jueves, agosto 30, 2018

Leer en la playa*



No sabemos cómo empieza, pero, de pronto, nos vemos sacudidos por las urgencias del verano; la toalla enorme, el bañador florido, quién sabe si crema suficiente para soportar tantas horas de sol. No hay placidez vacacional que no se conquiste con el mismo esfuerzo de siempre, con las astucias de una especie condenada a la carrera. La playa obliga a una reflexión mínima, no vale la pena extenderse en el análisis: somos muchos y preferimos un espacio propio, aunque su dominio nos exija permanecer en guardia. Como una nación acomplejada, pasamos de la protección celosa de los límites a una expansión ciegamente imperial -tumbonas y sombrillas-. No inventamos nada, ni siquiera semidesnudos.

La arena tiene sus reglas y no suele llegar la sangre a la orilla. El personal mantiene las hostilidades dentro de lo razonable e, incluso, el vecino, que hace un momento trataba de ganar espacio a nuestra costa, ahora nos pide que vigilemos sus cosas mientras va a bañarse. Y lo hacemos, claro, gustosamente. No voy a engañarlos: yo me quejo mucho antes de pisar la playa. Peleo contra la pereza, no paro de rezongar y, cuando supero mi propia resistencia, me enfundo gorra y gafas, agarro mi silla plegable, la sombrilla de tamaño medio y sufro los avatares del transporte urbano. Hay mucho contacto durante el verano, mucho roce indiscriminado. La playa es, quizás, el último reducto de la piel como instrumento de ocio. La playa y, por supuesto, el Erasmus.

Con el tiempo, he ido cogiendo gusto a la secuencia de baño y bocadillo que tantas pasiones levanta entre la multitud local o foránea. Y a la lectura en la sombra cálida del verano. Estos días, ha tocado ‘Jersualén, ida y vuelta’, crónica del viaje de Saul Bellow en 1976. Lo leo y quedo decepcionado. Yo pensaba enfrentarme a la visión personal de un intelectual judío diaspórico en su contacto con Israel y me encuentro con una recopilación de opiniones variadas sobre la eterna crisis de Oriente Próximo. El libro pierde la capacidad de atracción en el momento en que los personajes principales -autor incluido- ya están muertos. Los Rabin, Hussein de Jordania o Breznev, junto al eterno Kissinger, representan el drama de aquel tiempo que, por desgracia, y eso es lo espeluznante, no dista mucho de este. Han caído imperios, se han modificado los mapas, pero allí todo permanece en un mismo bucle mediático.

Leer en la playa supone avanzar lentamente por el texto, a menudo dejándose distraer por el paisaje o la modorra de esta época del año. Una frase o un párrafo golpean al lector que digiere despacio, con el mar por delante. También conforta observar la capacidad humana para adaptarse a las exigencias de cada estación. Ahora, nos bañamos en el mar; más tarde, volveremos fielmente a los despachos. Esta rutina de perfil bajo nos ennoblece mucho más que una guerra civil.

* Columna publicada el 22 de agosto de 2018 en El Diario Montañés

sábado, agosto 18, 2018

Pucho y Pablo*



Todos los fanáticos de Vetusta Morla se parecen; sus detractores lo son cada uno a su modo. No soy ningún especialista en la materia, pero la apuesta de los madrileños por triunfar sobre las barreras más opacas del ‘indie’ me parece, en principio, digna de elogio. La fórmula, sin embargo, no convence a todo el mundo. Algunos reprochan la querencia de la banda por las palabras de tahúr que, afirman sus críticos, parecen decir pero no dicen, escogiéndose unas cuantas, las más coloridas, para provocar el entusiasmo del respetable, la entrega desaforada en el estribillo. Hay muchos ejemplos. La letra de ‘Valiente’, por mencionar uno, donde la incoherencia del mensaje y la solemne impostura del cantante, Pucho, desembocan en dos versos insólitos: “Porque ser valiente/ no sólo es cuestión de suerte”. ¿Qué quiere decir eso? Lo que ustedes quieran.

La discusión es, quizás, innecesaria. Las letras de las canciones no han sido nunca relatos de absoluta coherencia. En los festivales contemporáneos, es más importante su conversión en himnos que la posibilidad del análisis. Se trata de establecer, supongo, un vínculo que funcione sobre el escenario y que ayude a expresar una identidad. Con Vetusta Morla, la digestión no es fácil. Lean otros de los versos del grupo: “Quién lo vio/ bailar como un lazo en un ventilador./ Quién iba a decir que sin carbón/ no hay reyes magos” (‘Los días raros’). Tampoco aquí seguimos bien la pretenciosa sucesión de imágenes, muy bella, pero inverosímil.

Y es que pienso en Pucho y me viene la imagen de Pablo Casado. También los políticos con vocación de gobierno parten de la existencia de una música de fondo que no debe concretarse y que sirve, en realidad, para establecer las coordenadas de la actitud. Como Pucho, Casado tenía el deber de mantener ese fondo de inconcreción, pero quiso ir más allá. Esto en la derecha es peligrosísimo, mucho más que en la izquierda. En España, el PP dice representar a un amplio porcentaje de la población identificado con principios ‘liberal-conservadores’. Casado ha venido -o eso cree él- a quitarse los complejos, recuperando el orgullo del carné, los valores del partido, etc.

Parece mentira que la derecha no sepa aún que su única posibilidad de éxito electoral ha pasado siempre por la vía gris de la gestión económica y por una sola palabra: España. ¿Qué más quiere añadir Casado? ¿El elogio de la heterosexualidad? ¿La religión en las escuelas? ¿La negativa a la eutanasia? Pero, hombre, si eso es pólvora en mal estado, quejas de mazmorra. ¿Cómo defender un discurso contra la inmigración ilegal o el aborto en un contexto como el actual? La derecha cree que su problema es la comunicación; en esa ingenuidad palpita su deseo de mando. Pero el problema es la voz que se escoge para destacar de la música de fondo, como hacen Pucho y compañía, pero sin que desentone.

* Columna publicada el 10 de agosto de 2018 en El Diario Montañés