viernes, enero 29, 2016

Atticus*



El abogado Atticus Finch, sentado frente a la puerta del calabozo, hojea un libro, alumbrándose con una lámpara de pie. Lo veo desde mi butaca, en el salón de actos de la Escuela de Náutica, sede de la Filmoteca Universitaria. Observo a Atticus (a Gregory Peck) mantener la calma mientras un grupo de hombres armados -ciudadanos del pueblo de Maycomb, Alabama- se le acerca con perversas intenciones. La cosa no pinta nada bien. Finch defiende a un hombre negro, Tom Robinson, acusado de violar a una mujer blanca. La celebración del juicio es inminente y el resto del vecindario lo considera un trámite superfluo. Esa gente viene a linchar al prisionero. Atticus Finch tratará de evitar la injusticia, pero está solo y no lleva revólver.

Pese a que la historia de ‘Matar a un ruiseñor’ transcurre en Estados Unidos durante la Gran Depresión, la escena incorpora el ingrediente principal de cualquier relato del Wéstern: el protagonista está solo frente a la muchedumbre hostil y cobarde. Desde una asunción equilibrada de los defectos de la sociedad, el héroe acepta su misión, convencido de sí mismo, a pesar de los prejuicios locales. Hasta hace unos pocos años, gracias a los libros y a las películas, nos confrontábamos con figuras modélicas, acaso exageradamente honradas, que, con extraordinario empaque, ofrecían protección contra el cinismo. Eso ya se terminó.

“No bebas agua muy fría después de hacer deporte”, me decía mi madre cuando era niño. “Mira lo que le pasó a Felipe el Hermoso”. Los peligros del contraste. Veo la película de Robert Mulligan, basada en la novela de Harper Lee, mientras se desarrolla el juicio por el asesinato de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco. Las acusadas, Montserrat González, su hija Triana Martínez y Raquel Gago, no se parecen a Tom Robinson. Visto lo visto ayer, tampoco sus abogados actúan como el ilustre Finch. Es descorazonador comprender que, a menudo, la realidad tiene poco que ver con la salvación de un inocente; apenas se trata de explicar, con mayor o menor precisión, un hecho siniestro. Palpar la verdad bajo el fango. El presente nos invita a creer que no hay ninguna diferencia entre combatir el mal y obviarlo, que la sociedad es tan compleja que resulta inútil pedirle escrúpulos. Así, Atticus podría haberse apartado de la puerta.

También la política hace su aportación al derrumbe moral de los países. Sobre todo, en esta España pública donde no abundan los Atticus Finch. “El pueblo, con sus votos, pide diálogo a los partidos”, dicen. Ojalá. Es, precisamente, lo contrario. Lo que vemos en el Congreso de los Diputados no es la representación de la sana pluralidad, sino la batalla entre fuerzas antagónicas que se fundamentan en el odio al contrincante y en el cálculo más obsceno; la proyección institucional de un país que no quiere seguir siéndolo. Y sin héroes a la vista.

*Columna publicada el 28 de enero de 2016 en El Diario Montañés. 

viernes, enero 15, 2016

Un vuelo de pájaros salvajes*



Uno lo disfruta y, modestamente, trata de entenderlo. No basta con la quietud en la butaca, la atención a lo que el artista ejecuta sobre el escenario. Hace falta algo más hondo, “la gracia del instante”, de la que hablaba Herbert von Karajan. Para sentirla, es necesario educarse en la cultura del esfuerzo más allá de la diversión extraescolar. No puede saberse, por lo tanto, qué porcentaje de la multitud que abarrotó el pasado 4 de enero el Teatro Casyc de Santander comprendió todo lo que allí vio y escuchó. La Orquesta Juvenil Ataúlfo Argenta ofreció su concierto de año nuevo a beneficio de Cáritas ante un público formado mayoritariamente por amigos y familiares, que expresó su felicidad con aplausos y cariño. Algunos bebés lloraron del susto (demasiado pequeños para un espectáculo de estas características) y hubo que sacarlos de la sala.

La música clásica exige compromisos. Desde que un niño toma un instrumento por primera vez, las responsabilidades se acumulan. Algunos abandonan muy pronto, aturdidos, quizás, por la falta de tiempo libre. No siempre apetece, imagino, producir belleza. Los espectadores nos asomamos al concierto y lo vemos ya todo en orden: los músicos perfectamente ataviados, el sonido limpio que brota cuando el director lo reclama. Pero esa es solo la consecuencia, la última estación en un trayecto largo, que implica ensayos a deshora, madrugones y muchos nervios.

El maletero del coche familiar sustituye, durante un tiempo, las toallas y la sombrilla por el violonchelo o el contrabajo. Los padres observan a sus hijos crecer y superarlos, no sólo en centímetros, sino en conocimiento. La parentela es incapaz de leer una partitura; de ella extrae el niño notas y ritmos. El orgullo es inmenso. La orquesta carece de un lugar fijo para ensayar -el Teatro Casyc le cede su espacio cuando no está ocupado- y todos los gastos corren por cuenta de los músicos y sus progenitores. Que tomen nota las instituciones, tan pródigas en cualquier cosa que no huela a cultura.



Y llega el día del concierto. El ecléctico programa incluye la ‘Cuarta Sinfonía’, de Beethoven y la ‘Suite 2000’, de Rafael Osuna, así como las emblemáticas ‘El Danubio azul’ y la ‘Marcha Radetzky’. El público participa -cuando lo indica el entusiasta director, Hugo Carrio- y comparte los momentos más festivos del evento con risas y vítores.


Son alrededor de cuarenta intérpretes, acompañados por varios coros infantiles de la región. Los espectadores hemos llegado al final, en la desembocadura de su empeño; en el preciso instante en que ese bullicio de chicos y chicas (de preadolescentes a universitarios) abandona las preocupaciones propias de su edad para convertirse en un solo cuerpo que produce música. Tan simple y tan trabajado. Fue también Karajan quien definió la orquesta como “un vuelo de pájaros salvajes”. A eso quisieron parecerse los jóvenes de la Ataúlfo Argenta el pasado 4 de enero en Santander. 

*Columna publicada el 14 de enero de 2016 en El Diario Montañés.

miércoles, enero 13, 2016

Mundo sin Bowie*



Para el escritor y sacerdote católico Pablo d’Ors, el mal constituye el gran desencuentro del ser humano con la divinidad: mientras los mortales no aceptamos el dolor y la muerte, Dios sí parece hacerlo. Bajo ese silencio monumental al que los gritos de los hombres dan sentido -según afirmaba Saramago-, acumulamos los días. Se celebran funerales, pero las tiendas siguen abiertas. Nada concluye a nuestro paso, todo continúa sin interrupción o congoja, como en una procesión donde ningún cofrade es insustituible.

Se ha muerto David Bowie y podría parecer ridículo lamentar su pérdida en estos tiempos de histeria generalizada y escarceos prebélicos, en los que el placer que proporciona la cultura es acusado del peor crimen imaginable: la frivolidad. Es más grave en España, donde todas las ortodoxias se defienden con una impactante mezcla de pasión y cinismo. Aquí, todos están de vuelta. “¿Me vas a hablar tú de Bowie?”.

Que ya no nos queda espíritu nadie puede negarlo. El cantante británico pertenecía a otra época, cuando el color y el maquillaje, los ritmos nuevos y el escándalo calculado alimentaban el negocio. ¿Qué podría hacer hoy Ziggy Stardust en plena dictadura del falso escepticismo? Bowie llevaba casi una década alejado del meollo. Salvo sus dos últimos discos -‘The Next Day, de 2013, y ‘Blackstar’, publicado el pasado 8 de enero-, poco más se supo de él. Los años de la exageración habían pasado.


El autor de ‘Absolute Beginners’ guardó silencio un poco antes del fin del mundo, es decir, del inicio de la gran crisis de las hipotecas ‘subprime’ en 2007. Quizás, haciendo mutis se libró del naufragio posterior. David Bowie ya no está en este planeta. Aquí nos quedamos los demás, con el ‘Chapo’ Guzmán, por ejemplo. O con el Estado Islámico. Esto no hay dios que lo entienda.

*Columna publicada el martes, 12 de enero en El Diario Montañés.  

sábado, enero 02, 2016

Esperanza*



Uno se pregunta por qué sucede cada mes de diciembre, cómo es posible que las ausencias en la mesa y los malos recuerdos asociados a estas fiestas no las pongan en suspenso. Hay, es indudable, un ingrediente de melancolía, un peso que, año tras año, gana terreno a la ilusión. No se trata de un estado de ánimo excepcional o minoritario. Muchos encaran la Navidad como quien soporta un resfriado con paracetamol y paciencia. Otros se refugian en la responsabilidad de elegir menú.

Durante dos semanas, las calles dejan de pertenecer al paseante. Las fachadas se iluminan y los escaparates se engalanan para el celo. Resulta interesante comprobar la distancia entre la artificial llamada a la alegría y lo que realmente importa. Es una imposición que permite a las familias acotarse a una coreografía, a un deber. Pensar recetas, escoger la ropa y los regalos; comunicarse. Quizás, está bien que así sea, que las relaciones afectivas no dependan exclusivamente de una elección o de una riña. Sentarse a la mesa y repartirse el turrón como si nunca nada ocurriese antes y después de esa fecha. El poder del rito cuando ya no puede representar nada más que el acto preciso de compartir mantel.  

Esta ya no es una fiesta cristiana, pero sigue siendo profundamente religiosa. Al celebrarse, los comensales fingen que nada ha cambiado. Las aventuras del curso, los planes muy lejos de casa, se interrumpen durante un tiempo; el suficiente para comprobar que todo sigue en su sitio, que el naufragio que trae consigo la edad adulta no ha apagado para siempre el calor del hogar, el amor de los padres o los abuelos. Que, en definitiva, quedan rescoldos que aprovechar un año más.     


Ya no existe el fervor. Nadie espera que “Jesús nazca en nuestros corazones”. Eso tranquiliza. En el siglo XXI, gozamos, por fin, de la posibilidad de mostrarnos taciturnos entre villancicos. Ni siquiera domina el consumismo, como muchos aseguran. No se trata de eso. Lo que destaca estos días es la quietud. Cada Navidad, celebramos la posibilidad de otras que han de venir. Celebramos la esperanza. 

* Columna publicada el 31 de diciembre de 2015 en El Diario Montañés.