viernes, diciembre 28, 2018

El honor de Príamo*



Salvo el miedo, nada parece haberse conservado de la otrora brava civilización occidental. El miedo es un rasgo evolutivo que impide, entre otras cosas, la atracción del ‘balconing’ o las negligencias incorregibles. Los temores, sin embargo, parecen multiplicarse en la era digital, acaso provocados por la presencia cotidiana, constante, incansable, de los otros.

Que ya nadie hable de la libertad en los discursos públicos, ni se reivindique la autonomía individual en la relación con los poderes, anuncia una nueva era de colectivismo a la que ya sólo queda elegirle color. Las palabras pesan cada vez más, el matiz se deshace antes de ser dicho para no chocar con el muro de las militancias. ¿Miedo? Claro, mucho.

El asesinato de Laura Luelmo, por ejemplo, ha despertado, junto a la justa ira de las personas de bien, una querencia por el espectáculo más necrófilo: a Luelmo un miserable le arrebató la vida, pero otros se apropian hoy de esta trágica historia con fines propagandísticos. La pérdida de la identidad, la expropiación de los nombres propios, privados, convertidos en munición, es un preludio de la voladura total de la convivencia.

Ante eso, poco puede hacer ya nadie para salvaguardar la escasa legitimidad de las instituciones. Pervertidos por la corrupción y la mediocridad de los partidos políticos, los fundamentos democráticos languidecen; los esfuerzos por reivindicar la presunción de inocencia, la libertad de expresión y la posibilidad de disentir de los mantras dominantes son en vano ante los abanderados de la “transformación social”.

La proliferación de portavoces políticos autoproclamados -los nuevos catequistas de las redes-, guardianes del mensaje supuestamente más puro, siembra el terreno público de eslóganes y campañas que dirigen el foco en un sentido o en otro. Hay cosas que pueden decirse; elementos identitarios o sexuales que vale la pena destacar. En definitiva, fobias bien vistas en este nuevo siglo que prometía terminar con todas ellas. Ojalá pronto la familia de Laura Luelmo pueda recoger su nombre como Príamo recogió el cadáver de Héctor, arrastrado públicamente por su verdugo, Aquiles, exhibido como un trofeo o una advertencia. Y puedan ellos, por fin, llorarla.

* Columna publicada el 26 de Diciembre de 2018 en El Diario Montañés

jueves, diciembre 20, 2018

Tapiocas*



Algo ha debido de pasar en el planeta que nos hemos quedado sin dictadores. Poca broma. Quizás sea cosa del cambio climático, que habría borrado a los tiranos como hace con todas las especies vulnerables. ¡Cuántas veces nos habrán avisado los científicos del apocalipsis que vendrá por la extinción de las abejas! Con ellas aún hay esperanza, pero lo de los dictadores tiene peor pinta.

Como no soy un experto, sólo puedo quejarme de este paisaje yermo. Sin un Fidel o un Pinochet domando a las fieras, como que falta algo, ¿no les parece? La rectitud del mostacho, esas gafas oscuras, el sable del coronel. Y no me negarán la emoción de un buen desfile y del paso de la oca con el que los uniformados nos decían “mirad cómo aplastamos el ‘habeas corpus’”. Era muy emocionante.

Lo he dicho en alguna otra parte: qué lástima no haber podido vivir los tiempos de los dictadores. Teníamos uno en España, pero se nos marchitó de viejecito. Nuestros padres y abuelos lo vieron menguar hasta casi desaparecer en el balcón del Palacio de Oriente. Hoy no hay dictadores; no los busquen. ¡Jesús, María y José, si los hubiera o hubiese! ¿Se imaginan a los políticos de ahora en la trinchera, defendiendo la libertad de todos? Yo tampoco.

El inolvidable Franco lo expresó, al menos, una vez: no hay mal que por bien no venga. Pasaron los días de zozobra. Ahora todo es gestión y negocios. Insisto, lo más cercano a un dictador, ya lo saben, descansa, exactamente, a cincuenta y ocho kilómetros de Madrid; en el Valle de los Caídos, esa fortaleza desde donde, según dicen, el pequeño cruzado aún inspira al personal.

Nada queda del estilo Tapioca de San Theodoros. El planeta, finalmente, se ha civilizado y no es un crimen confortarse con la amabilidad de los nuevos jerarcas: esa venerable presencia de Alí Jamenei, la sonrisa de Mohamed bin Salmán o el empaque de Xi Jinping, que bien merece la llave de la capital que le ofrece doña Manuela. Oiga, pero, ¿y la represión? Calle, no se me ponga ‘vintage’.

* Columna publicada el 12 de Diciembre de 2018 en El Diario Montañés

jueves, noviembre 29, 2018

Tomados de uno en uno*



Para contemplarlo, hay que recorrer antes todo el enorme recinto del Museo del Vino, en Briones. Comparte espacio con otras obras de postín y no destaca entre el resto de homenajes al fruto de la vid y del trabajo del hombre. Adrián, el guía, nos ha explicado el sentido de la institución; un tributo, desde La Rioja, a la cultura vinícola del mundo. Yo, que iba más o menos a la aventura, quedé gratamente sorprendido del sólido orden de lo expuesto para la comprensión del neófito.

Pero estaba hablando del final del recorrido, cuando la información sobre el funcionamiento mecánico de la bodega deja paso al estudio del impacto del vino en la civilización. Esculturas dedicadas al dios Baco y elementos funerarios egipcios preceden a la colección de arte contemporáneo, en la que, junto a pinturas de Juan Gris, Chagall o Tàpies, descubrimos la obra ‘Entre dos luces’, un óleo de Sorolla fechado en 1898.

Frente a sus cuadros más emblemáticos, que reflejan de manera incomparable la luz mediterránea, este óleo solitario corresponde, según nos relata el guía, a su etapa costumbrista, donde Sorolla se centra en la reproducción exclusiva de tipos humanos. La visión de la escena no deja lugar a dudas; lo que brota del lienzo es, en verdad, casi un arquetipo: un hombre sonriente y desdentado sostiene con firmeza un porrón de diseño levantino -con el pitorro, a diferencia de la rectitud conocida en otras partes del país, levemente curvado-.

Pensando en el hombrecillo del porrón, y en la muestra que prepara el Thyssen para el mes de febrero de 2019 sobre Balthus, recuperé, de pronto, mi intermitente querencia por el arte figurativo; esa atracción por el misterio de la representación del individuo en los cuadros mejores. Balthus, al igual que otros artistas, como Lucian Freud, plasmó la perturbadora individualidad del siglo XX y la extrañeza ante el contradictorio desafío de la carne. En el documental ‘Painted Life’, producido por la BBC, Esther, una de las muchas hijas de Freud, que sirvió como modelo ocasional de su padre, definía de esta forma el trabajo del creador: “no pintaba una imagen de mí, sino lo que yo era en realidad”.

Quizás, el arte cumple su función al permitirnos imaginar lo que esconde. La posibilidad, en definitiva, de la invención, del camino propio más allá de la propaganda o el significado puramente comercial. Un hombre, desde luego, conserva algo de todos los hombres, pero el artista tiene la obligación de rescatarlo del rebaño.

Escribió el poeta Goytisolo: “Un hombre sólo, una mujer/ así, tomados de uno en uno,/ son como polvo, no son nada”. ¡Quién pudiera decirle hoy a José Agustín que no, que lo son todo; que no hay nada más sagrado que una persona única! Podríamos decírselo también a Yolanda Domínguez, directora de la campaña ‘Hola, soy tu machismo’, que renuncia a la individualidad por la revolución.

* Columna publicada el 29 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés

viernes, noviembre 23, 2018

Utopía en Alsasua*



Resulta sorprendente, y a la vez perturbador, comprobar cómo las experiencias políticas fallidas y el escandaloso número de muertos no han privado a la utopía de su funcionalidad y prestigio en este aún púber siglo XXI. Muchos opinan, a este respecto, que la querencia utópica siempre ha formado parte de la naturaleza del ser humano, incapaz de conformarse con los límites y decepciones de la vida. El individuo, simplemente, no puede dejar de proyectar una respuesta más limpia y justa a la mediocridad del mundo.

Quizás, precisamente por ese ir en contra del caos que parece traer consigo la obsesión por el crecimiento económico descocado -sueldos precarios, inseguridad familiar, falta de asideros espirituales-, la sociedad mantiene bien sujetas las ideas antiguas, es decir, el romanticismo de la placidez rural, aquella estampa de vecinos que se conocen y se tratan en pequeños ámbitos no contaminados.

La contaminación es importante para comprender la utopía. Las fantasías de la política-ficción pasan, en general, por el rescate del municipio (cuanto más pequeño, mejor) como espacio que compartir frente a la maquinaria del estado y las grandes fábricas. El gusto, en definitiva, por las costumbres de perfil bajo al más puro estilo Hobbiton.

Para alcanzar el territorio de la utopía es necesaria, por supuesto, una ruptura. Todas las grandes propuestas de organización social requieren, al parecer, violencia y piedras que vuelen, beligerantes, en una misma dirección. Al otro lado, sin embargo, suelen estar quienes, hasta fechas recientes, han sido conciudadanos, previa y convenientemente deshumanizados. La reacción -o la revolución que, en este caso, viene a ser lo mismo- no escatima en armas ni en cadalsos.

El programa máximo se resume, por tanto, en la primera persona del plural; en un “nosotros” depurado de elementos provocadores. En la historia tenemos ejemplos a puñados. No citaré ninguno por aquello de no banalizar. La reacción revolucionaria (o la revolución reaccionaria) dirige su rabia contra la ciudadanía, concepto incompatible con la parálisis ideológica. Esa parálisis incuba orgullosos monstruos, como tuvieron ocasión de comprobar los organizadores del acto de España Ciudadana en Alsasua. Los Savater y compañía fueron recibidos con insultos, piedras y campanas parroquiales, en un talante medieval muy de leyenda negra (en esta coyuntura, antiespañola). Las imágenes despertaron, una vez más, la envidia de los militantes de la izquierda transformadora en el resto del país, que ven en Alsasua la pequeña e ideal localidad utópica, libre de contaminación “estatal”, donde se cumplen sus sueños más inconfesables de limpieza y mando.

Desde luego, estas preferencias patológicas se parecen mucho a las de cualquier genocida con pedigrí. Pero eso ellos ya lo saben y no les importa en absoluto. ¿Sobrevivirá la ciudadanía a los envites de estos viejos totalitarismos que pretenden ignorarse gracias a la proliferación de la incultura? La cosa está difícil porque el ciudadano es siempre un extraño y, en realidad, el poder político prefiere a los lugareños.

* Columna publicada el 14 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés

jueves, noviembre 08, 2018

Iluminados y fanáticos*



Uno echa de menos, a veces, la misa. Dicen que es lo más normal del mundo porque la vida adulta se justifica hoy en un alejarse de las rutinas del pasado. La eucaristía no se sostiene, para la fe del carbonero, sobre páginas de teología o encíclicas romanas, sino en el drama que se representa insistentemente contra el tiempo. Los cristianos acuden a las parroquias para dar cuenta de los años vividos y entregar su parte del botín de la salud conquistada. Como cualquier vehículo que avanza sin obstáculos con el piloto automático puesto, así el cristiano reserva la mañana del domingo para el Señor.

Los pensadores modernos han destacado siempre la supuesta hipocresía del feligrés. La prueba del fraude, según esta crítica, radicaría en el comportamiento gregario del personal, en las prisas por irse a tomar el vermú. Había razones para la sospecha: las oraciones dichas rápido y mal, la paz que se da sin ganas, ese padrenuestro de carrerilla o la homilía somnífera, repleta de tópicos y guiños incomprensibles al enrevesado dogma. Yo, sin embargo, pienso que la palabra era entonces -quizás lo siga siendo- lo de menos. La atención al mensaje no era imprescindible, por ejemplo, en la misa de doce (¿o era de las doce y cuarto?) en la Compañía. Lo importante era estar; interrumpir las apetencias del cuerpo el día de descanso, entregar media hora a las Alturas y al recogimiento. Luego, eso sí, el sándwich de jamón y queso en La Madrileña, que quedaba enfrente.

La derrota de la Iglesia en las ciudades occidentales coincide con el regreso voraz de las palabras. El papado había sido, durante siglos, enemigo declarado de la palabra como fundamento de falsos profetas. La Sola scriptura protestante había roído el compromiso católico contra la verborrea y la memorización integristas. En Estados Unidos, país fundado por disidentes religiosos, la proliferación de iluminados y fanáticos fue, desde siempre, motivo de cachondeo general, pero aquí, en Europa, las cosas tienen mucho menos brillo.

La renuncia del viejo continente a sus raíces judías y cristianas -y, por lo tanto, a la sacralización del tiempo- crea las condiciones para que las palabras contraataquen. Las redes sociales, esos templos virtuales sin cimientos pero con gárgolas, proyectan las manifestaciones más descaradas de la fanfarria. Y, entre col y col, totalitarismo: control del lenguaje, relatos supremacistas, voladura de la presunción de inocencia, yihad y naciones sin estado; en resumen, un nuevo adanismo perturbador. Yo, lo confieso, cuando tiendo la ropa o plancho, me pongo YouTube de fondo con alguna conferencia de Zakir Naik, de Pedro Varela, o de Cao de Benós -o alguno de los ‘Fort Apache’ pendientes-, y se me caen los calcetines del asombro por encontrarme ante tantísimos discursos sin moral. Pero, rápidamente, me repongo y vuelvo a echar de menos aquellos mediodías de domingo en la Compañía, con homilías perfectas para no prestar atención.

* Columna publicada el 31 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés

sábado, octubre 20, 2018

Jacques Brel: cuarenta años de ternura*



El cantante belga murió el 9 de octubre de 1978 tras publicar ‘Les Marquises’, su legado artístico y moral



“Me largo, eso es todo”. En 1966, Jacques Brel anunció su retirada de los escenarios. No dio ninguna explicación. Un año más tarde, el 16 de mayo de 1967, tras cumplir sus compromisos profesionales, cerró la gira de despedida con un concierto en el Casino de Roubaix, en el norte de Francia, cerca de la frontera belga. Fue la última vez. Muchos han querido descifrar desde entonces el misterioso mutis del cantante; algunos -es el caso de su amigo Georges Brassens-, destacando el agotamiento de Brel como preludio de la enfermedad que acabaría derrotándolo. Otros, más perspicaces, interpretan su decisión como un acto de ruptura. Es muy posible que la seguridad de haber alcanzado el pleno dominio de sus facultades artísticas lo convenciera para no acomodarse en una fama plácida.

Ya había dado muestras Brel de su talento para rebelarse contra cualquier espejismo de respetabilidad. Así, en 1953, después de tres años de matrimonio con Thérese Michelsen, ‘Miche’, siendo padre de dos hijas (la tercera nacería en 1958) y bien colocado en la empresa familiar, abandona Bruselas y se traslada a París. Atrás quedan la vida medida y la inercia del deber. La celosa y, a menudo, cruel defensa de su libertad lo devuelve a la intemperie en 1967; pero esta vez ya no supone un riesgo. Los derechos sobre su obra le proporcionan pingües beneficios. Es el sueño del rentista.

Tras algunos años probando fortuna como actor de cine y teatro musical (‘El hombre de La Mancha’), las cosas acaban torciéndose. En 1973, rueda su segunda película como director, ‘Far West’, que será un fracaso. Pésimamente recibida en Cannes, de su banda sonora emerge, sin embargo, una de las perlas del cancionero breliano, ‘L’enfance’, que reivindica la niñez como ámbito de la imaginación irreductible: “… los adultos son desertores,/ todos los burgueses son indios”. En su biografía del cantante, publicada en 1987, José Luis Atienza Merino recoge unas declaraciones de Brel al respecto: “Pienso que hay cantidad de hombres de mi edad que tienen una auténtica falta de infancia que compensan, en general, con el éxito o con las mujeres. Pero creo que ya no juegan a los ‘cowboys’ ni a los indios y eso se echa en falta”.

La decepción se hace patente. Su obra discográfica parece definitivamente concluida y sus pinitos en la interpretación no terminan de dar fruto. Por otra parte, ‘Miche’ y sus hijas se han convertido en perfectas desconocidas. En plena madurez, otra mujer ha llegado, mientras tanto, a su vida: la actriz guadalupeña Maddly Bamy. Ella será, a partir de 1971, la última pareja del cantante.

Paraísos
Sueltas las amarras familiares y profesionales, sin proyectos a la vista, Jacques Brel quiere catar la vida del aventurero. En compañía de Maddly y, al principio, de su hija France, embarca en julio de 1974 en el ‘Askoy II’, un velero con el que pretende dar la vuelta al mundo. Poco dura, sin embargo, la brega en el océano. Al atracar en Canarias, experimenta los primeros síntomas del cáncer de pulmón.

En esos días, escribe una intensa carta a su esposa ausente. Hay frases que no tienen desperdicio: “Es cierto que, aun estando demasiado enfermo, me queda toda una salud que no me autoriza a vivir como burgués” (…) “Estimo tener derecho a perecer en el mar antes que sucumbir en el salón”. Después de este ejercicio de verborrea adolescente ya está todo dicho. Es la hora, parece, de morir.

Siguiendo las huellas de Paul Gauguin, Brel y Maddly escogen el Pacífico como su último destino, instalándose en Atuona, isla de Hiva Oa (Las Marquesas).  Allí, el cantautor se ajusta al ritmo insular, asumiendo conscientemente su quietud paradisiaca. Pero la rutina no enmudece al artista. Resulta inverosímil creer que Brel, tan sensible a las cosas sutiles, no vaya a exprimir todas sus recientes experiencias. Han sido demasiadas las aventuras y los sinsabores de los últimos años; demasiado sugerente también el paisaje de Las Marquesas, que se erige frente a él como un dios benefactor. Con la guitarra como único acompañamiento, Brel da a luz una veintena de canciones y decide volver a París para vestirlas. Será su primer disco en diez años; el decimotercero y último de su carrera.



Su regreso a la capital francesa, en el verano de 1977, intenta ser discreto. Se hospeda, con nombre falso, en un hotel cercano al Arco del Triunfo y el 5 de septiembre comienza, en secreto, las sesiones de grabación. Mucho se ha escrito sobre la atmósfera enlutada de aquellos días de trabajo, los últimos de Brel que, tras varias visitas al quirófano, ya sólo conserva un pulmón y, además, irradiado. Los músicos, presa de la emoción, son conscientes del frágil estado del artista, pero él trata de quitarle hierro al asunto: “¿Alguien ha visto un pulmón?”. El 1 de octubre de 1977, tras concluir la última canción de su carrera -‘Les Marquises’, que da título al álbum-, Jacques Brel se retira.

La despedida
Lo que transcurre a continuación es, simplemente, su último año. De vuelta a la isla polinesia -mientras en Francia el disco llega a lo más alto de las listas-, Brel sólo disfruta unos meses de salud sostenida. A principios de 1978, el cáncer ataca de nuevo y sucede lo inevitable: pruebas médicas, visitas al hospital, discusiones contra los fotógrafos que acechan… Hasta su muerte, en París, el 9 de octubre de 1978, después de pedir una Coca Cola y dirigir a sus acompañantes un irónico “no os abandonaré”. Sus restos reposan en Atuona. Se han cumplido cuarenta años.



Sin duda, fue su última obra la que, como un resumen de excelencia contenida, da cuenta del carácter de Brel. El belga quiso resumir como mejor supo -a través de la música- todo lo aprendido en sus 48 años de inconformismo. Este disco, de apenas una hora de duración, recoge eternas obsesiones: el odio anti-burgués, el compromiso con los desfavorecidos (‘Jaurès’); con los ancianos (‘Vieillir’); contra sus compatriotas flamencos (“nazis durante las guerras y católicos entre ellas”); o en favor del hombre común frente a ideas inverosímiles de la divinidad (‘Le Bon Dieu’).

Pero también incide en las escenas cotidianas del amor (‘Orly’) y en la amistad, que celebra en ‘Voir un ami pleurer’ -y, sobre todo, en ‘Jojo’, su amoroso canto al camarada perdido-. El Jacques Brel áspero de las entrevistas e, incluso, del hogar, envuelve su palabra con la ternura que encontró en Las Marquesas y en su gente. Así cierra su obra, saboreando cada verso en esta última canción a la que apenas llega por la fatiga y que sólo pudo grabar una vez antes de irse para siempre: “Hablan de la muerte como tú hablas de un fruto./ Miran el mar como tú miras un pozo. (…) El corazón es viajero, el porvenir pertenece al azar…”.

* Artículo publicado el 19 de Octubre de 2018 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés

jueves, octubre 18, 2018

Esa cara de susto*



Como dicen que Franco vuelve a Madrid, todo adquiere de nuevo un sabor a caudillaje, a mando en plaza. Es lo habitual cuando se nombra al dictador en determinados ambientes político-mediáticos; alguien dice Franco y el cerebro compone lúgubres imágenes de aquella España de la posguerra y de sus cunetas convertidas en osarios.

Pero hay también un Franco débil, crepuscular. Nos lo muestra Victoria Prego en su célebre y celebratoria serie de 1995 sobre la Transición. En los primeros capítulos, el general aparece transfigurado en una presencia trémula que, con sus crueles balbuceos, ya sólo constituye una molestia para los tecnócratas. Prego escoge la fecha del asesinato de Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, para fijar cronológicamente el principio del fin. Es un lugar común vincular la desaparición del santoñés con el nacimiento de un periodo dirigido por las corrientes más aperturistas del régimen. En este punto, debemos fiarnos de la narradora, que sugiere avances apenas perceptibles, supuestamente heroicos, de franquistas y opositores constructivos. Si uno se atiene al relato oficial, la Transición se consolidó a medio camino entre el hito que proclaman sus partidarios y el fango que denuncian los críticos -esa idea según la cual la derecha, al ver que se apagaban las luces del franquismo, pidió un vaso de plástico para apurar su copa con otra música de fondo-.

Sin embargo, algo ocurrió entonces que ha marcado la evolución de la derecha española en estos últimos cuarenta años: a Carlos Arias Navarro se le puso, de pronto, una cara de susto que ya no logró borrarse. Primero, como continuador de Carrero, aunque con torpes movimientos liberalizadores -nunca se recuperó del “gironazo”-, y, después, como máximo responsable de los destinos del país en el momento de la muerte de Franco y en el primer Gobierno del reinado de Juan Carlos, el pobre Arias no supo armarse de valor para interpretar el espíritu de la época y acusó su incapacidad para desligarse de las querencias genuinamente autoritarias. Pese a que han sido otros los elevados a los altares (los Fraga, Suárez o Fernández-Miranda), es Arias Navarro el arquetipo de la derecha española; irremediablemente desideologizada, vacilante y sujetada por el franquismo.

La derecha lo ha intentado todo: desde la camisa azul y la democracia cristiana, hasta la conclusión neoconservadora que tampoco ha enamorado al personal. Pero jamás ha dejado de añorar el territorio del orgullo. De ahí que sus compromisos parezcan siempre camuflaje de ocasión, disfraces de última hora. Hoy, por ejemplo, pone su fe en Vox, la flamante versión ibérica (con permiso de Torra) del nacionalismo identitario. Vox ha logrado que la derecha diga “sí, esto es lo que echábamos en falta” y que se le borre por ahora la cara de susto de Arias Navarro, situándose en una peligrosa estrategia que amenaza con seducir a los sectores más combativos de la oposición a Sánchez. No aprenden.

* Columna publicada el 17 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés

jueves, octubre 11, 2018

La desmesura*



Un país se mide por el peso de su historia. No conviene equivocarse; la historia es lo contrario de la ideología e implica, para empezar, un acogerse a referentes posibles, existentes en un tiempo y sobre un mismo territorio. Imaginamos que la ciudadanía no es, al fin y al cabo, una comunión con pan de ayer. Pero, a menudo, encontramos consuelo a los sinsabores del presente en las huellas de un pasado que nos parece más noble, más lúcido.

Para un español, resulta extraño el interés de otros occidentales por sus respectivas fuentes. Sobre todo, cuando este interés no se concreta en una apelación hagiográfica, pero tampoco en un ataque despiadado contra sus cimientos. Vale la pena recordar aquí los versos de Eliot, aún hoy de plena actualidad: “si ha de ser derribado el Templo/ primero tenemos que edificar el Templo”.

Los estadounidenses, por ejemplo, celebran la memoria de su fundación sin renunciar a un acercamiento profundo a su raíz. Una serie de televisión como ‘John Adams’ (HBO, 2008) es posible únicamente en una comunidad pletórica de confianza sobre su historia. La sociedad abierta evita la reproducción de unanimidades, sin dejarse llevar por la desmesura. John Adams’ narra los años decisivos; desde los primeros conflictos del continente con la metrópoli hasta la muerte del que fuera segundo presidente del país. Llama la atención la fuerza del enfoque humano frente a las tendencias sobrenaturales. Los protagonistas en la construcción de Estados Unidos son retratados en la absoluta plenitud, sin artificios ni infalibilidad.

Es posible que el aplomo americano ante el análisis de su revolucionario santoral se deba, precisamente, al hecho de que los ‘padres fundadores’ han estado presentes en todo momento, inspirando a los políticos o siendo señalados a causa de sus excesos. Hoy, gracias a esa transparencia, conocemos las tribulaciones de Adams, las correrías de Jefferson con su esclava Sally Hemings o los vicios de Franklin en las cortes europeas.

La serie de HBO muestra algo tranquilizador: la realidad del poder como mar donde van a morir todos los principios. El camino de la independencia no confluye en una imparable marea rebelde que avanza al son de la libertad, sino en tediosas negociaciones entre los representantes de las colonias donde afloran las artes menos presentables. Y nos tranquiliza, pienso, porque convence al personal de la inevitable caída de la política en la mentira o la traición, sin que eso elimine por completo la posibilidad de la grandeza.

El progresivo vaciamiento del espacio público por parte de las mentes más brillantes se explica en el ocaso de la historia como instrumento vertebrador y en la propagación de militancias mucho más religiosas que cívicas. La gestión de lo público ya no atrae a los mejores, perfectamente cómodos en las multinacionales y en el anonimato doméstico para defenderse de la nueva Inquisición y eludir la sumisión mafiosa, que es la madre del cordero.

* Columna publicada el 3 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés

viernes, septiembre 21, 2018

Señoras y señores*



Ustedes recordarán, sin duda, cómo eran las cosas antes. No hablo del pasado remoto y analógico, sino de los primeros tiempos del absolutismo digital; cuando las redes sociales, aún sin desvelar su naturaleza tóxica, irrumpieron en nuestras vidas como inofensivos divertimentos. Evoco la etapa de aquel temprano postureo; de la indiscreción o las canciones. Sospechábamos, claro, que tras la engañosa gratuidad había truco. Con cada clic, estimulábamos el tráfico de la información y abríamos, un poco más, las puertas del almario. Pero, ¿era aquella exposición pública un peligro del que protegerse renunciando a la gran charla? Simplemente, no lo veíamos de ese modo.

En los albores de Facebook, abundaron las páginas y los grupos dedicados a las simpáticas vivencias de las señoras mayores. Fue el último homenaje -desde el tópico pero no desde el estigma- por parte de aquellos jóvenes (¿se dice ‘millennials’?) destinados a las más altas cotas; a la revolución. Hagan memoria: “Señoras que siguen los consejos de Saber Vivir y ahora son inmortales”, “Señoras que confunden el LSD con el ADSL” o, la tajante, “Señoras que se cuelan en la cola del súper”. Todo eso se terminó con el 15M y su mensaje infantil autoindulgente. Según el nuevo discurso tribal, los adultos no merecían miramientos al haber estafado a la “generación mejor preparada de la historia”.

De ahí también, por supuesto, la flamante estética de los partidos del siglo XXI. Ya sin el empaque de la experiencia, los políticos explotan hoy su faceta moderna y transgresora, más o menos aseada en función del electorado a enamorar. Las parsimoniosas tertulias de Balbín, con aquellos apellidos inolvidables con regusto a cátedra -Tierno Galván, García Trevijano o Fernández de la Mora-, son sustituidas por debates de metralleta y escaso fuste.

No es extraño que el sectarismo acote el campo de batalla. Lidiar con la historia exige honradez intelectual y profundidad en el estudio. Resulta mucho más útil maquillar el pasado en portadas de periódicos, elaborando eslóganes que sirvan para la guerra mediática de hoy, olvidando los matices en lo realmente sucedido.

Tampoco sorprende, en este sentido, el desprecio de Podemos -especialmente, del ínclito Juan Carlos Monedero- al vídeo celebratorio de los cuarenta años de Constitución proyectado hace unos días en el Congreso de los Diputados. En él, como sabrán, dos ciudadanos centenarios, José Mir y Germán Visús, que lucharon, cada uno en un bando, en la batalla del Ebro de 1938, mantienen una conversación civilizada. La película sitúa el acontecimiento al nivel adecuado: el dolor de los españoles, víctimas del estallido de la violencia política; obligados a matar y a morir en plena juventud. Monedero se apresuró a llamar nazi a Visús. No sabríamos decir qué resulta más ofensivo; si el insulto o la estrategia que esconde: el rechazo a las muestras de reconciliación y orgullo de un país que, mal que bien, ha querido contar con todos para reconstruirse.

* Columna publicada el 19 de septiembre de 2018 en El Diario Montañés

miércoles, septiembre 12, 2018

El vacío*



Dos Franciscos, el Papa y Franco, están en el punto de mira. Uno de ellos, para su fortuna, ya ha muerto. El otro arrastra consigo la decadencia de la Iglesia Católica; aquella institución monumental que dominó la vida y sus tribulaciones, y que hoy, sin embargo, languidece en la humillación mediática de la pederastia y el sectarismo. No comparo itinerarios; Roma, en palabras de Jiménez Lozano, defendió una vez “el honor de la belleza y la humanidad en este mundo”, pero Franco fue simplemente un dictador que impuso su mando de cuartel a todo un país durante cuarenta años.

Resulta interesante observar cómo se prepara hoy el ser humano para el vaciamiento de las cosas que siempre estuvieron colmadas de significados a favor y en contra. De la misma manera que uno percibe lo descontextualizado de un cuadro de temática bíblica en un museo -la ausencia del ámbito espiritual o el intento de la cultura contemporánea por destacar únicamente el aspecto formal de la obra artística-, se puede intuir la oquedad en edificios e instituciones que ya cumplieron su función histórica. Cabe preguntarse si la tumba de Franco, por ejemplo, será siempre la tumba de Franco, aunque se vacíe de restos biológicos y se tapien o derriben sus aledaños.

No es tan sencillo, claro. Piensen en las leyes contra el tabaquismo: la prohibición de fumar en lugares públicos fue la consecuencia lógica en una sociedad en la que el cigarrillo había perdido su papel en el rito de paso a la vida adulta. Del mismo modo, Franco puede salir del nicho porque ya no es el mismo que entró en él (el caudillo “por la gracia de Dios”) sino lo que queda del pequeño tirano que, todavía hoy, obsesiona a las élites. La política sobre el franquismo gestiona el vacío que ha dejado; la reconstrucción ideológica de lo que significa hoy para los españoles.

Si cada generación tiene el derecho a elegir sus símbolos y a rendir tributo a las figuras que han participado de su forma de entender la realidad, urge la elaboración de un relato histórico veraz y riguroso, no sujeto a las necesidades coyunturales de los gobiernos de turno, que denuncie, por supuesto, la violencia de los totalitarismos de distinto signo (todos ellos, hoy, felizmente superados por la historia) que regaron de sangre las tierras de España durante los años treinta del siglo pasado. Es decir, que se reivindique como víctimas de las tropas liberticidas a Antonio Machado, a Federico García Lorca y a Miguel Hernández, tanto como a Pedro Muñoz Seca, José Robles Pazos o Pedro Poveda.

Es posible que en unos años contemplemos El Vaticano o el Valle de los Caídos como contemplamos ahora el Coliseo y Pompeya: rescatándolos con la mente de sus ruinas, imaginando su vitalidad de antaño; el fervor que erigió sus muros. Disfrutando, en definitiva, del vacío que hemos heredado.

* Columna publicada el 5 de septiembre de 2018 en El Diario Montañés

jueves, agosto 30, 2018

Leer en la playa*



No sabemos cómo empieza, pero, de pronto, nos vemos sacudidos por las urgencias del verano; la toalla enorme, el bañador florido, quién sabe si crema suficiente para soportar tantas horas de sol. No hay placidez vacacional que no se conquiste con el mismo esfuerzo de siempre, con las astucias de una especie condenada a la carrera. La playa obliga a una reflexión mínima, no vale la pena extenderse en el análisis: somos muchos y preferimos un espacio propio, aunque su dominio nos exija permanecer en guardia. Como una nación acomplejada, pasamos de la protección celosa de los límites a una expansión ciegamente imperial -tumbonas y sombrillas-. No inventamos nada, ni siquiera semidesnudos.

La arena tiene sus reglas y no suele llegar la sangre a la orilla. El personal mantiene las hostilidades dentro de lo razonable e, incluso, el vecino, que hace un momento trataba de ganar espacio a nuestra costa, ahora nos pide que vigilemos sus cosas mientras va a bañarse. Y lo hacemos, claro, gustosamente. No voy a engañarlos: yo me quejo mucho antes de pisar la playa. Peleo contra la pereza, no paro de rezongar y, cuando supero mi propia resistencia, me enfundo gorra y gafas, agarro mi silla plegable, la sombrilla de tamaño medio y sufro los avatares del transporte urbano. Hay mucho contacto durante el verano, mucho roce indiscriminado. La playa es, quizás, el último reducto de la piel como instrumento de ocio. La playa y, por supuesto, el Erasmus.

Con el tiempo, he ido cogiendo gusto a la secuencia de baño y bocadillo que tantas pasiones levanta entre la multitud local o foránea. Y a la lectura en la sombra cálida del verano. Estos días, ha tocado ‘Jersualén, ida y vuelta’, crónica del viaje de Saul Bellow en 1976. Lo leo y quedo decepcionado. Yo pensaba enfrentarme a la visión personal de un intelectual judío diaspórico en su contacto con Israel y me encuentro con una recopilación de opiniones variadas sobre la eterna crisis de Oriente Próximo. El libro pierde la capacidad de atracción en el momento en que los personajes principales -autor incluido- ya están muertos. Los Rabin, Hussein de Jordania o Breznev, junto al eterno Kissinger, representan el drama de aquel tiempo que, por desgracia, y eso es lo espeluznante, no dista mucho de este. Han caído imperios, se han modificado los mapas, pero allí todo permanece en un mismo bucle mediático.

Leer en la playa supone avanzar lentamente por el texto, a menudo dejándose distraer por el paisaje o la modorra de esta época del año. Una frase o un párrafo golpean al lector que digiere despacio, con el mar por delante. También conforta observar la capacidad humana para adaptarse a las exigencias de cada estación. Ahora, nos bañamos en el mar; más tarde, volveremos fielmente a los despachos. Esta rutina de perfil bajo nos ennoblece mucho más que una guerra civil.

* Columna publicada el 22 de agosto de 2018 en El Diario Montañés

sábado, agosto 18, 2018

Pucho y Pablo*



Todos los fanáticos de Vetusta Morla se parecen; sus detractores lo son cada uno a su modo. No soy ningún especialista en la materia, pero la apuesta de los madrileños por triunfar sobre las barreras más opacas del ‘indie’ me parece, en principio, digna de elogio. La fórmula, sin embargo, no convence a todo el mundo. Algunos reprochan la querencia de la banda por las palabras de tahúr que, afirman sus críticos, parecen decir pero no dicen, escogiéndose unas cuantas, las más coloridas, para provocar el entusiasmo del respetable, la entrega desaforada en el estribillo. Hay muchos ejemplos. La letra de ‘Valiente’, por mencionar uno, donde la incoherencia del mensaje y la solemne impostura del cantante, Pucho, desembocan en dos versos insólitos: “Porque ser valiente/ no sólo es cuestión de suerte”. ¿Qué quiere decir eso? Lo que ustedes quieran.

La discusión es, quizás, innecesaria. Las letras de las canciones no han sido nunca relatos de absoluta coherencia. En los festivales contemporáneos, es más importante su conversión en himnos que la posibilidad del análisis. Se trata de establecer, supongo, un vínculo que funcione sobre el escenario y que ayude a expresar una identidad. Con Vetusta Morla, la digestión no es fácil. Lean otros de los versos del grupo: “Quién lo vio/ bailar como un lazo en un ventilador./ Quién iba a decir que sin carbón/ no hay reyes magos” (‘Los días raros’). Tampoco aquí seguimos bien la pretenciosa sucesión de imágenes, muy bella, pero inverosímil.

Y es que pienso en Pucho y me viene la imagen de Pablo Casado. También los políticos con vocación de gobierno parten de la existencia de una música de fondo que no debe concretarse y que sirve, en realidad, para establecer las coordenadas de la actitud. Como Pucho, Casado tenía el deber de mantener ese fondo de inconcreción, pero quiso ir más allá. Esto en la derecha es peligrosísimo, mucho más que en la izquierda. En España, el PP dice representar a un amplio porcentaje de la población identificado con principios ‘liberal-conservadores’. Casado ha venido -o eso cree él- a quitarse los complejos, recuperando el orgullo del carné, los valores del partido, etc.

Parece mentira que la derecha no sepa aún que su única posibilidad de éxito electoral ha pasado siempre por la vía gris de la gestión económica y por una sola palabra: España. ¿Qué más quiere añadir Casado? ¿El elogio de la heterosexualidad? ¿La religión en las escuelas? ¿La negativa a la eutanasia? Pero, hombre, si eso es pólvora en mal estado, quejas de mazmorra. ¿Cómo defender un discurso contra la inmigración ilegal o el aborto en un contexto como el actual? La derecha cree que su problema es la comunicación; en esa ingenuidad palpita su deseo de mando. Pero el problema es la voz que se escoge para destacar de la música de fondo, como hacen Pucho y compañía, pero sin que desentone.

* Columna publicada el 10 de agosto de 2018 en El Diario Montañés

jueves, julio 26, 2018

El verano populista*



A mí no me gusta volar, pero vuelo. Esto me convierte, creo, en un personaje gris. Mis experiencias aeronáuticas comienzan siempre con un no muy acusado temor a la catástrofe y terminan con el alivio del viaje plácido y el aterrizaje sin contratiempos. El mundo moderno pretende enseñarnos que la gestión del miedo exige una decisión contundente que no comprometa el brillo de la identidad. Sujetarse con fuerza al asiento (o al vecino) durante el despegue sería una actitud ridícula e irracional, pero decidir no pisar un aeropuerto es un rasgo pintoresco del carácter.  Mi amigo Paco, hombre sabio, suele decir que la genialidad divide a los seres humanos en dos grandes grupos: los donjuanes y los castos. Es decir, que la persona brillante necesita de la exageración en cualquiera de sus formas y que de nada sirve la esperanza del mediocre antes de entrar en el Malaspina.

Quienes preferimos el escenario prosaico nos forzamos -y nos esforzamos- por superar la fobia a la cotidianidad. Por eso, volamos o vamos al Lupa, avanzando del modo más torero posible por este valle de lágrimas y ventanillas. Es justo reconocerlo: esto no satisface a todo el mundo. Los hay que abusan del lenguaje adolescente hasta acabar envenenados por él. Pienso en Patricia Aguilar, la joven alicantina embaucada por un estafador pseudo-espiritual que, locura a locura, la incluyó en su siniestro harén en la selva peruana. Recientemente, han transcendido algunas de las publicaciones de Aguilar en las redes sociales que dan una idea de su personalidad impresionable; de ese sello presuntamente místico que, sin embargo, rompe los lazos con la sociedad y con los otros.

La aceptación de la realidad tiene que ver con el aprendizaje, tedioso y agotador, de que vale la pena partir de una rutina antes que emprender la huida hacia ninguna parte. Con la huida, uno se alivia poniendo el marcador a cero. Es un espejismo. La cotidianidad, sin embargo, supone un riesgo mayor. Nosotros, el común de los mortales, nos enfrentamos a diario al peligro del desequilibrio. La llegada del verano agudiza, además, el rol de consumidores desamparados, confundidos entre otros muchos. Las compañías ‘low cost’ son expertas en recordarnos nuestra condición de rebaño con equipaje de mano. Yo, sin ir más lejos, tuve que asumir la semana pasada el papel de intérprete de los pasajeros olvidados por easyJet en el aeropuerto londinense de Stansted. Durante mi labor, aprendí, para empezar, que, en situaciones de crisis, el discurso radical es extraordinariamente útil; que debe evitarse la división de clase y, sobre todo, que la solución se alcanza más fácilmente después de un par de gritos. También hay populismo ‘low cost’. Pero, como no existe buena acción sin castigo, la vuelta a Santander trajo consigo la intoxicación de casi todo mi grupo de amigos en las casetas. Eso sí que es, como decía Belmonte, “olvidarse del cuerpo”.

* Columna publicada el 26 de Julio de 2018 en El Diario Montañés

jueves, julio 12, 2018

La escasez*



Termino la primera temporada de ‘The Handmaid's Tale’ el mismo día de la muerte de Claude Lanzmann. Una fecha, por lo tanto, para el recuerdo. Aunque es inevitable indagar en los contenidos, tratando de detectar similitudes, no pretendo tender puentes, ojo, entre el testimonio de los supervivientes del Holocausto -registrado por el director francés en su monumental ‘Shoah’- y lo que no deja de ser una entretenida obra de ficción. Pero, ambos, Lanzmann, desde la memoria, y Margaret Atwood (autora del relato y coproductora de la serie para HBO), desde la imaginación, logran transmitir el peso del mal, la atmósfera pringosa que se genera alrededor de los desgraciados que no disfrutan de los privilegios del poder.

Resulta interesante reflexionar sobre el tiempo acotado que se les impone a un drama o a un documental, obligando a sus artífices a destacar el lado pinturero del totalitarismo; los episodios más sanguinarios y heroicos. Es un recurso eficaz que limita, no obstante, la comprensión del fenómeno. ‘The Handmaid's Tale’, quizás, precisamente, por haberse estrenado durante la gran burbuja de las series, profundiza en el itinerario de una ideología cruel, incorporando componentes casi inéditos que son fundamentales en una producción sobre conflictos políticos. A saber, la represión parsimoniosa envuelta en palabrería y en eufemismos, la evolución de los poderosos desde la militancia marginal hasta la victoria incontestable o el equilibrio entre la propia convicción a contracorriente y la hipocresía de los opresores.

Desde luego, el elemento epatante de ‘The Handmaid's Tale’ es la destrucción de la humanidad de las mujeres; la pérdida absoluta de su libertad, en un futuro cercano, y su conversión en esclavas paridoras a tiempo completo. Sin embargo, bajo este patriarcado escandaloso descubrimos un asunto apenas mencionado por los medios de comunicación y por los críticos: la escasez. La implantación de un régimen fanático religioso (gobernado en buena parte por oportunistas) se lleva a cabo como consecuencia de una fortísima crisis climática y de fertilidad. Para combatirla, brotan los dogmas sacrificiales que reclaman la gestión comunal de los bienes limitados; como ya no nacen niños y son pocas las mujeres capaces de dar a luz, se las nacionaliza.

Cualquier discurso inflamado funciona en la escasez hasta el punto de activar los odios durmientes. La sociedad es permeable a los programas que confirman los prejuicios y proponen el control (o el aniquilamiento) de los vulnerables. En la serie, tanto los hombres como las mujeres sufren la infertilidad, pero ellos salen ganando en el reparto. El padecimiento de unos cuantos y el mando de los peores son, dicen, perfectamente asumibles en un contexto de necesidad generalizada. Por eso, cuando las aguas se retiran, uno se encuentra con la verdad desnuda y decepcionante: todo era un cuento. Como lo han sido siempre los movimientos políticos que pasan del exilio al amiguismo; de la acampada a los consejos televisivos o del poder al censo menguante.

* Columna publicada el 10 de julio de 2018 en El Diario Montañés

sábado, julio 07, 2018

Los chicos*



Toda ideología guarda celosamente su programa máximo. Es un ejercicio de discreción, palabras que se protegen como antídotos. El veneno, por supuesto, es el crimen de estado, en todas sus variantes militares y económicas. No sé cómo contarán ahora la fábula, pero en el antiguo libro del afiliado del Partido Socialista, ya con Felipe González a los mandos, se establecía como horizonte la “conquista del poder por la clase trabajadora”. Así, sin paños calientes y sin visos de contradicción. Los defensores de la democracia liberal, por su parte, han preferido siempre una utopía de vuelo bajo, embridada y prosaica. La fórmula atrae únicamente a los más sensatos; a aquellos que no se han dejado seducir por las alhajas del sector privado y creen aún en la sociedad como cuerpo existente y, por lo tanto, necesitado de razón y de ley.

La quimera liberal -en su versión menos delirante- despliega visiones a retazos, actitudes y modos más que argumentarios. Se trata, en resumen, de la vida justa y sin amenazas, respetuosa con la separación de poderes y orgullosa de haber aparcado los dramas ideológicos. La comunidad, mejorada por la libertad y la cultura, alcanza por fin su mayoría de edad, rechaza los mesianismos y convive en un escenario muy semejante al de una pequeña ciudad de provincias donde los señores se saludan por la calle quitándose el sombrero.

La gestión, y no el discurso extremista, se convierte en la vía más fértil. Si la cosa funciona, es decir, si la economía no da problemas y el dinero viene y va en grácil danza, la despolitización del personal se celebra como una apendicectomía en la casa del doliente. En el mercado, dicen sus apóstoles, confluyen todas las esperanzas, todas las posibilidades del ser humano. La fe, el terruño, la raza o la clase claudican frente a la vida buena del crecimiento y el progreso. ¿No son encantadores?

Nunca, ni siquiera en sus momentos más sublimes e igualitarios, la opción de la democracia representativa y de la economía de mercado ha logrado desactivar completamente las preferencias revolucionarias. Mientras algunos disfrutaban de aquel “fin de la historia” anunciado por Fukuyama mirándose en el próspero espejo californiano, otros resistían en los cuarteles de invierno, descubriendo atajos para la ruptura. ¡Qué arrogancia la de dar por enterrado el compromiso del inquisidor!

Hablamos de la debilidad institucional y de sus supuestos defensores, así como del desprestigio de los símbolos constitucionales, izado insulto a insulto por los enemigos del estado. El panorama es desolador pero irrebatible: los totalitarios dominan la escena y espolean a sus feligreses, convertidos en orgullosos comisarios políticos. Las redes se inundan así de proclamas en favor de “los chicos de Alsasua” -una forma macabra de referirse a los agresores que evoca cine y bicicletas-, mientras se insinúan linchamientos contra ‘La Manada’. Cualquier matiz aquí, ojo, es fascismo. Sí, utilizan la palabra fascista, precisamente ellos.

Columna publicada el 27 de junio de 2018 en El Diario Montañés