jueves, octubre 26, 2017

Fantasía*



Muchas veces nos ofenden las señales de la historia porque recibimos de ellas una llamada a la quietud. Su visión nos acompaña como aquel esclavo que, en la antigua Roma, sostenía los laureles del ‘triumphator’ al tiempo que le advertía: “recuerda que sólo eres un hombre”. La historia embrida a los pueblos y a las generaciones. Hoy sabemos que la búsqueda de la pureza empapa la tierra de sangre.

Las soluciones revolucionarias parecen obvias hasta que se confrontan con el estudio. En las comunidades desarrolladas, las violencias son siempre equivalentes y las pasiones no justifican el establecimiento de categorías humanas. La civilización se forja en la sacralidad de la vida, ámbito que no debe traspasarse para alumbrar un paraíso irresistible; este es el trato.

El terrible siglo XX sirvió -o, por lo menos, eso creímos- para descartar las respuestas totalitarias a las crisis recurrentes. El mundo comprobó que el nacionalismo, la movilización de las masas, el sacrificio de chivos expiatorios y la implantación de dictaduras contribuían al hundimiento material y moral de los países.

Por razones de edad, nosotros no conocimos a los totalitarios en su entusiasmo juvenil. Los conocimos decepcionados, marcados por la derrota, sí, pero “nunca en doma”. Los crímenes cometidos en nombre de la ideología se aceptaron, en el mejor de los casos, como un error justificable, pero sus discursos estaban desactivados por la prosperidad de sociedades que parecían haber logrado el equilibrio entre libertad política y oportunidades económicas. La reactivación de los mensajes tribales aturde hoy al personal. Su éxito no era esperable en una época en la que la información y la cultura están al alcance de un clic.

La revolución no tiene nada que ver con la verdad, sino con el permiso para violarla. La revolución es una fantasía dirigida contra el otro. El revolucionario ataca el imperio de la ley desde la propaganda, igualando, por ejemplo, la legislación española con la de cualquier país autoritario (nunca la Cuba castrista, no se vayan a equivocar). Lo importante es negar su legitimidad, su crédito. La desobediencia no sería, por lo tanto, un delito, sino el honor de quien desvela una trampa. Desde esta lógica, toda respuesta del estado ante los atropellos (hoy, el independentista) constituiría una fórmula represiva a la que resulta obligado combatir.

El revolucionario no distingue la España constitucional de la franquista; no le conviene. Prefiere, por supuesto, mantener la memoria de la dictadura, su vigencia siempre actualizada desde ‘Madrid’, y celebra el desafío institucional más descarado que los ciudadanos hemos padecido durante los últimos cuarenta años: el de la periferia centrífuga. Eso sí, el revolucionario no es nacionalista (la sinceridad irrumpe donde menos se la espera). No apoya este golpe por razones sentimentales, sino desde posiciones meramente estratégicas que desgastan el derecho a cuyo sostenimiento en nada ha contribuido y que, por ese motivo, más desprecia: la libertad de la sociedad abierta.

* Columna publicada el 6 de octubre de 2017 en El Diario Montañés