miércoles, julio 31, 2013

Hoy comemos gazpacho

 

Paseo por mi ciudad bajo el sol. Camino, mientras pienso en comprar un libro y en la feria de arte contemporáneo que he visto el día anterior. Puedo permitírmelo. El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos. Esquivo turistas en pantalón corto y peleo contra la parte de mí que intenta convencerme de que nada merece respeto. Voy ganando. Reflexiono. Nada me impide establecer una conexión entre creación y verdad. El arte puede salvarnos. Negar la muerte. Esconder el mal. Ese tipo de cosas.

He llegado demasiado tarde a la librería y me la encuentro cerrada. No importa. Hace sol. En mi ciudad, la irrupción del sol es un acontecimiento esperado que nunca decepciona. Hay muchos turistas, perdidos, mapa en mano. Intento pasar a su lado de la manera más rápida posible. Pienso en una cerveza fría o en un refresco sin gas. Aún no sudo, pero no tardaré.

Pienso, con alegría, que negar el arte, su valor, es el retorno a las plantaciones de algodón. Rancho y un lecho de paja, como paga suficiente de aquí a la tumba. Me gusta el argumento. Es otro modo de posar la mirada. Comprender desde una perspectiva diferente. Emocionarse, indagar, sentir asco. Todo vale. Todo es bueno. Hace sol y trato de aprovechar mi último día libre. Hoy me siento orgulloso.

Soy joven todavía. Pienso en ello desde tierra firme, sin sentirme amenazado por la realidad, cruda e inmisericorde, de la tierra. La libertad fue, primero, abandonar el campo para, a continuación, luchar contra la fábrica. Esperar, en definitiva, que tus hijos tengan mejor suerte. Hoy ya se ha matado a Dios y se sobrevive con ciertas dosis de cinismo y una presencia moralista y cursi en las redes sociales. Un amanecer decepcionante, si quieren. No es éste el asunto.

En esa cosmovisión tiene cabida el arte, que es, sobre todo, un juego alimentado con tinta de periódico. Todo lo que no sirve es bien recibido. El deporte, la opinión y las ruedas de prensa de cualquier subsecretario. Siempre la promesa contra nosotros.

El arte sirve para alejar al pobre. Eso lo sabe todo el mundo. Una sensibilidad que nace del discurso y se desarrolla y cumple años al abrigo del banquero. No es poca cosa. Luego, esos albores del siglo XX, que alumbraron al artista solo, convencido de tener algo que decir. Como todos nosotros.

Pero, de pronto, una pareja de ancianos llega con su hija en silla de ruedas. Algún tipo de parálisis cerebral. Me cruzo con ellos justo en el momento en que la mujer se inclina y susurra a la niña: “hoy tenemos gazpacho”. Suena a fiesta. Quizás es su plato favorito o, simplemente, algo bueno. Me pregunto qué tipo de discurso, de creación, de performance, de poema, de obra de arte, puede superar a un gesto cotidiano, de quien promete un futuro próximo de alimento y frescura. Creímos que el arte era fuego, un violento terremoto o una herramienta para el cambio político y social. Hoy es una página más del día a día, acaso más cruel, por cuanto supone jugar a la sofisticación, a la revuelta, desde una sala.

Nuestra época se caracteriza por el cierre de las puertas. El arte no existe. O es repetición, o un grito que no llegan a su destinatario. No puede competir. Nunca ha sido más que propaganda. No se eleva hasta el amor y juega al deicidio.  

Estamos muy lejos de casa. He caminado demasiado rato. Ahora siento sed. El sol continúa furioso en las alturas. Me reconforta pensar que puedo estar, de nuevo, equivocado.
 
 
 

jueves, julio 25, 2013

El Silencio

Es un día, como otro cualquiera, para pensar la muerte. Lejos de aparecerse como un motivo para la cháchara y la exhibición sentimental, exige silencio y campanas, recomposición de las seguridades. De pronto, golpea como una ventana mal cerrada en plena corriente.

Casi ochenta personas murieron ayer en Santiago de Compostela.

También se fue un amigo al que no veía desde hace algún tiempo. Sus cosas permanecen en el mundo, como una mueca contra el consuelo.

Su número en mi teléfono, su ropa en la casa. Su olor, probablemente, en todas partes.

No hablaré de la tristeza, no hay nada que decir. La muerte establece las coordenadas que infantilizan cualquier decisión y cualquier acto. Convierte una escena frívola en densa eternidad. La promesa, en un vacío. Todo esto ya se ha dicho antes.

Antes, digo, cuando la fe imponía silencio y campanas. Y vestidos negros. Y velas que encender junto a un lecho ordenado. Esa intensidad de la tierra que reclama su parte, la impertinencia de la metáfora, que siempre se queda corta. Entonces había amarras.

La juventud, que hace de la tumba un sueño. ¿Qué decir?

La muerte se exhibe mientras una pareja se besa en una terraza o los niños juegan en un parque. Nada se le resiste y el arte no funciona.

Nadie puede aprender del silencio. Esa paradoja que nos define. 

Y lo más cruel. Todo está donde debe. “Dentro la vida y la muerte/ la nieve cae incesantemente” (Santôka).