domingo, abril 15, 2018

Desencuadernar*



Hay en la historia una apariencia de solidez que derrota por comparación a este presente parcelario. Quizá sea cosa del formato elegante o de la encuadernación de los relatos antiguos, que duermen cosidos a la voluntad de los grandes nombres. Aquellos episodios, pensamos, tan incontestablemente trágicos que cubrieron el mundo de sangre, poseían el empaque de las cosas definitivas y de los héroes imprescindibles. Da la impresión de que sus efectos fueron inevitables, que no había forma de eludir los campos de batalla, todos los mataderos, que nos han marcado como especie. La violencia parece hoy domesticada, acaso infantil, superados, dicen, los tiempos de la gran turbación. Los portavoces obvian o inflaman el crimen con idéntico entusiasmo. Un ingrediente destaca por algún motivo y hacia allí enfocamos la mirada y nuestra indiscreción. Pero olvidamos pronto.

La memoria tiene sentido siempre que el pasado se guarde en una habitación cerrada, sin que pueda penetrar en nuestro frágil territorio. La interrupción de la secuencia histórica estimula la vanidad del espectador moderno que sólo asume el acontecimiento en su versión superficial.

El reciente asesinato de la judía francesa Mireille Knoll desencuaderna la historia y la devuelve a su condición de obra inacabada. Todo ha sucedido, como subraya el título de la exposición madrileña sobre Auschwitz, “no hace mucho, no muy lejos”. Knoll fue apuñalada por dos ladrones que gritaron “Alá es grande” mientras incineraban el cadáver. La mujer, de 85 años, había escapado de la gran redada antijudía del Velódromo de Invierno en 1942. Su experiencia de superviviente desembocó en una vida sencilla en un piso social del distrito XI de París.

Los verdugos completaron el relato de una biografía marcada por el antisemitismo. La Yihad revive hoy el espíritu de los nazis, recuperando el crimen y el prejuicio. Mireille Knoll murió por el mismo motivo que Sarah Halimi el año pasado. El ministro del Interior, Gérard Collomb, fue claro al respecto: “creyeron que por ser judía tendría dinero”.

Los ataques se suceden en Francia en un ambiente hostil a izquierda y derecha al tiempo que arraiga la idea de que Europa vuelve a ser un lugar inseguro para los judíos. La macabra ironía de una mujer que sobrevive a los nacionalsocialistas sólo para encontrar la muerte en el continente del progreso y de la integración es un aviso para navegantes. A este respecto, intelectuales como Delphine Horvilleur han querido superar la formalidad de los pésames. La rabino del Movimiento Liberal Judío ha afirmado lo siguiente: “sueño con una Francia que sabe que asesinaron a su abuela y no sólo a la mía; una nación que se levanta ante el horror y no presenta sus condolencias a una comunidad”. Únicamente desde la idea de ciudadanía podrá superarse esta época de liderazgos autoritarios y querencias sectarias. Hoy, como ayer, las amenazas contra los judíos son el síntoma de un peligro mucho mayor para todos.

* Columna publicada el 5 de abril de 2018 en El Diario Montañés

Inesperado*



El que avisa no es tránsfuga: este artículo contiene detalles del argumento de la película ‘Tres anuncios en las afueras’. Si usted, estimado lector, no quiere arruinar su visionado, no siga leyendo. Hace unos días, nos quejábamos desde estas mismas páginas del limitado recorrido argumental de la reciente triunfadora en la gala de los Oscar: a nuestro juicio, la caricaturización de las identidades y su escasa capacidad para el relato condenaban a ‘La forma del agua’, de Guillermo del Toro, a padecer aquello tan autóctono del “mucho de Boo y poco de Guarnizo”.

Temíamos, claro, el arraigo de la tendencia callejera y superficial que pretende enterrar las relaciones personales. La actual insuficiencia del arte para darle vuelo a la realidad anunciaba malos tiempos para la fantasía. También era esa la apariencia de la valiente producción de Martin McDonagh: apenas un nuevo alegato anti-Trump sobre la ‘América profunda’.

Y es que deberíamos habernos dado cuenta mucho antes del equívoco. Una de sus primeras escenas presagia sutilmente el camino de la película hacia lo hondo. En un pueblo de Missouri, la protagonista, Mildred Hayes (interpretada por la gran Frances McDormand), entra en la oficina de Red Welby (Caleb Landry Jones) con la intención de alquilar tres vallas publicitarias para denunciar la pasividad policial tras la violación y asesinato de su hija adolescente. Welby está relajado, leyendo un libro de Flannery O'Connor. No puede ser casual. La autora estadounidense, una de las más características representantes de la literatura sureña durante el siglo pasado, no renunciaba a plasmar los aspectos más perturbadores de su época. Un lector escandalizado reprochó a O'Connor su querencia por la brutalidad. Ella le respondió: “el escritor católico tiene que mostrar la intervención de la Gracia en un territorio que es propio del diablo”.

La Gracia, dicen, es la acción divina sobre la naturaleza para superar los estrechos límites del mal y de la muerte. Su irrupción a través de un elemento catalizador es el corazón, por ejemplo, del cristianismo: individuos que, tras un episodio de ruptura -en este caso, la Pasión de Cristo-, cambian su destino, interrumpiendo el normal desarrollo de su carácter.

En la película, el catalizador es Bill Willoughby (Woody Harrelson), cuya decisión -no entraremos en detalles- transforma su entorno a través de la palabra. Todo lo aprendido hasta entonces desaparece en el fino desvelamiento de la verdadera misión.

A partir de ese momento, el símbolo se adueña de la pantalla: el otrora miserable Jason Dixon (Sam Rockwell), escapando de las llamas del infierno; la placa de policía devuelta ante la cobardía del poder políticamente correcto; el zumo de naranja ofrecido desde el perdón y el encuentro final de dos personalidades irreconciliables en busca de la justicia que se les ha negado. La enseñanza, en definitiva, de la vida como cambio y recorrido, como sorpresa y valor. Y, cuidado, también como violencia inevitablemente asumida. Aquí falta Dios.

* Columna publicada el 23 de marzo de 2018 en El Diario Montañés

Contar una historia*



Guillermo del Toro remata ‘La forma del agua’ con un abrazo que es también un baile. No desvelo nada; toda la película es, en realidad, un largo y húmedo abrazo, el encuentro de dos cuerpos contra el mundo. Y también es un baile que prefiere suspender la crueldad del tiempo, como lo pretenden la oración y el poema. Pero la vida no es sólo piel y deseo, aunque soñemos a menudo con mantener los momentos queridos, la felicidad del instante que no debería perderse.
El cineasta alumbra personajes admirablemente enraizados en la pantalla. Es tal su potencia de arranque, que resulta inútil pedirles, además, el recorrido de un relato complejo. Sus especificidades raciales, sexuales o discursivas se presentan en estado de gran pureza privándolos así de la posibilidad de atravesar el muro de la constante autoafirmación. Es muy difícil que sus caracteres se vean profundamente afectados por el devenir de los acontecimientos y que incorporen matices y claroscuros. Su existencia es su declaración.
Ajenos al gusto de una sociedad rendida al consumo y al éxito, los protagonistas se desenvuelven en territorios de excepción: horarios nocturnos, trabajo enclaustrado, poca responsabilidad. Casi por accidente, van sumergiéndose en una trama oscura y misteriosa, con la Guerra Fría como deprimente telón de fondo. Su actitud proporciona el elemento moral que prácticamente brilla por su ausencia en un territorio dominado por burócratas ambiciosos y por la cruel indiferencia del poder.
Dice José Jiménez Lozano, citando a Walter Benjamin, que, quizás, “ya no hay nada memorable que contar”. Acaso derrotado por las series de televisión, el cine parece conformarse hoy con la mera reproducción de las identidades, con la fidelidad a la caricatura, sin esforzarse en el crecimiento de los individuos o en la posibilidad de un cambio.
Sorprende, eso sí, el derrumbe de la cinta una vez que el espectador queda definitivamente epatado. El relato decae en una vulgaridad mil veces vista. Cuando quieren ponerse en marcha, los personajes se encogen ante las cámaras, poco convencidos de su conversión en hombres y mujeres de combate. No hay una historia digna de tal nombre y, por lo tanto, no se produce una reflexión más allá de la constante defensa de la virtud amenazada.
Que los protagonistas no hablen aporta además otro elemento trágico: la reivindicación de los códigos privados frente a las exigencias de un discurso sacrificial. Esto los ensalza y, al mismo tiempo, los condena al silencio y a la huida; a la compartimentación que no puede traducirse ni homologarse por una sociedad incapaz de digerirlos.
Los mandamases de Hollywood aplauden. Pero, ¿no estarán resignándose así a la extinción de todo relato, a la imposibilidad de la aventura? Del Toro podría haber optado por una fábula íntima y, sin embargo, quiere contar también una historia de acción. Sus creaciones se le resisten y prefieren el baile. No sé si deberíamos deducir algo de todo esto.

* Columna publicada el 15 de marzo de 2018 en El Diario Montañés.