muy cerca, que todo está en orden. Qué tonta. Tú no vas a decir nada.

Me llamaron al trabajo un martes por la tarde. Dijeron que la cosa era grave y permanente. Te habías desplomado en medio de la calle. Yo escuchaba con atención el relato de nuestra nueva desgracia, pero desde una extraña sensación de ligereza. Ahora no hablas y no te mueves. Yo me ocupo de ti y limpio con cuidado ese hilo de baba que resbala una y otra vez de tu boca torcida. Miras hacia abajo, en un gesto que yo no puedo interpretar. Los médicos no saben si te das cuenta de las cosas. Pero yo aún te reconozco bajo esa capa arrugada de sudor y carne.  

Los vecinos me preguntan en el ascensor, en el portal. Las conversaciones son breves.

-      ¿Qué tal está Antonio?
-      Igual.

No dicen nada más. Sus preguntas son gestos de mera cortesía, como si demostrando cierta indiferencia, reaccionaran, al fin, a todos aquellos gritos. Pero es demasiado tarde. Tú ya no puedes hacerme daño. Cuando me lo hacías, ellos hablaban del tiempo sin mirarme a la cara. Así funciona el mundo. No les guardo rencor. Cada uno se preocupa de lo suyo.

La pequeña dice que todos estaríamos mejor si te ingresáramos en una residencia, que ella lo pagaría encantada. Nunca la tocaste, tuvo esa suerte. Hizo bien en marcharse a Londres cuando tuvo la oportunidad. Todos debemos vivir nuestra vida. A ella le va bien. Paul es un hombre estupendo. “Los niños adoran a su ‘granny’”. Yo también los quiero mucho. Pero éste es mi hogar. No lo entiende.

Poca gente lo entiende. Hoy, es un sábado cualquiera y camino por el pasillo. La sopera echa humo, yo silbo y van a empezar las noticias. La puerta del baño está abierta y, al pasar, puedo verme reflejada en el espejo. Me detengo un instante. No estoy mucho más estropeada que hace, digamos, cinco años. Soy una mujer de sesenta y ocho que ha preparado la comida, como tantas otras veces. Mi marido me espera sentado a la mesa. Vamos a ver juntos las noticias. No hay nada de malo en eso. Otros preferirían encontrarme rendida a la depresión, llena de rabia y deseos de venganza. Pero yo no soy así.


Yo soy una buena esposa que ha preparado una sopa, quizás demasiado caliente, a su marido, que la espera en el salón con la tele encendida. Sonrío y el espejo me devuelve la imagen de una mujer feliz, como en un cartel de los años cincuenta. Me parezco mucho a mi madre, también ella sonreía siempre. Primero, te pondré la servilleta y limpiaré ese hilo de baba que asoma de tu labio húmedo. Después, serviré la sopa para que vaya enfriando. No quiero que te quemes. Voy a demostrar que soy mejor que todo eso; que soy mejor que tú. Me sentaré a tu lado y te llevaré la cuchara a la boca. Pero, antes, soplaré. Soplaré todo el tiempo que haga falta, ¿ves cómo lo hago? Voy a soplar muy fuerte.   

viernes, noviembre 18, 2016

Herederos*



Yo quería escribir una columna titulada ‘Herederos’. Se trataba de hablar del último PSOE, de su naufragio continuado desde hace más de veinte años. La idea general del texto que ya no va a ser: de Felipe a Pedro, pasando por José Luis; ese descenso ideológico, esa derrota. Los herederos del título, por supuesto, serían aquéllos que se aprovechan de la potencia de unas siglas cargadas de historia y compromiso, echando mano de Tony Blair o de Philip Pettit según pega el aire -o criticando el populismo para desdecirse cuando cambian las tornas y las lealtades-. Pero, ¿y qué?

El pasado martes, exactamente a las nueve y media de la noche, el frío nebuloso que penetró en Santander, como un signo poco esperanzador del próximo invierno, nos sorprendió en la parada del autobús de la calle San Fernando. Yo sólo podía pensar en prepararme un ‘sopinstant’ mientras consultaba, una y otra vez, el panel de próximas llegadas. En ese preciso instante, en Estados Unidos, Donald Trump engordaba su bolsa de votos junto a la discreta Melania, imaginamos que a chillidos de magnate satisfecho frente a un vaso de whisky caro. Leonard Cohen, según hemos podido saber después, ya estaba muerto.

Sin duda, el karma se había resquebrajado, mientras yo le daba vueltas a una columna que debía incluir a Borrell y aludir al entramado accidentalista de Ferraz. Qué tristeza de la institución perdida, qué absurdo el enfangarse en otra vuelta de tuerca a la brega española cuando el mundo se constipa.

El “faro de la sociedad abierta”, “la tierra de las oportunidades”, ha claudicado prematuramente ante el empuje tribal de la vieja Europa. La toxicidad autoritaria amenaza con extenderse por el planeta, ridiculizando los programas necesariamente descafeinados del consenso liberal y socialdemócrata. Algunos, temerosos de verse relacionados con la contundencia del nuevo Comandante en Jefe, oponen un populismo bueno, el suyo, dando por finiquitado “el sistema”.  Vienen curvas, no lo duden.

La victoria de Trump parece disolvente y peligrosa, pero no por lo que vaya a hacer a partir de ahora; eso es mera administración, supervivencia sorbo a sorbo. Lo importante es que un discurso de esas características, centrado en estimular las pasiones más bajas y directas, es la nueva piedra de toque de la política occidental.


Esta es nuestra herencia. Las interpretaciones apenas pueden confortar al observador bienintencionado. En política, es difícil lograr la adhesión unánime. ¿Fue González un buen presidente? ¿Qué me dicen de Aznar? El paraíso de la gestión es discutible. Eso sí, el infierno es siempre inmediato, definitivo. El mal puede irrumpir de pronto y descomponer toda buena empresa. Nos encontramos, dicen, ante un choque entre las “costumbres del viejo país” (de todos los países) y las últimas ocurrencias de las costas, empapado todo ello en altas dosis de irresponsabilidad. A estas alturas, hablar del PSOE es observar la diana cuando ya han tensado el arco.   

*Columna publicada el 17 de noviembre de 2016 en El Diario Montañés

sábado, noviembre 12, 2016

Versos urgentes para Leonard Cohen



Ahora que ya no te necesitas
puedes atravesar las avalanchas,
reposar sin tiempo y enseñarnos
a dar de comer al pájaro,
a estrechar el pan para que cruja
y volver a casa; limpiar
la tierra de tus manos
con su perfecto sinsentido.

Volar, o dar las gracias,
la sonrisa, la injusticia,
como quien elige el buen tomate
de una cesta. 

Ir descalzo, pisar la hierba,
arrancar una flor con la culpa adecuada,
reconocer su última entrega
y hablar cuando ellos hablan,
o callar otras muchas veces. 

Dejarlo todo suelto,
olvidar en su grave, nocturno, desvestirse.  

viernes, noviembre 04, 2016

Ramius*



Mariano Rajoy tomó la palabra un poco antes de que el Congreso de los Diputados entrara en ebullición. “No pido la luna -dijo-. Pido un gobierno previsible”. Los mordiscos de la protesta no buscaban esta vez su triunfante cuerpo gallego, sino las deslucidas carnes socialistas, arrugadas sobre sus más de ochenta escaños. Las frases del presidente se deslizaron con sigilo entre histéricas alusiones al golpismo hasta desaparecer bajo la presión rufianesca. No le importó a Rajoy el desplante; ya está hecho al perfil bajo. Y lo busca.

La derecha continúa desprendiéndose del lastre. La pasada legislatura convenció a los dirigentes del Partido Popular de que no pueden confiar sus expectativas a las muestras grandilocuentes de sus querencias confesionales, ni a la beligerancia hacia el matrimonio igualitario, ni al casticismo ‘neocon’ del último Aznar. Todo ese drama ideológico está desactivado; no es un programa atractivo para los millones de personas que, más allá de militancias todoterreno, deben auparlo a La Moncloa. Rajoy lo sabe, pero sus adversarios, quizás, no saben que lo sabe.

La crispación más reciente de la política española ha alumbrado partidos nuevos que emergen como reacción ‘indignada’ a las políticas del Ejecutivo conservador. En sus intervenciones públicas, en sus discursos y eventos ‘batasunizados’, entre  las mareas de banderas rojas o republicanas, Génova cree haber encontrado el antídoto contra la corrupción televisada y los coloquios perdidos. Rajoy es consciente de que, a estas alturas -“España entre dos guerras civiles”-, ya sólo puede echar mano de aquellos valores comunes a una amplia mayoría de ciudadanos; a saber, la unidad del país ante el desafío independentista y la defensa de las instituciones frente al populismo. En esto pone el presidente del Gobierno toda su complacencia.



Sin embargo, la batalla no puede ser explícita ni descocada. El espectáculo deben darlo otros. Rajoy, como Marko Ramius (con quien comparte iniciales), prefiere el poder de la discreción. Recordemos, ahora, al veterano capitán soviético, personaje principal de ‘La caza del Octubre Rojo’ (interpretado por un imponente Sean Connery), arengando a sus hombres en el submarino nuclear. Imaginemos también a Rajoy, dirigiéndose al Comité de Dirección: “Las órdenes son hacer una navegación silenciosa. Temblarán ante el sonido de nuestro silencio”.

Para cumplir con el plan, le viene estupendamente la enésima recaída de la izquierda en la tentación estética. Con el PSOE fuera de combate y con una escandalosa confluencia Iglesias-Garzón que aplaude los insultos periféricos y opta por la movilización callejera -borrándose, así, de cualquier aspiración inclusiva-, Rajoy perdura como única opción gubernamental en un país que teme la inseguridad.


Este panorama agitado será beneficioso, quizás, para los intereses del PP en el corto plazo. Su apuesta por la inhibición le garantiza años de relevancia. ¿Puede, no obstante, sobrevivir una democracia representativa donde sólo unos alzan la voz? Por ahora, eso sí, en estos tiempos prebélicos, la derecha se mueve como Octubre Rojo en el agua.   

* Columna publicada el 3 de noviembre de 2016 en El Diario Montañés. 

viernes, octubre 28, 2016

Ciudad*



Al entrar por primera vez en una habitación, todo parece tener utilidad. Si hay, por ejemplo, un armario, el visitante lo creerá siempre lleno de ropa o de herramientas perfectamente ordenadas; si, además, hay una ventana, estará convencido de poder abrirla y tratará de asomarse para admirar las vistas que nunca deberían ser las de un triste patio interior. En principio, nadie teme la avería o el desprecio. La posibilidad de la gotera -o de la puerta bloqueada- queda fuera de la imaginación. Si no se vive a conciencia, tampoco el mobiliario sin uso puede explicarse.

Sucede lo mismo en las ciudades extrañas. El forastero alza la mirada, ralentiza el paso y contempla el dibujo de las fachadas que proporcionan cobijo a los afortunados, como si eso diese razón a su visita, como si la existencia del lugar se justificase por las siluetas que lo conforman y no por las personas que lo habitan. En la ciudad, esperan siempre sitios nuevos de belleza porque nuestro camino es el de la vida forjada a golpes de responsabilidad y tedio: el negocio o la reunión a la que llegamos tarde, el recado improrrogable. No hay amabilidad en un espacio que, sencillamente, no está hecho para eso.  

A veces, sin embargo, nos damos pausa y la ruta nos lleva de la mano. Se trata, entonces, también en Santander, de volver a respirar las calles, de reconocerlas una vez más. En un paseo sin urgencias, intentamos desvelar el significado preciso de las piedras y de los nombres, ligando nuestro presente a una historia que realmente importa. No cabe imaginar una empresa más valiente: abandonar la ciudad propia, sustituirla por un espacio tallado durante siglos por otros hombres que merecieron su oxígeno tanto, al menos, como lo merecemos nosotros. Admitir, en definitiva, que nada ha empezado hace veinte o treinta años.   

El convencimiento brota de la mirada lenta y reposada; de la humildad del estudio sereno de las cosas que no son cosas simplemente nuestras, sino de todos. Que el roce de los días en la calle pueda allanarse con la verdad que se comparte.

* Columna publicada el 20 de octubre de 2016 en El Diario Montañés.

sábado, octubre 15, 2016

Dejar de ser un dios*



En el otoño de 1967, el cantante Noel Paul Stookey, del grupo Peter, Paul and Mary, visitó a Bob Dylan en su refugio de Woodstock. Las cosas andaban revueltas y floridas en Estados Unidos; terminaba el ‘Verano del amor’ y la contracultura se acercaba al decisivo 68, con las alforjas llenas de revolución, psicodelia y ácido lisérgico. Dylan llevaba más de un año apartado del mundo, recuperándose -supuestamente- de un grave accidente de moto. Stookey, emocionado (y colocado), se postró ante su ídolo para compartir con él la felicidad por un cambio total e inminente. En su errático discurso, citó el ‘All You Need Is Love’, de los Beatles, y felicitó a Dylan por tantos himnos útiles. “¿Qué significa la vida para ti, Bob?”, preguntó. Dylan contestó con otra pregunta: “¿Lees alguna vez la Biblia?”.

No resulta fácil descifrar el carácter de uno de los intérpretes más obstinadamente herméticos de la cultura popular. Alguien debió de venirle ayer con el cuento del Nobel, quizás mientras dormía. Nos imaginamos a un septuagenario Dylan en pijama, cariacontecido o indiferente, respondiendo a los elogios con un escueto “Hmm…”. Eso sí, ocurrió en Las Vegas, donde anoche tenía previsto ofrecer un concierto. Ojo, al Nobel de Literatura de 2016, la noticia le pilló en Las Vegas. Ya sólo por esto acertaron los suecos.

Dylan es el puñado de palabras que vendimia, pero nunca está donde se lo espera (ni siquiera en aquel famoso festival que montaron “en el patio trasero de su casa”): ‘folkie’ comprometido, roquero anfetamínico, delicado trovador country, furioso cantante góspel… Las etiquetas se cuelgan y despegan del espíritu del artista con idéntica facilidad. Bob Dylan llegó siempre “lo suficientemente lejos para poder decir que estuvo allí”. Probó cada ortodoxia con rapidez; el suyo ha sido un vuelo solitario que, una vez, lo llevó a Cantabria.


A partir de 1965, Dylan rehuyó de los jefecillos que lo creían y querían profeta o líder revolucionario. Su biografía queda perfectamente resumida en las palabras de Mark Knopfler, viejo compinche: “Tuvo que hacer lo que hizo para dejar de ser un dios”. Lo ha conseguido. 

* Columna publicada el 14 de octubre de 2016 en El Diario Montañés

Casa*



Nos bajamos en Hallesches Tor, buscando el Museo Judío de Berlín. Su diseño, obra maestra del arquitecto estadounidense Daniel Libeskind, simboliza, dicen, “una estrella de David rota”, la dolorosa singladura de los judíos alemanes trágicamente interrumpida en los campos de exterminio. Atravesamos Mehringplatz y vemos, de pronto, otro pequeño cartel, apenas un escueto indicador en la desembocadura de la plaza circular: ‘Willy Brandt Haus’. No conocemos el idioma, pero la palabra ‘Haus’ se parece mucho a la inglesa ‘House’ y, por lo tanto, deducimos que la ‘Willy Brandt Haus’ debe de ser algún museo dedicado al excanciller.

En realidad, se trata de la sede berlinesa del Partido Socialdemócrata Alemán. Una bandera roja con sus siglas, SPD, ondea en lo alto del moderno edificio de Helge Bofinger. A pie de calle, un puñado de fotos de Brandt, sonriente en diferentes épocas, junto a los ya inútiles carteles de propaganda, aún no retirados tras las últimas elecciones municipales. Lo observamos desde lejos, rodeándolo para continuar nuestro camino hacia el Museo Judío. Los candidatos nos sonríen desde sus retratos; parece gente honrada. “Ojalá aprendieran en casa”, pensamos. Pero en todas partes cuecen habas.

La historia de la socialdemocracia refleja su compromiso con la igualdad desde la libertad, también en territorios inflamados por el espíritu revolucionario y, consecuentemente, por la tentación totalitaria. Personalidades como Brandt, Schmidt, Palme o (¿por qué no?) González pertenecen, con todas las contradicciones, a una larga lista de líderes emblemáticos, convencidos de que sólo la buena administración del espacio público puede garantizar el bienestar de todos. Ese programa de precaución frente a los excesos del capitalismo y en defensa de la sociedad abierta se convirtió en la ideología dominante en Europa desde 1945. La crisis que padece forma ya parte del paisaje.



La socialdemocracia ha sido la casa de amplios sectores de la población que se reconocen de izquierda y centro-izquierda. Desde la retórica obrerista hacia la gestión moderada -quizás insuficiente para algunos, pero eficaz sobre todo en los ámbitos educativo y sanitario-, su éxito recae en la magnética permeabilidad de un mensaje compartido con la sociedad civil. La socialdemocracia no es una doctrina pura e inamovible, sino un instrumento para el cambio político desde la acción institucional; el cambio de lo posible, no la utopía permanentemente pospuesta. Su labor comienza con un triunfo electoral, con el apoyo de la mayoría social. No es (no debería ser) un coto privado de feligreses.  


Esta idea es discutida hoy en todo el continente. En España, donde los derrumbes políticos son siempre mucho más escandalosos, la hemorragia electoral del PSOE se produce ante la quietud programática de sus dirigentes. No se comunican ideas, no se desarrollan debates de fondo. Su militancia parece satisfecha con una identidad sostenida en el odio al adversario. Asistimos, eso sí, a grotescas batallas intestinas donde se obvia lo fundamental: no hay votos suficientes, la casa ya no convence.   

* Columna publicada el 6 de octubre de 2016 en El Diario Montañés

jueves, septiembre 22, 2016

Aute*



El último libro que leyó: ‘Sobre la belleza’, de Zadie Smith. Ella lo anotó disciplinadamente en su pequeño cuaderno de lecturas, con una caligrafía muy deteriorada por la enfermedad. Tras recorrer las últimas líneas, devolvió el ejemplar a la estantería colmada de relatos leídos o en espera. No dio tiempo a más. Que ‘Sobre la belleza’ constituyese la última aventura lectora le dio a su vida un final ajustado. Pocas palabras resumen mejor su personalidad. En busca de la belleza, exploró caminos nuevos, imaginó maneras de acercar la lectura a los más jóvenes, con la honradez de quien no exige recompensa, admiración o cargos. El mero hecho de transmitir el placer que uno experimenta, para que no se pierda en la vorágine del nuevo siglo. Qué extraña parece, hoy, esa satisfacción escueta; qué lejos su rostro en el tiempo. Han pasado ya seis años.     

Son pocos los que pronuncian la palabra. Decir belleza es exponerse al desprecio de los inquisidores, a la indiferencia de quien encuentra la manera más segura de medrar. La belleza es frívola y esa es su cualidad más sabrosa. Sirve para convertirnos en seres humanos, para completar la animalidad con algo más brillante. Puede parecer poca cosa. La belleza es el placer, claro, pero también la justicia y la entrega. La belleza es el bien, porque la maldad nunca será bella. Eso queremos creer, a pesar de todo.

Escribo este texto en una tarde de septiembre prematuramente otoñal. Dicen que Luis Eduardo Aute permanece ingresado en un hospital madrileño, recuperándose de un infarto. Pienso en él y vuelvo a su concierto de 1999 en la Plaza de Toros de Cuatro Caminos, junto al gran Silvio Rodríguez. Recuerdo la emoción de aquella noche cálida, escuchando los versos que todos conocíamos. También a Aute le preocupa la belleza. Su canción así titulada sonó -si la memoria no me falla- en Santander. “Antes iban de profetas/ y ahora el éxito es su meta;/ mercaderes, traficantes,/ más que náusea dan tristeza,/ no rozaron ni un instante/ la belleza…”.



Aún no somos capaces de medir lo que se pierde en cada infamia, en cada gesto de impostura. La resignación cubre dos frentes: la intransigente militancia y la desvergüenza arribista. El sacrificio es el denominador común, el ingrediente compartido por ambas peligrosas recetas. Muy lejos queda la belleza, permanentemente pospuesta, a la espera de tiempos mejores. Lo cotidiano, sin embargo, sigue ocupado por los de siempre, en su falsa batalla por el poder, en su evidente falta de generosidad. La cultura, la amistad, esa satisfacción de celebrar el milagro de estar juntos y de aceptarnos en la diferencia -que es lo más caro del progreso- se deshacen con el insulto. Y eso es lo que ellos quieren. Lo menos ingenuo de todo esto es que ya han pasado seis años y parece mentira que esa añoranza no la comparta el planeta entero.

*Columna publicada el 22 de septiembre de 2016 en El Diario Montañés. 

viernes, septiembre 09, 2016

Refugio*



"Siempre pensé que, cuando me hiciera viejo, Dios irrumpiría en mi vida de algún modo. Y no lo ha hecho". Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), veterano sheriff de Texas, carga con su estrella en una época que le es hostil. Comienza la década de los ochenta y su tierra alberga horrores nuevos, amenazas que Bell, a punto de jubilarse, ya no reconoce. Lo escribió Cormac McCarthy en 2005 y los hermanos Coen lo llevaron al cine dos años después. ‘No es país para viejos’, dijeron. Exactamente eso. Bell añora tiempos más seguros, la felicidad de pisar en firme, de disponer de herramientas que descifren el mundo; la confianza en el futuro domado.     

El sheriff no exagera en su agonía ni forcejea con el destino. Silenciosamente, se aproxima al ocaso de su carrera y sólo se permite algún que otro lamento antes del mutis. Bajo una primera capa de resignación, hay miedo seco, intransferible. Bell sufre cerca del abismo, teme ese final inevitable. Llega desvalido y sin asideros.   

El pasado fin de semana, la religiosa Isabel Solà fue asesinada en Puerto Príncipe. Unos desconocidos abrieron fuego contra el coche que conducía, supuestamente con el robo como único móvil del crimen. Solà residía en Haití desde 2009. Tenía 51 años. Llevaba más de treinta ocupándose de los que menos tienen.  

A estas alturas, resulta imposible rescatar la fe para elevarla a ingrediente principal de la receta. Es perfectamente lógico: siglos de crueldad e intolerancia y numerosos descubrimientos que nos permiten avanzar. Como Ed Tom Bell, el hombre contemporáneo también muestra esa decepción por la existencia sin relato.


Pero Isabel Solà compuso un relato propio, lo encarnó. No fue, la suya, una apuesta convencional: encontró al ser humano en el sufrimiento y trató de paliar su dolor. Nunca sabremos si fue Dios el que irrumpió en la vida de Solà o si ocurrió al revés. No sería ninguna novedad; al fin y al cabo, la tradición religiosa describe el empequeñecimiento del Eterno, que pasa del trono al hombre, de la libertad a la pérdida. Finalmente, del Sinaí a Auschwitz. Quizás, su vida y su muerte confirman que sólo puede nombrarse a Dios a través del gesto hacia el Otro, sin la memoria simple que ata pero no espolea. Convertirse en refugio para el prójimo; amar al pobre, sí, pero luchar contra la pobreza.  

La última escena de la película: Bell, ya jubilado, se sienta a la mesa del desayuno con gesto intranquilo. Habla con su mujer, le cuenta un sueño que ha tenido. En él aparecía su difunto padre. Iban los dos a caballo, atravesando un desfiladero. Bell se quedaba atrás, viendo cómo su padre se adelantaba en el camino. "Yo sabía que él iba a seguir y a encender una hoguera en medio de aquella oscuridad y de aquel frío. Sabía que, cuando yo llegara, él estaría allí. Y me desperté". 

*Columna publicada el 8 de septiembre de 2016 en El Diario Montañés

viernes, agosto 26, 2016

Navidad*



Parece mentira que este sea aún el lugar de la felicidad posible, de las cosas que nos dan aliento a pesar del dolor. La vida adulta irrumpe en nosotros, ennegreciendo la escena y pudriendo los melocotones. Hoy, tantos años después, el sol parece dar menos luz y hemos olvidado lo mucho que duran las tardes de verano entre amigos o el olor a hierba mojada durante la excursión. Que sea lógico, que apenas pueda expresarse otra queja que el mero encogerse de hombros, no le quita gravedad al asunto.    

Sin embargo, no se trata sólo del tiempo sin tregua, de los objetivos que van sucediéndose en el esfuerzo de la juventud. Hay algo mucho más profundo. Deberíamos admitir, quizás, que ahora estamos demasiado cerca unos de otros y que la insistencia en una conversación impide que comiencen otras. Las redes sociales son la expresión más reciente de este fenómeno; la vida es sólo la excusa para un tuit.     

Los partidos lo han comprendido perfectamente. Ellos saben que el mundo se ha estrechado y que su voluntad se propaga ya por todos los espacios de la sociedad, como la Nada sobre la Fantasía de Ende. Así se explica que la presencia digital de los políticos no sirva -como se ha dicho- para acercarlos al ‘Pueblo’. Al contrario, muchos ciudadanos hablan ya como militantes, recogiendo el malestar del país y haciendo suyo el discurso de la crispación. Mal augurio, desde luego.

En este siglo vulnerable, cuesta aceptar que aquel territorio consumido y enterrado (el de la casa de los abuelos, por ejemplo, o el del turrón con la tripa llena) sea el mismo que hoy habitamos con temor. Ayer, todo parecía más grande y plural; el planeta nos esperaba como un laberinto lleno de secretos apetecibles. El poder exige ahora la indignación con fecha de caducidad, la protesta durante un rato. No se nos permite aquello que no pueda pronunciarse, o enarbolarse, en un mitin. De ahí que el belén no quepa en la escuela pública -porque podría, dicen, ofender a alguien-, pero que las papeletas sean siempre bienvenidas. Hasta en Navidad.

* Columna publicada el 25 de agosto de 2016 en El Diario Montañés

viernes, agosto 19, 2016

'Burkini'



Reconozco que nunca he tenido muy claro qué opinar sobre el asunto del velo. En principio, parto de la base de que, en caso de duda, debe primar la libertad del individuo. La práctica religiosa, por supuesto, se empapa con las costumbres de cada sociedad, con tradiciones a menudo cargadas de discriminación. Por ese motivo, creo que, hoy, en pleno siglo XXI, lo más razonable es la religión breve, escueta, sin excesiva carga dogmática. Que una estudiante, por ejemplo, de Medicina, decida llevar el velo puede deberse a mil razones. Ninguna de ellas (quiero pensar) responde a la idea de que el cuerpo tiene que permanecer oculto, ni al mito de que los varones valen más que las mujeres. Ni siquiera a ese célebre versículo del Corán que habla de golpear a la esposa contestona. En la actualidad, una mujer que profesa el Islam tiene derecho a expresar su fe de la manera que decida, incluso a interpretarla (aunque la doctrina según la cual el libro sagrado le fue dictado a Muhammad deja poco espacio a la hermenéutica) y, por supuesto, a vestir como le venga en gana. Pesa mucho, imagino, el modelo materno y esa querencia por reproducir lo que vemos en otros; es decir, la tradición. De esta forma, el velo dejaría de ser un crudo instrumento de dominio masculino para convertirse en otra cosa; en una especificidad cultural, familiar, con un significado distinto para cada una de las mujeres que lo llevan. No hay una manera única de ser musulmán. Como no la hay de ser humano.

Pero, claro, aparece el tema del ‘burkini’ y todo se desmorona. Porque, al ser una prenda de reciente diseño, no está vinculada a la idea del velo como símbolo religioso e individual, despojado de referencias cuestionables, sino con su precedente: el machismo de toda la vida y de todas las tribus. Con el ‘burkini’ ya no se trata de lucir una prenda que expresa la diversidad del mundo y de las personas, sino de recuperar el primer sentido del velo: ocultar el cuerpo. Las mujeres que hoy lo llevan son las primeras que lo hacen, asumiendo que su cuerpo debe permanecer oculto para todo hombre que no forme parte de su familia. Ése es el punto clave desde donde debemos partir para analizar este asunto: la posibilidad de que en nuestros países occidentales, que, en principio, aspiran a la igualdad y al pluralismo en libertad, existan sectores que cultivan la idea del cuerpo femenino proscrito, del sexismo como base, primero estética y luego ética, del comportamiento en sociedad. Y que, para ello, diseñan y producen el 'burkini'. ¿La libertad lo justifica todo? ¿Incluso la asunción de desigualdades? ¿Es discriminatorio el ‘burkini’? ¿Tenemos derecho a opinar sobre ello cuando esas mujeres lo llevan libremente? Otro tema envenenado. Todos los son. 


lunes, agosto 15, 2016

Lobos*



Un niño en Madrid se llamará Lobo. Ha habido susto; nadie puede extrañarse. Malos tiempos para el descaro y las elecciones. María e Ignacio -los padres de la criatura- sonríen frente a la cámara mientras se reúne el jurado televidente. Antes de la libertad, los medios de comunicación exigen siempre un periodo de control y magisterio. “Vamos a hablar de ello, dice el locutor, es por el bien del país. Descansad, alguien mucho más sabio tomará la mejor decisión”. La familia del recién nacido puede ser culpable o ignorante. Para eso está el poder, ¿no lo sabían? Esa joven pareja parece no haber aprendido a consultar el santoral. Quizás, sus deseos fueran admisibles en otra España que no sufriese, como sufre esta, el síndrome de abstinencia después de tantos días sin Gobierno.

Este es el siglo de la autoridad rediviva y jaleada. Para todo hay que pedir ayuda y, por lo tanto, permiso; también para llamarse Lobo. Muy lejos quedan los mantras participativos, los relatos de batallas contra el ogro totalitario. La vida se estrecha y todo está carísimo. Protegednos, claman los contribuyentes, no volváis a hablarnos de libertad y de progreso, que nos entra el vértigo. El individuo parece, hoy, una frivolidad.

La crisis incuba monstruos que desprecian las instituciones. Se reclama la mano de hierro, la seriedad en la decisión, más allá de titubeos partidistas o de infinitas campañas electorales. Putin en el Este, quizás Trump en el Oeste; Europa que se deshace y reproduce los discursos tribales, arropados, una vez más, en la astenia liberal y socialdemócrata. En España, las ideologías extremas se relamen gracias al experimento de Somosaguas y proponen imposturas para avanzar hacia la moqueta, como ha hecho Pablo Iglesias, su modelo, el líder que salió del pozo. Antisistemas de todos los colores y neofascistas toman apuntes, aprovechando el desencanto general.

Si se pide autoridad, muchos participarán en la subasta. Y no todos -ni siquiera la mayoría- propondrán un yugo suave. El pueblo empoderado acabará convirtiéndose, también para los revolucionarios, en la masa analfabeta que ve Sálvame, vota al ‘PPSOE’ y elige mal los nombres.

* Columna publicada el 12 de agosto de 2016 en El Diario Montañés

domingo, julio 31, 2016

Números*



Un instante, no hace falta nada más, ningún otro adorno. Caer con la primera ráfaga es la bendición. En definitiva, no verlos, inmediatamente después, recargando sus fusiles, apuntando de nuevo, avanzando por la habitación inflamada de pánico. No experimentar el sufrimiento, ni contemplar la sangre propia. Puede ocurrir en cualquier parte; cualquiera puede ser el objetivo. Nada personal, ningún odio extraordinario que no se haya mostrado antes con igual sinrazón y banal sentido del deber. El ser humano, transformado en carne para destruir, en cifras que entregar a la prensa -setenta, suben a ochenta, casi cien…-. Una relación que se impone, el mal que invade los territorios sin cámaras, donde el dogma no penetra. Es un centro comercial, pero también un aeropuerto, una sala de fiestas, un restaurante o el vagón de un tren. Es la vida, nuestra vida.

La muerte es fácil. Bastan el interés y un cuchillo o un camión a velocidad moderada. No es plan, sino acción. Tampoco es un militante instruido, ni una organización estratega. La muerte brota también (y sobre todo) de espíritus trastornados, inadaptados e ignorantes. Hoy, nuestros representantes se tranquilizan al comprobar que la locura del asesino de Múnich no se apellidaba Islam. Tras el atentado de Niza, el ministro del Interior del Gobierno de España, Jorge Fernández Díaz, mantuvo el nivel 4 de alerta antiterrorista en el país. Palabras y números. Dicen que hay técnicos que saben lo que pasa. Pero, ¿cómo prever que una persona alquile un camión y decida, con leves movimientos de pies y manos, convertir el vehículo en un arma? ¿Es posible anticiparse al hecho de que un individuo solitario active su bomba casera al ver próxima la vida de otros?

Los verdugos buscan el número contundente. Su terrorismo es popular. Atacan allí donde vivimos; en esos lugares amables donde nos olvidamos del dolor. Por eso, los políticos y los tertulianos pronuncian discursos de supuesta altura analítica o se aferran a los márgenes del acontecimiento. En las redes sociales, sin ir más lejos, los extremistas echan mano de la ideología del asesino para arrojársela al rival. Otros, más prudentes, advierten contra la ‘islamofobia’ y la extrema derecha que engorda después de cada atentado. Nadie habla de los muertos. Sólo de las cifras para componer los titulares.     

Quizás, valga la pena preguntarse si esta reacción superficial no es, al fin y al cabo, una protesta más contra la muerte; contra nuestra muerte. Que alguien pueda disparar sin conocernos, en un entorno de diversión o de trabajo. ¿Cómo puede suceder? Hablar del crimen es fijarse, primero, en las personas que ya no existen, para, después, comprender la fragilidad de las cosas. El terrorismo desplaza la verdad desde los despachos partidistas y los estudios de televisión a la habitación vacía del joven que no volvió del concierto. Con cada disparo, se desdibuja la institución y crece el monstruo. Habrá muchos más.

* Columna publicada el 28 de julio de 2016 en El Diario Montañés.

viernes, julio 15, 2016

París*



El joven voló a París, que estaba demasiado alto. No era suyo todavía. Como en un preludio de eternidad, París respiraba sin angustia, seguro de disponer aún de otras muchas primaveras. Hace casi veinte años, y hace cincuenta o cien, la ciudad se entregaba al viajero como garantía de buena literatura y excesos políticos; de bohemia también y de mucho amor elegante. Ya estaba todo forjado entonces, el joven no participó en su construcción ni en su defensa. La civilización podría haberse derrumbado sin traumas; París seguiría siendo París. Eso sí, a sus quince años buscaba la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père-Lachaise, se perdía en el Barrio Latino o avanzaba por las Tullerías camino del museo de la Orangerie, atento de no romper nada, de no comprometer, con su torpeza adolescente, la santidad del lugar; la santidad laica, se entiende.

París es el monumento, pero también el secreto. Las grandes avenidas y las plazas revolucionarias cubren la tranquilidad de otros espacios sin multitudes. Pienso ahora en el solitario Cioran, desesperándose en los Jardines de Luxemburgo y también en la preferencia de Vila Matas por la escueta e inquietante plaza de Furstenberg. En plena juventud, el viaje a París es siempre una experiencia que se disfruta en pantalón corto y camisetas de propaganda; con crepes, botellines de agua y mucho tiempo de espera en las colas de los museos. De esta guisa, uno se atreve a imaginar lo que sintieron los artistas o los altos funcionarios y promete volver pronto, no olvidar esa porción de tiempo que ha de inspirar su vida adulta.

Cuando el joven visitó París, Elie Wiesel, Imre Kertész y Jorge Semprún estaban vivos. Era el tiempo de la civilización; al menos, de sus últimos ecos. La pesadilla del siglo XX exigía compromiso, libertad y precauciones. Los testimonios de las víctimas del totalitarismo acompañaban a Occidente en su reconstrucción, recordando que los monstruos nunca mueren, que permanecen agazapados en siniestras madrigueras, esperando un oportuno olvido o una pasión de la que aprovecharse. 



Wiesel ha sido el último en desaparecer. Las voces de los campos de exterminio se apagan discretamente en un tiempo que ya no les pertenece, en una sociedad envuelta de nuevo en la desconfianza y acosada por peligrosas tentaciones. Envejecer, morir, nada tienen de extraordinario; es pura biología, pero ¿qué decir de una memoria transformada en celuloide o apenas recluida en libros de texto y actos de homenaje?

Hace casi veinte años, París representaba la esperanza construida. La ciudad se erigía como el símbolo, perpetuado en piedra, de la parte mejor del mundo; aquella que opone belleza al mal, cultura a la barbarie, enarbolando banderas aceptables. Veinte años después, el viajero -que ya no es ningún joven- ha heredado París. Y deberá defender sus plazas, reivindicar su legado, reproducir algo (aunque sea una mínima parte) del orgullo europeo. Pero no sabe cómo.

*Columna publicada el 14 de julio de 2016 en El Diario Montañés.