lunes, marzo 25, 2019

Sinécdoque*



Intentaré decirlo de la manera más precisa: cualquier hombre que haya prestado un mínimo de atención a la realidad sabe que las mujeres no son seres inferiores. No hace falta empaparse de discursos académicos; basta con un rápido vistazo al pupitre de al lado. A esa oncóloga, por ejemplo o a la jueza, la arquitecta y la ingeniera. Y a las cajeras y camareras, a la vez precarias y competentes. También a la madre que es capaz de conciliar aspectos de su vida que ‘el mercado’ se empeña en despreciar. Las pruebas superan cualquier abstracción: el planeta es, también, de las mujeres.

Sin embargo, ay, los hombres oponemos algún que otro ‘pero’ a la protesta feminista; un ‘pero’ masculino, acaso gruñón y a la defensiva, pero casi nunca (queremos pensar) irracional. Aliados aparte, ante el fenómeno -irreprochable en muchísimas de sus demandas-, nos mostramos suspicaces. Unos le quitan telilla al asunto. Otros, directamente, se sumergen en un mar de despreciable misoginia. Algunos, por otra parte, preferimos señalar el síndrome más peligroso de nuestro tiempo: la instrumentalización política. Da lo mismo, ellas (las feministas) destacan nuestro susto. No es la primera vez que sucede. Acordémonos del 15M, aquel termómetro del malestar. Y pensemos, por cierto, en los primeros días de proclamas simples, más o menos espontáneas, contradictorias e ingenuas, pero sin estrategas. Los conservadores patrios suelen encajar mal las revueltas porque les hacen envejecer prematuramente. ¿Podremos comparar una reunión de subsecretarios con el empaque de un García Calvo, megáfono en mano, en la Puerta del Sol? Por no hablar de la guillotina que, como decía Krahe, “posee el "chic" de lo francés”.

El sistema sabe, no obstante, que aquí se trata de aguantar el tirón. La masa callejera se desinflará antes de pisar moqueta en beneficio de las propuestas inmediatas. Por eso, la perversión es evidente, desvelándose los principios en simple munición partidista. De ahí que al feminismo occidental apenas se lo relacione con la lucha de la mujer en territorio islámico, o que casi nada bueno se haya dicho desde su trinchera cuando un locutor llamó recientemente puta a Inés Arrimadas. No es su guerra.

En España, tradicionalmente se ha preferido construir la idea y luego llamar a la gente, en lugar de llamar a la gente para construir juntos la idea. El feminismo es (debería ser) un reflejo exacto de su definición en el diccionario de la Real Academia; es decir, un “principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre”. Pero, bajo esa declaración se esconde el feminismo de los manifiestos parciales, de los juicios paralelos y voladura del principio de presunción de inocencia; el de la sinécdoque y el postureo (famosos arrepintiéndose de años de machismo). El poder, como siempre, recogerá lo que pueda y los militantes escogerán otras armas. Vivimos una época revolucionaria. Y, como en toda revolución, en lugar de sumar, se resta.

* Columna publicada el 20 de Marzo de 2019 en El Diario Montañés

lunes, marzo 18, 2019

Catequesis*



Como españolito nacido después del Vaticano II, mi catolicismo fue siempre el de los colegas. Un clásico en aquella catequesis del ‘aggiornamento’: más que definirse a Jesucristo como un exigente ‘Dios-con-nosotros’ -legitimado para juzgar a vivos y muertos-, se nos presentaba como un amigo íntimo, coach del pensamiento positivo. El cambio pareció infalible. A la figura crucificada y oscura del nacionalcatolicismo, se le había aclarado el perfil para que fuese funcional también en la todavía joven democracia ibérica.

El dogma, desde luego, fue desactivado; al menos en su primera aproximación. La jerarquía decidió que el mantenimiento de la parte más superficial de la revelación cristiana sería suficiente para conservar su autoridad en Europa. Se trataba, en definitiva, de atraer a la feligresía con un repertorio de amor y compasión, muy ajustado a ciertas representaciones evangélicas. Lo del “rechinar de dientes”, debieron de pensar, quizás más adelante.

Pero, ni con esas. El vaciamiento del credo tradicional de la Iglesia, unido a la cada vez más acusada contradicción entre el mensaje supuestamente fraternal del Nazareno y el boato censor de Roma, deshicieron poco a poco los vínculos de la institución con la sociedad occidental, entregándose el estandarte a los movimientos carismáticos de mucha guitarra y dudosa reputación.

Hoy, la Iglesia católica ha claudicado en su compromiso de mantener cierta operatividad moral en el debate público. Las opiniones doctrinales se desprecian de antemano, rápidamente tachadas de inquisidoras y reaccionarias. Por no mencionar las terribles consecuencias de los abusos cometidos durante decenios, aquí y allá, por demasiados clérigos sin escrúpulos. Este tsunami mediático amenaza con tragarse el tinglado.

Siendo muy optimistas, quizás el papel que cumple actualmente la Iglesia sea el de mera advertencia: a saber, cualquier poder que pretenda ser absoluto, dominador de almas y de cuerpos, se ha demostrado capaz de derrumbarse en poco tiempo y convertirse en una parodia de ruina y sordidez. Debería aprenderse la lección, sobre todo si se asume que el dogmatismo y la censura son elementos que trascienden el ámbito espiritual y buscan su implantación bajo cualquier mando.

Las sociedades más laicas se ordenan ahora en la credibilidad de determinadas ideas que brotan de la interpretación exclusivamente política del mundo. Las posibilidades del arte, del pensamiento libre y de la comprensión personal de la realidad claudican ante la implacable ofensiva de los comisarios ideológicos. Parecen superados los años de la provocación, de ese forzar al ciudadano con obras epatantes que buscan despertar su sentido crítico. Nada puede ya ofrecerse desde la ambigüedad o la contradicción; ni siquiera desde la sugestión. Esto sería tanto como admitir, al decir de aquellos teutones genocidas, el “arte degenerado”. Las series, el cine -esas películas premiadas que podrían proyectarse en clase de religión- y las redes compensan los avances técnicos con propuestas cada vez más embridadas a discursos correctísimos, incapaces de estimular nada sino la mera autocomplacencia. Ya saben, como en misa.

* Columna publicada el 6 de Marzo de 2019 en El Diario Montañés