martes, mayo 19, 2020

Vulnerables*



No se engañen, esto no es ninguna novedad. Lo que ustedes experimentan -la fragilidad en todas las cosas, la incapacidad del presente para alumbrar un futuro apetecible- no es fruto del coronavirus. Llevamos ya mucho tiempo de esta guisa: unos, empeñados en sostener el sistema; otros, comprometidos con la revolución. La mayoría, ay, padeciendo estos años en los que se promete la Parusía a cada momento.

La historia ha dejado de tener empaque; todo se ha vuelto complejo y difuso, con la asunción de la precariedad y la total ausencia de asideros materiales y, faltaría más, espirituales. Definitivamente volados los elementos comunitarios, la querencia grupal se alivia únicamente con espectáculos y manifestaciones a favor de esto y en contra de aquello. Poca cosa para una especie, la humana, que siempre rezó y murió en compañía.

La Covid-19 no ha ayudado precisamente a quitarnos de encima una angustia sin parangón desde la Segunda Guerra Mundial. No estábamos acostumbrados a las muertes masivas, ni al tono agorero en los políticos y los medios. Hemos atravesado muchas temporadas de crispación parlamentaria y crisis económicas de muy diverso tipo (apenas habíamos descansado de la última cuando nos llegó el confinamiento), mientras la atención a los afanes del día nos impedía atender a la erosión de la libertad y la democracia.

Nuestros semejantes han ido perdiendo poco a poco la autocomplacencia de vivir en el mejor de los mundos posibles y la fe en los grandes discursos. Prolifera hoy una mezcla siniestra de cinismo y urgente espíritu reformista que alimenta los comportamientos más dogmáticos. Al mismo tiempo, desaparece la crítica entre tanta información dispar e interesada. Llegó el aburrimiento.

Por ese motivo, la primera etapa de euforia solidaria ha durado tan poco. A medida que la movilización se tornaba gestión burocrática, comenzaron las suspicacias, el malestar del encierro y los linchamientos de balcón. Y es que resulta imposible convencer al ciudadano de que hoy existe un bien mayor que justifique la renuncia. Porque ese bien mayor, dicen los partidos y los tertulianos, es la política; la sobreabundancia de portavoces proclamando las virtudes del mando. Y, claro, ahí no hay gracia ni hay duende.

Somos vulnerables, quizás más que en ningún otro siglo, porque nuestra vulnerabilidad brota de la pérdida del propósito. ¿Qué plan humano resiste a un mundo digital ocupado en combatir la pandemia? ¿Qué pueden significar la literatura, el arte o la música cuando hoy todas estas actividades militan o se venden? Quedamos, en resumen, como carne que alimentar; como cifras del paro, como enfermos sin respirador. No se preocupen por tener miedo, no se alarmen tampoco al comprobar que eso ya no importa.

* Columna publicada el 14 de Mayo de 2020 en El Diario Montañés

miércoles, mayo 06, 2020

Velo de las naciones*



En su famosa ‘Biblia del peregrino’, el jesuita Luis Alonso Schökel, importante estudioso y traductor de los textos sagrados, describe a Isaías como “el gran poeta clásico”. Para el lector agudo, esta coincidencia vocacional no puede resultar extraña: el poeta y el profeta coinciden en el uso audaz del lenguaje; en la exploración de sus límites. Que sea Dios o la nada lo que aguarde al otro lado, en realidad, poco importa.

Schökel destaca el desapasionamiento de Isaías -“apenas asoma la emoción en sus poemas”-, su rigor y concisión. Es la palabra justa la que confiere autoridad al verso, no la floritura o el adorno. Fijémonos en el capítulo 25, según la traducción del propio Schökel: “Arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones; y aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjuagará las lágrimas de todos los rostros…”. No hay exégesis posible, dogma o teología; únicamente, esperanza.

¿En qué consiste este velo del que habla Isaías? Evidentemente, la promesa parte de la concepción incompleta del ser humano. Su caducidad biológica, el miedo al otro, el esfuerzo inútil. Todo ello se entromete como un velo que, asegura el profeta, puede ser arrancado. La confianza, en definitiva, en una humanidad dispuesta a superar las injusticias en plenitud y verdad.

En nuestro mundo, sin embargo, este velo parece tejido con un arte sofisticado que apenas deja espacio para que lo atraviese la luz. La confusión espolea al malvado. Las palabras del político y el propagandista, las noticias que no lo son, los ataques para evitar la autocrítica. Y gente aplaudiendo en los balcones mientras el poder engorda y se expande.

* Columna publicada el 29 de Abril de 2020 en El Diario Montañés