viernes, diciembre 18, 2015

La Fuerza*



A estas alturas de la campaña, la Junta Electoral Central aún no ha advertido del riesgo de celebrar unos comicios generales en España -con la que está cayendo- menos de cuarenta y ocho después del estreno mundial de ‘El despertar de la Fuerza’, la más reciente película de ‘La Guerra de las Galaxias’. La cosa puede ser grave. En primer lugar, parece poco probable que la tensión acumulada por los seguidores más entusiastas de la saga pueda eliminarse a tiempo para hacer un uso responsable de las papeletas y los sobres de nuestros ínclitos candidatos. ¿Cómo separar el grano de la paja, cabe preguntarse, con la retina saturada de rebeldes e imperios? Por otro lado, las comparaciones son odiosas.  

‘Star Wars’ tiene salero más allá del afán recaudatorio. Desde los años setenta del siglo pasado, cada generación disfruta de su trilogía, aunque algunos espectadores son más afortunados que otros. En última instancia, todo depende del espíritu de la época. Es interesante contemplar los cambios en el ritmo y en los materiales cinematográficos en estos casi cuarenta años: lo digital ha sustituido el quehacer artesano, aportando más espectacularidad al producto, al tiempo que su halo romántico se resentía. 
  
Para los guionistas, lo más difícil (y solo conseguido a medias), ha sido siempre conciliar los argumentos. La trama sugerente y misteriosa de los episodios IV, V y VI, donde se dirimía una riña familiar en las catacumbas de un conflicto interplanetario, fue ‘aclarada’ después a toda velocidad, y no sin altas dosis de verborrea, en la precuela -¿cómo olvidar a los tristemente famosos midiclorianos?-. Pocos han hablado, por ejemplo, de la gran metamorfosis de los jedis. Los administradores de la Fuerza pasaron de integrar un celoso club de anacoretas a convertirse en una casta de arrogantes funcionarios, con poder casi ilimitado y una peligrosa incapacidad para detectar conspiraciones.

Gracias a su recorrido ecléctico, ‘La Guerra de las Galaxias’ permite ser interpretada en clave política, con una carga de profundidad que, posiblemente, escapó del plan de sus promotores. Las películas exponen, con total crudeza, los límites de la mística en la gestión del mando. Los jedis funcionan mejor al desvincularse de las instituciones; es decir, en el combate moral, exterior y marginal. El Yoda inexpresivo de la precuela -un ser malhumorado e incómodo en su papel de aguafiestas oficial de la República- se convierte en una criatura rural, excéntrica y venerable en su exilio de Dagobah.


Es necesario que el luchador por la justicia, como dice Platón que dijo Sócrates, “viva como un simple particular y no como hombre público”. Resultaría, por lo tanto, perfectamente natural que, ante este panorama nada heroico, muchos españoles ‘de bien’ que gozan, en debates y tertulias, de los discursos de la ‘Nueva Política’, optaran por apoyar a candidaturas más tradicionales (aun en sus mentiras y corruptelas) para que la Fuerza no se extinga al pisar la moqueta.    

* Columna publicada el 17 de diciembre de 2015 en El Diario Montañés.  

viernes, diciembre 11, 2015

Flores*



No podemos saber si el niño descansa sobre las rodillas de su padre o si éste simplemente lo sostiene frente al muro de flores. El pequeño no se fía, eso está claro, y observa con preocupada atención el luto parisino. La cámara de ‘Le Petit Journal’ recoge la escena. “Hay que tener cuidado, dice, porque luego toca cambiarse de casa”. Los sentimientos brotan de manera natural; el miedo inspira la huida. “¿Comprendes por qué lo han hecho?”, pregunta el periodista. “Sí, porque son muy malos”. Hay una lectura inmediata, despojada de todo cinismo y de todo cálculo, que resulta ser la más certera: los asesinos son malos. El niño no conoce -no puede conocer- el entramado partidista que conspira entre bambalinas; la efervescencia del yihadismo y las crisis identitarias en la Europa del progreso. Eso lo salva. Su mente no acepta el mal, ni lo justifica.

El vídeo tiene interés porque muestra una reacción limpia. Lo importante es que se expresa sin pudor (y sin histeria) una inquietud sin atributos tras un golpe brutal. El niño no pronuncia citas de hombres muertos ni propone marsellesas. Desde su inocencia, que es, también, lucidez, puede, sin embargo, comenzar la educación. Ahí es donde aparece el padre, como la mejor secuela posible del discurso de su hijo. “Francia es nuestro hogar, dice, no va a hacer falta cambiarnos de casa”. El hombre habla con seguridad, pero el niño es un hueso duro de roer. “Sí, pero están los malos, papá”, le contesta, como queriendo decir: “¡Que no te enteras!”.

En ese momento, el padre se manifiesta como una figura beatífica. “Hay malos en todas partes”, afirma. Conciso, pero extraordinario. El hombre no engaña ni reconforta con fórmulas sedantes. No le dice, por ejemplo: “Tranquilo, a ti no va a pasarte nada, yo te protegeré”. El mal está en todas partes. Tú, heredero querido, vas a encontrarte muchas veces con el mal y deberás medirte con él, porque la huida no es una opción. Uno puede imaginarse a este hombre, dentro de unos pocos años, aconsejando con sensatez a su prole sobre los estudios o los amores. Todo va a estar siempre bien al lado de esta persona venerable.


Pero lo mejor está por llegar. El niño no se convence y contraataca: “Tienen pistolas y pueden dispararnos”. El padre se la juega: “Ellos tienen pistolas, pero nosotros tenemos flores”. En apenas unos segundos, avistamos el núcleo del problema. ¿Qué hacer? La frase del progenitor es arriesgada, pero inevitable. El muchacho, nuevamente, duda. “Pero las flores no sirven para nada…”. Su padre lo interrumpe. “Las velas y las flores sirven para no olvidar a los que se han ido”, asegura. En esa frase se resume la cultura; la siembra de valores, frente a la lógica del sacrificio. El hombre no consuela a su hijo; hace algo mucho más útil y valiente: le enseña la civilización. 

* Columna publicada el jueves, 10 de marzo de 2015, en El Diario Montañés.