viernes, septiembre 22, 2017

El relato*



En la vorágine de la era digital, aún sabemos que nosotros no iniciamos la historia, sino que nos sumamos a ella, incorporándonos, así, a la conversación de los mayores. Esta llegada nuestra produce alegría porque no irrumpimos desde el vacío. Como herederos de un país con pretensiones, pronto se nos ofrecen libros y películas, museos y aulas -acaso angustias- para trabajar las ideas con las herramientas oportunas. A veces, sin embargo, esta educación no basta y a algún neófito se le ocurre ensamblar las piezas de un modo propio, recuperando palabras o inventando un nuevo significado para el mundo.

La reflexión sobre lo que a todos concierne guarda siempre el peligro de una conclusión injusta. Hoy, los debates se espesan y da la impresión de que los conceptos son deliberadamente corrompidos para llegar a los mismos peligrosos lugares, pero desde un trayecto distinto que distrae al contribuyente. Es un fraude y se ha dicho. Pero esa firmeza en la crítica decae frente a los voceros de la beligerancia.

Algunos, pese a los insultos, rescatan los valores ilustrados, de la libertad y la igualdad, para denunciar la buena prensa de la que gozan quienes desprecian las instituciones. La causa tribal ha forjado un discurso que pretende despojar a las sociedades de su pluralidad, imponiendo símbolos y silenciando disidencias. En ciertos lugares, la oposición -ya estigmatizada- resiste. En otros, quedan tímidos rescoldos que, asumiendo la necesidad de una cobardía cotidiana, ya sólo esperan que los vencedores sean indulgentes.

El proceso catalán nos proporciona una visión concentrada de las posibilidades de derrumbe moral que trae consigo la apuesta por el nacionalismo. A estas alturas, no sorprende, pero asusta, la veloz renuncia al estado de derecho; la legitimidad que, incluso en 2017, pueden alcanzar las ideologías excluyentes. También, la rabia por la ocasión perdida de reconstruir una patria moderna (de ciudadanos libres e iguales, ya saben), tras una historia de pronunciamientos y rancias dictaduras militares.

No sabemos si España se perderá en el camino, pero la convivencia se ha roto en Cataluña. Eso sí: la asunción mediática del independentismo como un instrumento político capaz de erosionar aún más al maltrecho ‘Régimen del 78’ avergonzará al país en un futuro que es ya presente. Ojo, no deberíamos abrigar nuestras palabras con rencor o tristeza. La responsabilidad de quien escribe obliga a proclamar la esperanza, aunque lo pongan difícil.

La realidad, por ahora, va por otros caminos. La inversión ha sido equivocada, pero seguimos adelante para tener la fiesta en paz. Mientras tanto, los nacionalismos profundizan en su modelo insolidario, desoyendo a los tribunales, adoctrinando en las escuelas, diseñando una ruta de supremacismo tolerado. No existen argumentos para la independencia; únicamente la voluntad de frontera, el entusiasmo de banderas de combate para exhibir su ‘hecho diferencial’: el odio cocinado ante la indolencia de los gobiernos centrales y la complicidad de los revolucionarios. Este es el relato.

*Columna publicada el 22 de septiembre de 2017 en El Diario Montañés

viernes, septiembre 08, 2017

Fobias*



Conozco, por fin en persona, a R. en el nuevo piso santanderino de dos buenos amigos comunes. La lluvia de finales de agosto nos recoge a los cuatro en la sala de estar, rodeados de libros y con el vaso en la mano. R. es un hombre alegre que piensa y habla deprisa. Conversamos de muchas cosas; de la problemática relación entre los tres grandes monoteísmos, para empezar, asunto que domina y sobre el que ha escrito ampliamente en su celebrado primer libro. Se agradece el respeto, la plática razonable en plena efervescencia de los discursos inmediatos. Todos coincidimos en que la cosa pinta muy mal; el peligro yihadista es ya indiscutible y su desparpajo ha sorprendido a la siempre ingenua opinión pública europea.

R. ha leído mucho y ha viajado mucho. Sus experiencias le han permitido templar la sesera con frecuentes baños de realidad, alejándose, así, del cliché. Uno de los principales ingredientes de la actual amenaza, dice, es su compromiso con la destrucción de la riqueza cultural del Islam, su empeño en borrar cualquier matiz que discuta el férreo control fundamentalista. La vanguardia de la Yihad desprecia a Averroes, a Avicena o a Ibn Arabi y teme las maneras de una fe que brilló, hace algunos siglos, en Córdoba, en Damasco o en Bagdad.

La prioridad de la rabia genocida del Estado Islámico, afirma R., es tomar el poder en Arabia Saudí y en el resto de países de la zona, siguiendo el dicho de que “no hay peor cuña que la de la misma madera”. Los terroristas comparten la visión extrema del Islam que brota de Riad, pero los perturba la discordancia entre su lectura despiadada de la religión y la querencia vividora de sus gobernantes. Por ese motivo, los saudíes persisten en su hermetismo -sin estimular cambios que podrían resultarles traumáticos-, al tiempo que participan en el intento de oponer a este vendaval asesino de cuchillos y furgonetas un Islam ordenado y blanqueado (por ellos, desde luego) en Occidente.

La fórmula es astuta. El miedo a caer en la “islamofobia” previene al personal de enunciar lecturas negativas sobre el Corán o sobre la tradición religiosa que emergió tras su meteórica expansión. No se trataría ya, en definitiva, de reivindicar a Rumi o a Naguib Mahfuz frente a los terroristas, sino de contribuir a que ni siquiera sea posible expresar públicamente una opinión libre sobre el dogma sin ser severamente reprendido. A diferencia de otras fobias emblemáticas (homofobia, misoginia, todos los racismos), el término “islamófobo” estigmatiza a quienes critican un sistema de creencias. Muchos intelectuales sufren hoy siniestras campañas de desprestigio por, como dice el chiste, no ser partidarios. El riesgo más urgente: que la censura de los análisis provoque en nuestras sociedades avanzadas no el advenimiento de un Islam capaz de conectarse con la modernidad sino la aceptación sumisa de que todo vale mientras no nos maten.

* Columna publicada el 7 de septiembre de 2017 en El Diario Montañés